07 Nov Picasso celebrado como escultor y genio de los objetos.
Por Roberta Smith
Muchas exposiciones son buenas, algunas son maravillosas y muy pocas son equivalentes a obras de arte por derecho propio: por su claridad, su lirismo y su sabiduría.
La sorprendente Esculturas de Picasso del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) pertenece a la tercera categoría. Extensa, ambiciosa e inevitable, es un acontecimiento que se da una vez en la vida. A lo largo de once grandes espacios del museo, rastrea las incursiones de este coloso de la pintura del siglo XX con las que modificó el género. Cada periodo duró unos pocos años y fue diferente del anterior, y a cada uno se le otorgó, aproximadamente, su propia galería.
Con una excepción espectacular –la voluptuosa figura de plomo de Marie-Thérèse Walter–, las mujeres de la vida de Picasso no anuncian cambios estilísticos como en los lienzos. En las esculturas, son los materiales los que se convierten en su inspiración.
La muestra, que abrió ayer, reúne aproximadamente 140 esculturas hechas entre 1902 y 1964. Comprende al menos diez medios diferentes –madera, yeso, metal laminado, arcilla, cantos rodados de playa– y, ensamblados, todo tipo de objetos encontrados. Hay obras que abarcan proyectos relacionados entre sí que nunca se habían visto juntos fuera del taller de Picasso.
Las dos reuniones más imponentes son el conjunto completo de las seis esculturas de 1914 Vaso de ajenjo, unas encantadoras piecitas de bronce pintado; y las cinco cabezas monumentales de yeso blanco de Marie-Thérèse.
Picasso era más él mismo en tres dimensiones: un mago, un genio acumulador de objetos, un animador cómico. Sus dotes –versatilidad, voracidad, necesidad de reinvención– se hacen más visibles en los materiales tangibles. Es imposible pasar por alto su absoluto dominio del potencial de objetos y materiales encontrados para llevar una doble vida. Unos tornillos pueden ser las piernas de una chica que lee. Una canilla puede ser la cresta de una grulla cuyo cuerpo y cola antes fueron una pala.
Con la excepción del bronce fundido, que no parece haberle interesado mucho, Picasso nunca se topó con un material que no pudiera a la vez subyugar, exaltar o transformar ni tropezó con una idea de otro arte –antiguo o contemporáneo– que no pudiera usar. No hay movimiento desperdiciado, ni un grano de materia de más.
El movimiento constante de Picasso es más evidente, y quizá más fructífero, en la escultura. En la primera galería, que abarca de 1902 a 1909, lo vemos como un competente esclavo de Gauguin en la versión de arcilla no cocida de una anciana sentada. Pronto llegan los cimbronazos de la escultura ibérica y africana, evidenciados en un pequeño y temible ídolo de madera, tallado de lo que fuera la pata de una mesa. Sus furiosos ojos negros son cabezas de tornillos.
La espaciosa instalación de la muestra sugiere que un exceso de obras en exposición puede hacer que la gente mire menos, porque se mueve más rápido y sin prestar tanta atención. Si en adelante los curadores del MoMA pueden reinstalar menos obras, los visitantes podrían tener más oportunidad de convertirse en verdaderos amantes del arte en lugar de turistas del arte con smartphones.