Darwin ha muerto

Darwin ha muerto

Por Julio Conte-Grand
Charles Darwin se encuentra enterrado en la Abadía de Westminster, en Londres. Sin embargo, por los aportes que realizó a la ciencia, podría decirse que hasta hoy no ha muerto. Su principal elaboración intelectual, la teoría de la evolución de las especies, se ha mantenido viva desde su presentación -no del todo original- en 1859 en la obra El origen de las especies y ha generado desde entonces, como es sabido, fuertes polémicas, debates, apoyos y cuestionamientos.
En su descripción más popular, una versión algo burda de la tesis, se sostiene que “el hombre desciende del mono”. Una afirmación genealógica que en realidad intenta manifestar que las especies vivas mutan durante el tiempo y que, conforme esa teoría, por ejemplo, se evoluciona progresivamente desde una especie de primate (inferior) a otra (superior).
Ha surgido, un siglo y medio después, una línea de pensamiento, por el momento germinal, que representa una sentencia de muerte para la teoría de Darwin, ejecutada por una vía y autores impensados.
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Desde esta nueva corriente se afirma que correspondería otorgar la categoría de persona -persona “no humana”, se aclara- a los animales, con la finalidad de reconocerles, entre otros, los derechos ambulatorios y de libre circulación. En la ciudad de Buenos Aires el debate se originó a partir de la situación de una orangutana llamada Sandra. El reclamo excede el mero objetivo de tutela y el fundamento para otorgar los derechos exigidos luce ciertamente exuberante.
Como expresión de un valor propio del ser humano, tradicionalmente se entendió que era bueno evitar la crueldad con los animales. En el mismo sentido se veía en el darles protección: una manifestación, precisamente, de humanidad. Ése era el límite del resguardo. El sistema jurídico reconoce personalidad sólo a los seres humanos o a uniones de éstos, las denominadas personas jurídicas, como derivación de la naturaleza social del hombre. En definitiva, una consecuencia del principio según el cual todo el Derecho está constituido en razón del hombre, tal como se ha afirmado desde antiguo (“hominum causa omne jus constitutum est”) y se encuentra establecido en nuestro país en el ordenamiento de derecho privado.
La idea de otorgar personalidad jurídica a los animales, amén de configurar una ruptura con la visión clásica y un abierto rechazo a pautas distintivas básicas de naturaleza metafísica y antropológica, representa la literal y fatal descalificación de la teoría darwiniana, ya que, parte importante de esa misma corriente de pensamiento, al tiempo que reclama el reconocimiento de la personalidad de los animales no humanos, se la niega a los embriones humanos.
Una suerte de darwinismo, pero en sentido contrario. Porque si el embrión humano no es persona y el orangután sí lo es, es evidente que éste debe entenderse como una etapa evolucionada de aquél. Se postula, en consecuencia, que el ser humano, en alguna de las etapas de su vida, constituye una instancia evolutiva inferior a la de los monos. ¿Entonces el mono desciende del hombre?
En tal estado de cosas urge rescatar el valor del orden natural, que se arraiga en el orden sobrenatural, como un principio elemental de la ciencia y de los saberes en general, que trasciende los tiempos.
En la Abadía de Westminster, ahí donde descansa Darwin, a unos metros de su tumba, yace sepultado también Isaac Newton, a quien debemos la apreciación de las características intrínsecas de la ley de la gravitación universal, como rotunda manifestación de la naturaleza. Al tomar conocimiento de estas nuevas ideas, Darwin y Newton, en un diálogo hipotético, aprovecharán los silencios de la impactante Abadía londinense para preguntarse mutuamente qué es lo que hicieron mal.
LA NACION