21 Nov “Somos más bien de etiqueta fácil: si no eres mi amigo, eres mi enemigo”
Por Laura Ventura
Desde el segundo piso del tren se ven los picos nevados de las sierras que abrazan la ciudad. A pocos kilómetros de la estación, por un camino zigzagueante, el gris de la autopista que corre paralela a las vías se esfuma y aparece la paz y el verde de un barrio privado. En ese silencio, lejos de la contaminación y el ajetreo de la urbe, se invocan voces de todos los siglos y se escriben renglones con la paciencia y el oxígeno que da la experiencia y el oficio. Marinero y miembro de la Real Academia Española, Arturo Pérez-Reverte construyó allí su taller, como elige llamar a su refugio, ese lugar donde amarra su alma cada vez que se sumerge en el proceso de escritura.
Hombre celoso de su intimidad -en las entrevistas y también en sus ficciones-, la descripción de su hogar se omite adrede, aunque aparece una duda: ¿es ésa una construcción que alberga un conjunto de muebles y objetos o, por el contrario, es ese elemento invaluable en torno al cual y en cuya órbita se sostienen esos muros? Pareciera ser que la segunda opción es la correcta. Sin ostentación ni vanidad, abre las puertas de ese tesoro que se extiende por distintas salas y niveles: su biblioteca de más de treinta mil volúmenes. Si un perro se asemeja a su amo, una biblioteca es el espejo de su lector. Para este orfebre, el orden de ese acervo analógico de sabiduría, la clasificación y la certeza del sitio que cada libro ocupa son la clave de la arquitectura de sus novelas; el cemento, las largas jornadas de trabajo. Es allí donde este hombre curtido por las esquirlas de la guerra, escenario que cubrió como corresponsal durante veintiún años, y por el sol de altamar se recluye para crear. “Una biblioteca no es algo por leer, sino una compañía. Un remedio y un consuelo”, dice un personaje de Hombres buenos, su última novela, pero bien le podría pertenecer la frase al mismo Pérez-Reverte. El autor español, que goza en simultáneo y en vida de un doble privilegio: el de ser uno de los escritores más prestigiosos y leídos de su tiempo, se mueve como pez en el agua en su dominio. El anfitrión sirve café en una bandeja y se convierte en una excepción al axioma que sostiene que no hay peor persona para entrevistar que un periodista.
Dos miembros de la Real Academia Española, a fines del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, parten hacia París para conseguir los veintiocho tomos de la primera edición de la Encyclopédie, ou dictionaire raisonné (publicada entre 1751 y 1772), de D’Alambert y Diderot, condenada por la Iglesia, proscrita por muchas casas reales europeas y prohibida no sólo en España sino también en Francia. Estos hombres calificados como buenos, adjetivo que condensa su integridad, honor y su pertenencia al mundo de la cultura, deberán cumplir este propósito sorteando vastos peligros y obstáculos. “Es una aventura de libros y de amistad, pero amistad entre hombres nobles”, resume Pérez-Reverte. Dos posiciones antagónicas, como son la fe y la razón, o la espiritualidad y el pragmatismo, no sólo conviven en armonía sino que además dialogan con respeto. Hermógenes Molina, bibliotecario de la célebre institución, religioso y viudo, por un lado, y el almirante Pedro Zárate, por el otro, autor del Diccionario de marina, elegante, científico, cartesiano, ateo, un heroico sobreviviente de una batalla que le dejó una cicatriz en el rostro, son los héroes de este relato, con su cúmulo de virtudes, pero también con toda su humanidad a cuestas.
“Partiendo de una posición determinada en el tablero, reconstruir la partida hacia atrás para comprobar cómo se llegó a esa situación”, escribe Pérez-Reverte en La tabla de Flandes, donde acude al ajedrez para buscar un modo posible de comprender la realidad y el presente, a través de un estudio de la evolución del pasado.
-En Hombres buenos vuelve al análisis retrospectivo, es decir, para entender el siglo XXI partió del XVIII. ¿Es así?
-Sí, esta novela, como La tabla de Flandes, es un análisis retrospectivo. Nunca ha sido posible entender el presente sin el pasado. Justamente en esta biblioteca que ves, más de la mitad son libros de historia, porque la historia es la memoria y lo que nos permite comprender. Sin memoria, somos analfabetos a merced del primero que llega y nos manipula. Muchas de mis novelas son históricas, no todas, pero buena parte de ellas, y la historia es un elemento para comentar el presente. Siempre estoy hablando de ahora, aunque hable del siglo XVII, XVIII o XIX. Es una forma de iluminar el presente.
-¿De qué modo repercute este siglo XVIII en América?
-Muchísimo. Como ocurrió en España, estas ideas [del Iluminismo] no cambiaron para bien. Lo que tendría que haber sido una revolución para liberar de verdad a los pueblos americanos no sirvió más que para que una clase se hiciera con el poder y lo mantuviera sobre América. Nunca ha habido allí una revolución sino un cambio de poder, de los españoles a los criollos, y de los criollos a los que fueron sucediendo. La historia de América, como la de España, es una triste historia de posibilidades frustradas. Y también son historias de incultura. Antes teníamos excusa, antes el pueblo era inculto porque no tenía más remedio ni medios para ser culto. Entre el trono, el altar y los poderes nos mantenían analfabetos, esclavizados y sin criterio político. Ahora hay Internet, hay periódicos, la educación es obligatoria. Ahora, el que se pone a ver la televisión y ve un culebrón o el que coge un diario deportivo y no un libro es porque quiere. Hoy el analfabeto es quien quiere serlo. Cuando ves eso, pierdes la compasión.
-Por momentos parece que brinda una visión desesperanzada del mundo, pero luego aparece en el texto el diálogo posible entre posiciones antagónicas.
-Hay un mal que es muy de nuestros días y allí he apuntado. Primero, es un siglo de fanatismos y radicalismos que están viéndose en todo el mundo. Segundo, el ser humano suele ser radical. A menudo cuando hablamos con otros no estamos escuchando, sino esperando que termine para colocar nuestro argumento sin esperar a que termine de formular el suyo. Es algo muy español y muy latino, e incluyo a la Argentina en la franja esa. Somos muy malos discutiendo, razonando, dialogando, somos más bien de etiqueta fácil: si no eres mi amigo, eres mi enemigo; si estás de acuerdo con mi enemigo, eres mi enemigo. Esa falta de diálogo, esos dos monólogos superpuestos uno al otro, nos ha llevado a lugares muy oscuros, callejones, tanto en España como en la Argentina. Esta novela intenta demostrar que cuando hay un territorio noble que se llama cultura, en que seres humanos nobles se encuentran, es posible que personas de muy diferentes ideologías y temperamentos se lleven bien y lleguen incluso a ser amigos.
-Los llamados hombres buenos.
-Sí. Pero deben ser nobles. Cuando espíritus nobles hacen un recorrido juntos a lo largo de un territorio hostil, los percances los hacen comprenderse y conocerse. Este libro es sobre todo un manual para encontrar la bondad en los otros. Soy muy pesimista por razones históricas y personales. He vivido en países en guerra y he leído libros, veo y tengo ya una edad para ver las cosas? No tengo un buen concepto del ser humano, pero esta novela me ha obligado a un ejercicio de buena voluntad, a buscar aquellas cosas que unen más a los hombres que aquellas que los separan. En esa indagación me he sorprendido de ver las cosas buenas, la parte luminosa del hombre, que uno encuentra cuando uno busca. Fue un ejercicio de iluminación personal, con esta novela me he sentido mejor, la he terminado sonriendo. Ha sido terapéuticamente útil, analgésico y estimulante.
-A diferencia quizá de Alatriste, que ya desde el título invoca otra sensación.
-Sí, sí? es un personaje oscuro, turbio. Alatriste es un lugar sin esperanza. Es un buen contraste. Es un mercenario al que la vida lo ha despojado de todas las letras mayúsculas de las palabras importantes, a las que escribe con minúscula, excepto Dignidad y Lealtad para los amigos. No se hace ilusiones ni sobre sí mismo. Mientras que los personajes de Hombres buenos son luminosos y alegres.
-Aparece en la novela, a modo de espejo, otro par de personajes, como dobles paródicos, dos hombres malos en los que, en lugar de amistad pura, aparece la rivalidad.
-Sí, pero no es un contraste maniqueo. No son ni dos buenos-buenos ni dos malos-malos. Los malos también tienen sus razones y cuando dialogan entre ellos tienen sus matices. No son malos compactos, porque uno tiene sus intereses, sus ambiciones, sus vanidades. Hay algo que es evidente: los radicalismos siempre se complementan uno a otro. El radical de izquierda y el de derecha se necesitan, porque cada uno necesita agitar el fantasma, la amenaza del otro. Hay una escena donde están caminando y por el suelo van sus sombras enemigas y cómplices, al mismo tiempo. Me interesaba mucho señalar que frente a la parte luminosa de los hombres buenos, capaces de dialogar, comprenderse, amarse y serse leales en esa aventura común que es la de los libros y la cultura, también hay complicidades en el otro extremo del arco y ésas son las peores.
Pérez-Reverte camina por su biblioteca mientras señala el templo reservado para los libros de historia; otro lugar donde encallan los tomos de navegación; el sector donde se exponen los clásicos de la literatura griega y latina; sus estantes cervantinos, próximos a un mosaico con una cita del Príncipe de las Letras que invoca la Cartagena natal de Pérez-Reverte; y también hay un espacio reservado para escritores argentinos. Allí conviven una extensa colección de libros de Jorge Luis Borges, ediciones de Adolfo Bioy Casares, Victoria Ocampo, Manuel Mujica Lainez, Manuel Puig y, entre ellos, un autor por quien siente especial cariño: Roberto Arlt. Confiesa que uno de sus personajes de Hombres buenos se inspiró en el universo de seres marginales, torturados y esperpénticos de Los siete locos.
No sólo de papel, cuero y tinta están hechos los libros. Así como a Corso, en El club Dumas, o a los académicos de Hombres buenos determinados textos los conducen a un territorio peligroso, lejos de la ficción y cerca del lector hay relatos y obras caústicas. Señala Pérez-Reverte una edición de Sistema de la naturaleza, del Barón Holbach, a quien cita en su flamante novela (“Es a la física y a la experiencia a las que debe recurrir el hombre”), esas páginas que tuvieron un impacto brutal en la formación del autor.
-Aparece a menudo en sus novelas la idea del libro como un objeto peligroso.
-El libro a veces hace de aspirina, y otras, de veneno. Hay libros que te dan una lucidez que no querrías tener. No siempre es bueno saber las cosas que uno sabe. Es como la guerra: aprendí cosas que preferiría no saber. Quizá amaría más al género humano, si no hubiese vivido veintiún años en países en guerra. Con los libros pasa igual. A veces es mejor ser inocente y no conocer algunos de los secretos que tiene el corazón. El libro es un arma de doble filo: puede salvarte y condenarte, puede llevarte a la esperanza o la desesperanza. Ésa es la magia del libro. Por eso es tan importante que el lector esté preparado para leer. No cualquiera puede leer cualquier libro, asombrosamente, aunque la gente cree que sí. Hay un proceso lector. Y un lector debe formarse desde niño, por eso hacen falta buenos maestros que vayan enseñando a leer en cada momento, para que cuando el lector llegue a los libros que te cambian la vida y la cabeza (aquellos que te pueden demoler certezas, amores, lealtades, tronos, religiones, dioses, héroes), esté lo bastante “vitaminado” para poderlo encajar sin que eso lo destruya o lo perturbe. Ese libro de Holbach es fundamental. Lo lees a los dieciocho años y dejas de creer en todo.
-O quizá no se entiende a esa edad.
-Es como la pornografía. Le pones una película pornográfica a un chico de dieciséis años y cree que el sexo es eso e intentará hacer eso con su novia y será un desastre, porque eso no es el sexo. Si ya es adulto, ya entiende que eso es una visión determinada, comercial y estimulante del sexo. Con los libros pasa lo mismo. A menudo es necesario conocer las instrucciones de uso y para eso hace falta toda una vida.
-¿Cuál fue ese primer libro que lo marcó a fuego?
-No fue uno. Me crié en una casa con una biblioteca bastante grande y de pequeño usaba los libros para hacer barricadas y jugar con mis hermanos y mis primos. Ahí empecé a leer, miraba las estampas de los libros [señala La leyenda del Cid, que perteneció a su abuelo, con esas ilustraciones de luchas contra los moros que lo cautivaban cuando era un niño]. El momento decisivo fue cuando hice la primera comunión, a los ocho años. Mi madre, una mujer inteligente y lectora, pidió a los amigos de la familia que no me regalaran, como se acostumbraba, el reloj de pulsera o el rosario, sino libros. Entonces me encontré con muchos libros y empecé a leer de forma seria y sistemática. La isla del tesoro, Robinson Crusoe, Sandokán, Fenimore Cooper, Dickens… a esa edad empecé a armar mi biblioteca.
A Cala, su madre, le debe esa catapulta intelectual y, posiblemente, esa visión tan particular del universo femenino, que sus lectoras adoran. Pérez-Reverte es también un gran seductor y su arma y estocada es la confección de heroínas poderosas y brillantes, como Julia Darro, en La tabla de Flandes; Teresa Mendoza, en La Reina del Sur, o Mecha Inzunza, en El tango de la Guardia Vieja. “Una mujer nunca es sólo una mujer. Es también, y sobre todo, los hombres que tuvo, que tiene y que podría tener. Ninguna se explica sin ellos… Y quien accede a ese registro posee la clave de la caja fuerte. El resorte de sus secretos”, aprende el protagonista de esta última novela.
-Vuelve a aparecer, a través de Madame Dancenis, un personaje femenino dueño de una inteligencia única.
-Es un tipo de mujer la que me interesa particularmente para las novelas: esa mujer que tiene una lucidez especial. Es algo muy de mujer, hasta las tontas la tienen, lo que pasa es que no lo saben, y las listas, sí. La mujer tiene una mirada, por razones de tipo genético, biológico, histórico, social y una perspicacia de la que el hombre carece. El hombre tiene que hacerse una biografía; la mujer viene con la biografía ya hecha. Esa lucidez que admiro mucho y desarrollo, estudio y trabajo en mis novelas, aquí está en Madame Dancenis. Llevé mi mirada al siglo XVIII, a esos salones donde las mujeres de clase alta reunían a la sociedad, participaban de tertulias filosóficas, ayudaban a pensadores, músicos, filósofos. Son las mujeres que pasaron a la historia como mecenas y foco cultural de su tiempo. A ellas las he resumido en una sola.
-Estos hombres buenos son peligrosos: “Sólo hay algo a lo que los hombres con cargos públicos, del rey al ministro, temen más que la educación de sus súbditos: la pluma de los buenos escritores”, dice uno de sus personajes.
-Y si ocurriese en el futuro, se podría agregar en ese grupo a los periodistas valientes. Eso en la Argentina y en España lo sabemos muy bien. A veces se pagan precios muy altos. Cuando empecé, tenía dieciséis años y quería ser periodista e iba a un periódico de Murcia, La verdad, a hacer colaboraciones. Un día me mandan a entrevistar al alcalde de Cartagena. Le dije que me daba miedo hacerlo mal, que era un chaval? Y ese periodista me dijo: “Mira, cuando lleves un bloc y un bolígrafo, el único que tiene que tenerte miedo es el alcalde a ti”.
“Ya no soy reportero. Ahora me lo invento todo y no bajo de las cuatrocientas páginas”, dice el narrador de La Reina del Sur, donde Pérez-Reverte vuelve a jugar ese juego cervantino y metaliterario de aparentar cruzar el umbral de la realidad a la ficción y simular ser un personaje. Este “truco” como él llama a este procedimiento, también se evidencia en el narrador de Hombres buenos.
-Habla de un ejercicio fascinante, recorrer lugares que luego aparecen en la novela, con un narrador muy parecido a usted?
-Vamos a ser honrados. No intento en ningún momento desnudar mi corazón como novelista. Eso es cosa mía, no le interesa a nadie. Lo que importa es esto, el producto de mi trabajo, de mi esfuerzo, del talento que pueda tener [golpea el libro y señala el rincón donde escribe a diario]. Es un artefacto narrativo, donde hasta lo que parece verdad es ficción. Esta novela iba a ser lineal, pero me di cuenta de que un viaje largo como el que emprenden los personajes tenía tiempos muertos, momentos de tedio que al lector lo iban a aburrir. Para romper eso decidí utilizar al narrador y de esa manera poder hacer elipsis, saltos, comentarios, meter falsificaciones, guiños. Lo que cuento del narrador es mentira. Hay personajes reales [Javier Marías, Gregorio Salvador, Francisco Rico, etcétera], amigos míos, pero es mentira que hablé con ellos. Hasta los libros que digo que son míos tampoco lo son. Hay que entender que es una ficción con visos de realidad para que el lector quede más enredado en la trama, que es de lo que se trata.
Artesano y restaurador del lenguaje castellano, experto en mapas y en encontrar coordenadas precisas en un océano de voces, el escritor realiza un minucioso trabajo para traer del modo más fidedigno posible, en pleno siglo XXI, esos sistemas expresivos de todos los tiempos. En 2003, cuando ingresaba en la RAE, agradecía a “ilustres miembros, a la mayor parte de los cuales no conocía sino por su prestigio, trabajo y magisterio”, y segundos después pronunciaba un discurso sobre el habla en el siglo XVII. Conservador y rebelde a la vez, en sus novelas los pronombres demostrativos [este, ese, esa, etc.] llevan tildes. Es decir, todo un acto de resistencia a las recientes normas de la RAE, a pesar de que quizá sea Pérez-Reverte la pluma y el rostro más conocido de esa institución en Hispanoamérica: “Mis editores tienen instrucciones de respetar la ortografía antigua clásica”.
-¿Cómo es su tarea de académico?
-En la Academia hay dos grandes sectores. Los teóricos de la lengua, aquéllos para quienes un folleto farmacéutico tiene tanto peso lingüístico como las obras de García Márquez, y luego aquellos que creemos que la teoría de la lengua está muy bien, pero que hay un aspecto práctico que no tiene que ver con la teoría. “Sólo me siento solo cuando estoy solo y tomo café sólo” [ejemplifica marcando con su índice las tildes mientras pronuncia los adverbios y adjetivos]. Entiendo todo el planteamiento teórico, pero si quiero que un lector me lea en el subte, quiero que me entienda. Como mi misión es que mis ideas queden claras, necesito la tilde. Tenemos discusiones muy divertidas, pero entre caballeros y con educación.
Con el mismo entusiasmo con el que puede contar una escena de espadachines, narra los hechos y los bandos que defendieron y rechazaron la remodelación de la Ortografía en 2010, aquel códice y manual que unifica los criterios de todos los usuarios del idioma español. “Los novelistas en bloque nos opusimos: Vargas Llosa, Marías, Luis Mateo Diez, Merino, Puértolas y yo. Pero jugaron sucio. Votamos en la Academia que se mantuvieran las tildes y el lingüista que fue al Congreso hizo caso omiso del voto y nos traicionó. Nunca diré quién fue.”
Novelista de pura cepa, asegura que no le interesa convertirse en dramaturgo. “Mis diálogos son teatrales, pero el teatro como arte escénica no me interesa demasiado.” Sí le interesa, y como espectador, el mundo de las series, a las que se refiere a menudo en su cuenta de Twitter, allí donde despabila la melancolía de los domingos por la tarde.
-¿Considera las series una especie de folletín moderno?
-Sin duda. Pero matizando, hay niveles. El folletín antiguo se lo lleva el culebrón, más que la serie. El heredero directo de los autores populares, como Balzac, Dumas o Dickens, es la telenovela de capítulo, ésa de la huerfanita que queda embarazada. Y después están las series de televisión que ya tienen un corte más elitista, el folletón culto, para un público más especializado, más exigente, con más paladar, con argumentos, personajes y tramas como True Detective, The Bridge, Roma, Los Soprano o Mad Men.
En ese universo de cartas de navegación y de bucear en aguas de otro siglo, Pérez-Reverte anticipa un pronóstico azabache para el mundo de la literatura: “Creo que buena parte del talento creativo en este momento está refugiado en las series de televisión de elite. Si hoy fuera un joven escritor, en vistas del negro futuro que espera a la literatura escrita y en papel (porque creo que esto se va a acabar y le queda poco futuro), elegiría uno de estos dos caminos: hacer guiones para videojuegos o ser guionista de TV”. Caballero de otro siglo, en los modos y en la elegancia, Pérez-Reverte lleva dos celulares consigo, de esos considerados no inteligentes o anacrónicos.
-¿Por qué augura el fin de la literatura?
-Porque el mundo ha cambiado. Antes veías en el subte, el autobús o en la cola del médico gente leyendo, pero ahora no, están todos mandando mails, wasaps, mensajes. Esa hora y media de ocio que el usuario razonablemente culto dedicaba a leer para entretenerse, ahora la usa para responder correos. Hasta los que somos lectores habituales leemos menos tiempo. Sospecho que a medida que pase el tiempo, esto irá a más. No es que se lea por otros medios, sino que se está dejando de leer.
-También los escritores leen menos y es peor su formación.
-Sí. Han visto mucha televisión, mucho cine, pero no han leído. Me ha ocurrido hablar con escritores jóvenes y al conversar con ellos les recomendaba leer El buen soldado, o El americano impasible, o Crimen y castigo, o La Regenta, o El gatopardo, o Los idus de marzo, o El sueño de los héroes y nos los conocían. Te das cuenta de que existe un distanciamiento de las herramientas básicas. Nadie que sea escritor occidental puede ser escritor si no ha pasado una serie de exámenes, no académicos sino personales, y eso significa Conrad, Dostoievski, Tolstoi, Galdós, Borges, Bioy Casares, Rulfo, García Márquez, Stendhal, Balzac, Dickens…
Hay un solo espacio de su biblioteca -el más cercano a su escritorio- que Pérez-Reverte ruega no espiar. Es allí donde el despacho se convierte en taller de modo nítido, allí donde almacena cal, martillos y palas, o el material y los libros de consulta para su próxima novela, de la cual no quiere dar pistas. Son estantes temporales, dinámicos, que se irán poblando a medida que al autor le surjan necesidades específicas, y donde colocará al alcance de sus manos las herramientas indispensables para trasladar al papel un mundo que ya tiene en su cabeza.
En un rincón de su biblioteca descansa una kaláshnikov. Pérez-Reverte la toma para enseñar de cerca, con sumo cuidado y respeto, como a esas reliquias que invocan un pasado doloroso del cual se tuvo el raro privilegio de ser testigo. “Si no muere antes o logra salirse a tiempo, un reportero jubilado es como un marino viejo: todo el día apoyado en la ventana, recordando”, dice Muñoz, el protagonista de Territorio comanche, una novela sobre dos corresponsales de guerra [llevada al cine, en una versión muy libre, con Imanol Arias].
-¿Siente nostalgia de su época como periodista?
-No. Me salí cuando me tenía que salir. Todavía sueño con la guerra. Me despierto y estoy ahí, en Beirut o Sarajevo, en Eritrea o en la guerra de las Malvinas, porque estuve seis meses en la Argentina. De lo que tengo nostalgia es de mi juventud. Era un reportero y vivía esa vida con veintipocos años y era apasionante? Te meneas en los bares, los burdeles, conoces amigos, chicas guapas, te emborrachas, la adrenalina?Tengo 63 años y envejezco. Me siento muy lejos del reportero que fui. Qué lejos estoy de aquel chico, pero tengo el mar.
-Su lugar en el mundo.
-Es lo que me devuelve la estimación, el desafío, la adrenalina, la emoción, la tensión, la vigilancia, lo que me hace recordar que no soy un escritor sentado en una butaca, que soy un tipo que sigue vivo. El mar es todavía un sitio que te exige muchas cosas. Ahí recupero de nuevo las cosas que a veces pienso que pude haber perdido. Soy capitán de yate y estoy más orgulloso de ese título que de el de académico, me costó mucho obtenerlo, porque soy de Letras, pero lo conseguí. El mar es el lugar del que vengo, nací junto al Mediterráneo, al que regreso, y donde me gustaría acabar.
Pérez-Reverte se ofrece a llamar al servicio de taxis, y mientras llega el móvil, conduce por otra escalera al visitante para enseñar orgulloso a sus tres perros, o quizá para cerciorarse de que estén bien. Las arrugas le invaden la cara a este hombre bueno -valiente, defensor de la cultura y gran amigo de sus amigos- cuando los saluda con una amplia sonrisa. La conversación deriva en otros temas y el anfitrión despide en la puerta a la visita con consejos profesionales y otros universales: “La dignidad no se puede comprar, por eso es la virtud que más defiendo. Y si hay algo mejor que eso, la mejor combinación que puede existir, es la de un hombre digno con un perro leal”.
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