02 Nov Un pensamiento que forma, una forma que piensa
Por Gustavo Castagna
El cadáver expuesto para el espectador cuervo”. Así dice el epígrafe de una foto de la revista española de cine Dirigido por a propósito del asesinato de Pier Paolo Pasolini. El rostro y el cuerpo mutilados comprobaban las veces que había pasado por encima del artista el auto del joven amante nocturno del balneario de Ostia. El ritual sacrificial ya se había producido y más temprano que tarde el cuerpo de Pasolini sería exhibido como en una mala escena de terror gore del cine italiano.
Como los cuerpos sacrificados del cafisho de Accattone (1961), el hijo de Mamma Roma (1962), el voraz consumidor de ricota en el episodio de RoGoPaG (1963), el Cristo de El evangelio según San Mateo (1964) y los jóvenes humillados y torturados por el poder en Saló o los 120 días de Sodoma (1975), la muerte de Pasolini se preveía en aquella Italia de la recuperación económica y del consumo de la clase media que tanto aterraba al artista.
Un artista, efectivamente; no solo un director, un escritor, un autor teatral, un hombre político, un polemista permanente, un teórico de la imagen, un crítico de cine, un referente cultural. En todo caso, Pasolini fue (es) “un pensamiento que forma, una forma que piensa”, tal como expresa Godard en la serie de videos de Histoire(s) du Cinéma. Y también fue (es) una personalidad apabullante, molesta, incómoda para cualquier orden social con la excepción de sus adorados ragazzi de vita, esos jóvenes invadidos por la mirada homoerótica del artista, esos sobrevivientes del suburbio al que la ayuda económica de posguerra había pasado por alto.
Primero escritor y luego director, crítico del neorrealismo italiano más sentimental, de narrativa clásica en sus primeros títulos (Accattone, Mamma Roma) y críptico en forma y contenido en films posteriores como Porcile (1969), Teorema (1967) y Uccellacci e uccellini (1966) a través de raptos alegóricos que ya informaban sobre el futuro de Italia, o en todo caso, de una sociedad determinada por el triunfalismo posterior a la Segunda Guerra.
Pasolini hizo pocas películas pero las suficientes para manifestar su pensamiento, su utopía católico-marxista con el Cristo obrero muerto de hambre predicando los axiomas de Antonio Gramsci envueltos en las liturgias verbales del Nuevo Testamento. “La sociedad más analfabeta, la burguesía más ignorante de Europa” expresa Orson Welles en referencia a Italia, desde la piel del director de cine de La ricotta ante la azorada mirada de un simpático periodista. “Como marxista la muerte es un asunto que no tengo en cuenta”, dice el enorme Welles desde la palabra de Pasolini. “En mi película intento expresar mi más profundo y arcaico catolicismo”, se escucha en la misma escena. Pasolini pensando en voz alta, opinando sobre la sociedad italiana de hace medio siglo cuando aun ni se intuía el futuro monopolio gubernamental de Silvio Berlusconi ni el más cercano Mayo Francés al que el artista daría su adhesión con las reservas del caso. Es que Pasolini fue de la teoría a la práctica, pero reconociendo el terreno marginal, el de los acattos de lengua callejera y el de las chicas vírgenes protegidas por el uso de música sacra y religiosa.
Si la cúpula del Vaticano había tambaleado un poco con el ángel exterminador sexual y social encarnado por Terence Stamp en Teorema, la decisión de Pasolini de adaptar a Sófocles desde Edipo Rey (1967) y Eurípides con Medea (1970) actuaron como tenues remansos en medio de la provocación y la rabia ya instaladas. Pero vendría la “Trilogía de la Vida” con Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches, filmadas entre 1971 y 1974 y, junto a ellas, la repercusión comercial, los cuerpos desnudos, el Diablo encarnado por Franco Citti, el clown bailarín de Ninetto Davoli, los planos detalles de penes y vaginas, los sonidos de flatulencias y hasta un infierno dantesco con frailes escupidos por el culo de Satanás. Pero Pasolini no estaba de humor y abjura de la Trilogía. Y llegaría Saló, su film más prolijo y cuidado desde lo formal con su perfección en los encuadres y su simetría de planos. Todo ello, narrado en medio de la repugnancia, las torturas y las extirpaciones de genitales de los jóvenes vírgenes. El Poder le gana a la Historia y Pasolini se mete en una cámara de horrores de alegoría dantesca para contar el fin de una época. Como si se hubiera encarnado en Visconti pero filmando desde adentro de un inodoro, Saló es el desenlace de ese pensamiento que ya tenía los días contados que anunciaban el sacrificio final. Hace tiempo, comentaba a los alumnos durante una clase que en menos de tres años (1974/1977) aquel cine de autor empezaba a desaparecer con las muertes de Rossellini, De Sica y Visconti. Una alumna, en cambio, comentó que el ocaso de esa época irrepetible había comenzado antes, con el asesinato nunca aclarado de Pasolini. Solo necesité algunos segundos para responderle y decirle que tenía razón.
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