03 Dec De una cama de hospital al podio
Por Javier Fuego Simondet
Alberto se lo pide y Concepción lo complace raudamente. La mujer se pierde en la casa de Don Torcuato y regresa con una caja que parece a punto de explotar; allí no entra un objeto más. La coloca sobre la mesa de la cocina-comedor, frente a la mirada de Alberto, y la abre para mostrar las medallas de todo tipo que el hombre ha ganado en distintas competencias de atletismo. Doradas, plateadas o de bronce, sostenidas por cintillos verdes, rojos, azules, todas tienen una historia, al igual que los trofeos que descansan en una repisa, muy cerca del teléfono. Alberto Domínguez vive en Don Torcuato con su esposa, María Concepción Jurado, una española con la que está casado desde hace 40 años. Con ella ha compartido los hechos más importantes de su vida, entre ellos el trasplante de hígado al que debió someterse por culpa de una hepatitis B fulminante que lo tuvo contra las cuerdas cuando tenía 47 años. Junto a ella se convirtió en un deportista capaz de ganar unamedalla dorada en el último mundial para trasplantados, que se hizo en Durban, Sudáfrica, a pesar de competir en malas condiciones físicas y eludiendo las indicaciones médicas que le pedían que no lo hiciera. Es que Alberto padecía una obstrucción en sus vías biliares, algo que lo llevó otra vez a una lista de espera, de la que salió a flote tras un segundo trasplante hepático que se realizó el 8 de mayo.
En la Argentina, los deportistas trasplantados son más de 200 y 55 de ellos integran la selección nacional que dirige Carlos “Pipo” Lirio, un profesor de educación física que desde 1995 vive gracias a un trasplante de corazón. Algunos hacían deporte antes de necesitar un órgano para esquivar la muerte y anhelaban dedicarse a la competencia plena; pero la mayoría no imaginaba poder representar al país en campeonatos internacionales obteniendo victorias. El trasplante los hizo tomar impulso y encarar objetivos que, de no haber pasado por ese trance, ni siquiera se hubieran planteado. A partir de la situación límite que les tocó vivir, se llenaron de renovadas energías, se enfocaron en el entrenamiento y usaron el deporte como excusa para superarse y demostrar que se puede. El caso de Alberto, que atendía una gomería y nunca se había relacionado con el deporte competitivo hasta que lo conoció luego del trasplante, no es aislado. Cualquier lunes, en la pileta del Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard), uno puede encontrar a Pablo Rodríguez, un joven de 30 años que recibió un riñón de parte de su padre y hoy es doble medallista mundial. Pablo se enfermó al año y medio de vida y nunca había tenido la posibilidad de acercarse al deporte, hasta que el trasplante lo empujó y ya no paró. En esa misma pileta nada Mariana Garófoli, 35 años, medalla de bronce a nivel latinoamericano en 50 metros pecho. Tiene un trasplante renopancreático que debieron realizarle por los problemas que le produjo su diabetes. Perdió la vista de un ojo y una medicación le alteró el equilibrio. La danza era la única actividad física que había realizado, hasta que se cruzó con Lirio en una clase de inglés y se enteró de la existencia del grupo de deportistastrasplantados. Aunque una lesión en su pierna no le permitiría competir, espera ansiosa el mundial 2015, en Mar del Plata, entre el 23 y el30 de agosto.
De prepo al hospital
Héctor Castro estaba vinculado al deporte, al fútbol más precisamente. Jugaba en la cuarta de Chacarita cuando lo sorprendió una insuficiencia renal que lo sacó de las canchas y lo metió de prepo en un hospital. Su hermano Ángel le donó el riñón que hoy le permite vivir y ser un atleta capaz de correr los 100 metros llanos en 11 segundos y 6 décimas, sólo 4 décimas por debajo del récord mundial para trasplantados. El nadador Hernán Sachero, de 36 años, comparte con Héctor el haber estado cerca del deporte antes de un trasplante de riñón y haberse consagrado después. Hacía waterpolo, pero no se lo tomaba demasiado en serio. Nunca imaginó que, luego del trasplante, lograría cuatro medallas mundiales en Sudáfrica y quedaría a 28 centésimas de segundo del récord mundial de los 100 metros pecho.
“Estaba gordo, pesaba 145 kilos. Me calzaba a la mañana y, a la tarde, ya tenía los zapatos reventados, era una bola de líquido en los tobillos. Un día, me levanto para ir a trabajar a la gomería y me caigo. No me pude enderezar. Me llevaron al Hospital Argerich y me dijeron que había que trasplantar”, cuenta Alberto Domínguez (65). Ese trasplante tardó un año y medio en llegar. Luego del trasplante hepático empezó a moverse en un gimnasio de Don Torcuato, dondeun compañero lo invitó a correr una maratón de 9 kilómetros. En 1998 se unió al grupo de deportistas trasplantados, del que se enteró por televisión. Compitió en torneos nacionales y sudamericanos con victorias constantes. Los mundiales le resultaron esquivos hasta que en el último, que se realizó entre el 28 de julio y el 4 de agosto de 2013, logró la medalla dorada que tanto esperaba. Un mes antes le habían detectado un problema en las vías biliares y los médicos le habían dicho que podía ir al mundial, pero sólo a alentar a sus compañeros. “Preparame la ropa que yo voy a correr igual”, le dijo a Concepción. Llegó cuarto en 5000 y 1500 metros. En la prueba de 400 ganó la presea dorada. “Yo me enfermé al año y medio de vida. Mi abuela se dio cuenta de que no mojaba los pañales. Tuve una insuficiencia renal crónica. Hasta los 13 años, que fue cuando me trasplanté, llevé una vida de dieta, con poco consumo de agua y diálisis a partir de los 12. El donante fue mi viejo”, relata Pablo “Picu” Rodríguez. Su problema de salud lo obligó a perder un año de escuela, el sexto grado. Es de Misiones y debió trasladarse hasta la ciudad de Buenos Aires, donde hoy vive, para tratarse en el Hospital Italiano. Luego del trasplante y varias complicaciones, Picu comenzó una vida nueva que lo llevaría al deporte. “Recién a los 14 o 15 años, cuando terminé el colegio y nos quedamos en la Capital, pude tener una vida más cotidiana”, explica. “A través de mi médico llegué al Programa Deporte y Salud del Cenard. Averigüé y en 2012 se hacían los torneos nacionales. Pipo me invitó a participar y gané medallas de oro y de plata. Me dijo que había chances de ir al mundial de Durban. Ahí empecé a entrenarme con más fuerza. Gané medley individual y la posta de medley”, resume Picu, que trabaja en un local de venta de productos regionales. Cuando cruza la avenida Luis María Campos, en el barrio porteño de Belgrano, Mariana Garófoli parece una mujer frágil. Escabulle su delgada fisonomía entre la marea de taxis y colectivos para llegar al bar en el que habla con La Nación. La síntesis de su joven vida muestra que es una luchadora y que la fragilidad no es, ni por asomo, una de sus características. Mariana es nutricionista y trabaja en el Hospital Militar Central. Tiene diabetes y es insulinodependiente. “Empecé con problemas renales y de vista a los 14 o 15 años. Entre los 16 y los 17 me hicieron muchas cirugías porque tenía retinopatía diabética. Mientras me operaban para salvarme los ojos trataban también de salvarme los riñones. Desde los 16 a los 19 fue un deterioro parejo, entre los riñones, la diabetes y la vista. En 2000, en el mismo momento que empiezo con diálisis ingreso en lista de espera para trasplante de riñón y de páncreas. Ese mismo año se me produce un desprendimiento de retina y pierdo la visión del ojo derecho”, cuenta. Tras seis años en lista de espera llegó el trasplante. “Cuando me trasplanté estaba en una situación límite. La diálisis tiene mucho de bueno, pero me generó una osteoporosis severísima. A veces me levantaba a la mañana y tenía fracturado un tobillo”, explica. Después de la operación, Mariana se encontró con el deporte. “Conocí el grupo por medio de Carlos Lirio, que estudiaba inglés conmigo. Empecé con ellos en julio de 2012 y en noviembre estaban los juegos latinoamericanos; nadé y gané la medalla de bronce en 50 metros pecho”. Mariana atribuye al trasplante esta vida de deportista. “Nunca pensé que iba a terminar compitiendo por medallas. Haberlo hecho se lo debo al trasplante y a mucha gente que se dedica a que tengamos nuestro lugar”, afirma la joven, que vive sola, en la ciudad de Buenos Aires. Una rápida radiografía de Héctor Castro, hecha a golpe de vista mientras ata su moto en la esquina de una pizzería, frente a la plaza de Flores, lleva a descubrir que el hombre es un velocista de cualidades. Su aspecto fibroso y su estatura mediana encajan en el prototipo de atleta de distancias cortas.
El sueño de llegar a la primera división de Chacarita, que guiaba la vida de Castro, de repente se cayó. “Tenía 19 años, era fines de 1998. Me estaba entrenando con la cuarta. De un día para el otro me levanto con los tobillos hinchados. Voy al médico de la primera y me dice que la razón era una retención de líquidos. Me preocupé cuando los estudios marcaron que la capacidad renal había disminuido. Me dijeron que estaba la posibilidad de la diálisis y terminar en un trasplante renal”, rememora. “Estuve tres años en lista de espera y me donó mi hermano mayor [Ángel]. El trasplante se hizo el 16 de noviembre de 2001 en el hospital Castex”, explica Castro, que trabaja en una distribuidora de mangueras, en Ciudadela, y como entrenador de atletismo, en el Parque Avellaneda.
Castro, que vive en Lomas del Mirador con sus padres y dos hermanos, cuenta que probó con diferentes deportes hasta que en un control en el Castex se enteró de que había deportes para personas trasplantadas. “Me anoté en unos [juegos] bonaerenses, en Mar del Plata. Me empecé a meter en el atletismo. Me entre né solo y para 2009 fui al mundial de Australia. Salí segundo en 100 metros y gané el bronce en 400”. Su figura se agigantó en los mundiales siguientes. “Después de Australia, los juegos se hicieron en Suecia. Saqué medallas de bronce en 100 y en 200 metros; en 400 quedé cuarto. En Durban fue mi mejor actuación: medalla de oro en 100 metros, 200 y salto en largo, y bronce en 400 metros. De caradura me anoté también en salto en alto y saqué medalla de bronce”, cuenta entre orgulloso y tímido el deportista, de 36 años.
Una nueva vida
Sería fácil calificar la vida de Sachero como un antes y un después desde el trasplante renal, pero no hay figura más adecuada que ese juego de palabras para contar su historia. Vanina, su hermana, fue la donante. “Pesaba 107 kilos, vivía de noche, fumaba y tomaba alcohol. A los 30 años decidí hacerme un chequeo. El médico me dijo que había un problema renal. Tenía la creatinina en 5.9, cuando el máximo es 1.5. Fui a un especialista y quedé internado en la Clínica IMA, de Adrogué. Me hicieron estudios y me dijeron que tenía un riñón atrofiado que no funcionaba, y el otro funcionaba en un 40%. Así que me tenía que trasplantar”, indica Hernán. La operación fue el 25 de abril de 2011, en el Sanatorio Anchorena. La recuperación lo encontró acompañado de su computadora. “Me comuniqué con Carlos Lirio, le conté que recién me habían trasplantado y me dijo que tenía que esperar y arrancar en una pileta de mi lugar”, cuenta Hernán para graficar la ansiedad que tenía.
“En los Juegos Argentinos y Latinoamericanos de 2012 arranqué a competir con mis pares y gané siete medallas. Aunque lo primordial es el mensaje de concientización, si no hubiera ganado no hubiera sido lo mismo”, admite. En Durban ganó la medalla de oro en 100 metros pecho (quedó a 28 centésimas del récord del mundo), la de plata en 50 metros espalda y en la posta 4×50 libre, y el bronce en 100 metros libre. Los trasplantados que se entrenan en el Cenard no suelen ser muchos. De los 55 del seleccionado, pocos pueden acercarse hasta el centro de entrenamiento que usan, por ejemplo, las Leonas. Algunos de ellos impresionan por sus logros, como Ariel Baragiola, tenista, de 40 años. A los 18 le trasplantaron un riñón, que le donó su mamá. Es el argentino récord en medallas en juegos mundiales para trasplantados, con 18 doradas, y preside la Asociación de Deportistas Trasplantados de la República Argentina (Adetra).
El corazón de Cristian Navamuel se fundió a los 33 años y hoy, con 38, un trasplante lo mantiene en las pistas de atletismo, que frecuentó desde chico. Este salteño de hablar pausado, devoto de Santa Teresita, demuestra en cada palabra su fe, algo que lo ayudó en el trance del trasplante. Hoy puede preocuparse por cuestiones agradables, como elegir qué competencia encarar. Su médico le ha prohibido sus amados 100 metros llanos y duda si hacerle caso. Todo parece indicar que no seguirá la orden.
“El 27 de septiembre de 2009 tuve mucha fiebre y fui al Hospital Naval. Me mandaron a hacer un eco doppler, vieron que el corazón estaba agrandadísimo. Me empecé a desestabilizar. Urgente a terapia intensiva, diuréticos. Cuando vi que apareció mi hermano, que es médico y trabaja en Jujuy; mi tía, que también se vino de Jujuy; mi hija y mi ex esposa, les pregunté por qué venían. Sabían que lo único viable era el trasplante. Un mes después fue el trasplante”, repasa Cristian, que trabaja en Caballito como encargado de un edificio. Recuperado, buscando en Internet encontró la página de Adetra. Envió un mail y le contestaron a los cuatro meses. “Viajar a Sudáfrica fue cumplir el sueño de representar a la Argentina. El trasplante me dio ese sueño. Y me dio otro sueño, que es haber podido casarme por Iglesia”, resume. En Sudáfrica fue sexto en 100 metros, cuarto en lanzamiento de bala, sexto en disco, décimo en jabalina, salieron segundos en vóley y quintos en la posta 4 x 100.
La difícil inserción laboral
La inserción laboral de los trasplantados no es nada sencilla y los deportistas no son la excepción. Por más que a través del deporte han llegado a sueños impensados, no todo se vuelve color de rosa para ellos cuando les dan el alta. A Hernán Sachero el tema lo moviliza. “Después de los seis meses de licencia por la operación, me reincorporé y me dieron la noticia de que me echaban. A Natalia [su mujer] ya la habían echado un mes antes del mismo lugar. Nos quedamos los dos sin laburo en el peor momento, el postrasplante”, remarca.
Para Héctor Castro, su situación es privilegiada. “Es muy difícil para una persona trasplantada conseguir trabajo. La mayoría de los trasplantados que conozco y trabajan es porque entran en la fábrica de un pariente o porque laburan por su cuenta. Yo trabajo de entrenador de atletismo y en una distribuidora de mangueras de Ciudadela, donde conseguí porque soy amigo de una chica trasplantada y su familia tiene la distribuidora. Apenas decís que sos trasplantado, se creen que no podés cumplir”, concluye.
LA NACION