08 Nov La inmortalidad según Henrietta Lacks
Por Nora Bär
Por un día de hace más de treinta años, cuando comenzaba a devorar notas sobre el cosmos y el mundo submarino, las curiosidades de la biología y los rompecabezas de la física subatómica, y la vida de matemáticos y científicos brillantes, todo maravillosamente contado en revistas como Discover, La Recherche y Scientific American, me topé con una historia increíble firmada por Michael Gold en Science 81.
Se trataba de un episodio digno del cine de suspenso. En el invierno nórdico de 1973, un alto funcionario del Instituto Nacional del Cáncer de los Estados Unidos había volado de Washington a Oakland, California, llevando en su maletín cinco frascos de plástico en los que crecían células tumorales vivas. Presuntamente, provenían de pacientes de la Unión Soviética y habían sido entregadas a científicos norteamericanos que estudiaban el cáncer. El hombre de Washington se las había dado a Walter Nelson-Rees, encargado del banco de células de la Universidad de California en Berkeley, con la indicación de que no las enviara a colegas ni las usara en sus experimentos.
Pero Nelson-Rees era extremadamente meticuloso. Cuando unos días después decidió asegurarse de que las misteriosas células eran lo que se suponía que debían ser, quedó estupefacto: no provenían de cinco diferentes pacientes rusos, sino que coincidían perfectamente con las de una mujer negra de Baltimore, muerta 22 años antes. Su nombre era Henrietta Lacks.
La historia de esas células indomables, que se hicieron célebres por su nombre en código (HeLa) y el de la joven de la que se habían obtenido fueron luego el tema del libro magistral de Rebecca Skloot, The Immortal Life of Henrietta Lacks (Crown, 2010).
Corría 1951, cuando una joven de 31 años, descendiente de esclavos y madre de cinco hijos (el primero lo tuvo a los 14), llegó al hospital Johns Hopkins con una lesión en el cuello del útero. Los médicos le removieron parte del tejido maligno y lo enviaron al laboratorio del doctor George Gey y su mujer, Margaret, que hacía tres décadas venían fracasando en su intento de cultivar células humanas fuera del cuerpo.
Consumida por un tumor intratable, ocho meses después Henrietta había muerto. Pero ante la incredulidad de los científicos, sus células seguían reproduciéndose sin parar, creando una nueva generación cada 24 horas. Es más: eran tan fáciles de cultivar que se diseminaron por todas partes. Empezaron a aparecer en decenas de laboratorios, donde crecían con un ímpetu mitológico, 20 veces más rápido que células normales. Viajaban en instrumentos mal esterilizados, en gotitas diminutas, en las pipetas que se usaban para hacer experimentos y, al menor descuido, reemplazaban otros cultivos. Nelson-Rees las persiguió sin tregua para preservar la autenticidad de las líneas celulares.
Por su parte, Gey, orgulloso de su hallazgo, solía llevarlas en tubos de ensayo que transportaba en el bolsillo de su camisa, y las regalaba cuando iba a congresos, pero luego comenzaron a comerciarse y a emplearse en todo tipo de experimentos. “Las células HeLa fueron compradas, vendidas, empaquetadas, y enviadas por barco y avión a todo el mundo -escribe Skloot-. Viajaron en las primeras misiones espaciales para averiguar qué pasa con las células humanas en ausencia de gravedad. E hicieron posibles los más importantes avances médicos.” Se usaron para reproducir el virus de la polio, desarrollar fármacos contra el herpes, la leucemia, la influenza, la hemofilia y la enfermedad de Parkinson, y para estudiar la longevidad humana. Al momento de publicación del libro de Skloot, se calculaba que con ellas se habían hecho experimentos que dieron pie a más de 60.000 artículos científicos.
Aunque Henrietta murió, todavía crecen en los laboratorios millones de sus células. Muchas más de las que produjo su organismo. Hay quienes estiman que si uno pudiera apilar todas las células HeLa alguna vez cultivadas en una balanza, pesarían más de 50 millones de toneladas.
Como sea, en estos días de eclipses sangrantes y descubrimientos marcianos, no viene mal evocar a una joven anónima y a otros como ella que, pese a las cartas poco afortunadas que les depara el póquer de la vida, muchas veces se retiran silenciosamente del escenario dejando contribuciones fundamentales para quienes venimos detrás.
LA NACION