Henning Mankell: maestro de la novela negra y narrador de su soledad

Henning Mankell: maestro de la novela negra y narrador de su soledad

Por Martín De Ambrosio
Tres cosas marcaron la vida de Henning Mankell: su detective Kurt Wallander, su vida africana como director del Teatro Avenida de Maputo (Mozambique) y una soledad rotunda e imperturbable, apenas matizada, “una soledad inmensa que nada enturbiaba”, como escribiera.
El escritor sueco, nacido en Estocolmo, pero criado en un campo a 360 kilómetros de la capital, murió ayer a los 67 años, mientras dormía en Gotemburgo, víctima de un cáncer de pulmón con metástasis en la nuca.
Justamente su enfermedad, de la que se enteró en diciembre de 2013 (ese dolor no era tortícolis), es la que mueve el relato autobiográfico Arenas movedizas, publicado en español el mes pasado en el que desapasionadamente el tumor funciona como aquella magdalena de Proust y despierta memorias no siempre tristes.
La maquinaria narrativa que fue Mankell (unas cuarenta novelas, obras de teatro y ensayos) tuvo su pico de popularidad con la creación del inspector Wallander, un personaje algo agrio y hermético, aunque noble, llevado a la pantalla por la BBC (encarnado por Kenneth Branagh) y por la TV sueca (en la piel de Krister Henriksson).
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Mankell decía que su inspector no tenía nada que ver con él, y en ocasiones lo mostró algo racista para hacerlo contrastar con su propio pensamiento, más bien de causas izquierdistas (se ha pronunciado por los olvidados del mundo, África y Palestina, de donde fue deportado por las autoridades de Israel).
Pero lo cierto es que no es absurdo pensar a Wallander como una especie de álter ego, que fracasa con su matrimonio y con su hija, y sin abundancia de amistades o incluso contactos. Mankell mismo se casó cuatro veces, la última con Eva Bergman (hija del director de cine), y fue padre de Jon.
Se ha dicho que la manera en que están resueltos los crímenes y la relación de la policía con ellos muestran el lado oculto de la sociedad nórdica, muchas veces citada imaginariamente como una suerte de utópico capitalismo amigable y con bienestar general.
Pero decir que los casos policiales son en realidad una excusa para contar qué pasa en la sociedad que los produce en realidad no es decir mucho: todos los policiales son sociológicos, como resulta evidente en la Cuba de Mario Conde (el inspector de Leonardo Padura), en la Grecia de Jaritos (el inspector de Petros Márkaris) o en las novelas policiales de los argentinos Sergio Olguín y Claudia Piñeiro, por citar sólo dos ejemplos conspicuos.
En todo caso, obras como Asesinos sin rostro, Huesos en el jardín y El retorno del profesor de baile puntualizaron crisis endémicas de la Europa actual, como la de la dupla inmigración-racismo, o la herencia de la Segunda Guerra Mundial, además de una perenne melancolía porque el mundo es un lugar frío y vano, y tanto penar para morirse uno.
Wallander y el éxito mundial (millones de ejemplares vendidos en el mundo; cientos de miles en la Argentina; traducciones a 40 idiomas) aparecieron de manera relativamente tardía en la vida de Mankell, en 1991, cuando tenía ya 43 años y varias obras de teatro escritas.
Pero antes había aparecido en su camino África y hacia allí fue su pasión por el teatro, que canalizó en Maputo desde 1986. “Quería ver el mundo desde fuera de la perspectiva eurocéntrica. Pude haber elegido Asia o América del Sur; terminé en África porque el viaje en avión era más barato”, escribió en 2011 en el New York Times. Vivía al menos seis meses en la capital de Mozambique y el resto del año en su país natal.
La manera en que retrata los pesares del continente con una sensibilidad y hasta con cierta culpa de hombre blanco se ve en obras maestras como El chino, El hijo del viento o Tea-Bag. La primera vez que fue a ese continente había sido una década atrás. Pero su compulsión a los viajes literarios se remontaba a su adolescencia, cuando a los 16 quiso ser como Joseph Conrad y se enroló como marinero, profesión que abandonó antes de los 20.
Tres años más tarde ya había escrito su primera obra de teatro cuya puesta en escena lo llevó por toda Suecia. Y así hasta que África redujo sus viajes a las presentaciones y giras promocionales de su obra. La historia de sus años africanos y cómo era visto por colegas y actores mozambiqueños todavía está por contarse.
Sí se sabe -lo contó el premio Nobel de la Paz Desmond Tutu en Moriré, pero mi memoria sobrevivirá- que cuando las inundaciones devastaron la zona en 2000 unió su reclamo a Médicos sin Fronteras por la escasa o nula ayuda de los países desarrollados.
“Los medios (occidentales) están acostumbrados a mostrar cómo mueren los africanos, no cómo viven”, dijo Mankell varias veces en su última visita a Buenos Aires, en 2009.
Justamente en la capital argentina mostró parte del tercer vértice de su vida y obra. Pese a cumplir al pie con todos los compromisos concertados por la editorial que editó casi toda su obra traducida al español (Tusquets), pidió tardes enteras para pasear en soledad, por las calles de la ciudad tanto como por la Feria del Libro, y hasta quiso comprar algunas de sus propias novelas, ante el desconcierto de sus editores locales que preferían regalárselas a manera de lógico agasajo.
De sus tercos paseos solitarios por Buenos Aires (rechazó toda compañía y no quiso taxis a disposición, sólo caminar anónimamente) quedaron algunas páginas de Arenas movedizas en las que se lamenta por las familias que viven a la intemperie en las calles céntricas.
“Yo iba cruzando los salones y los dormitorios de todos ellos. Fue una experiencia dolorosa”, anotó el autor sueco. En esas páginas también cuenta el impacto que le produjo ver cuatro parejas de bailarines de tango que actuaban a la gorra en Callao y Corrientes. “Una de las bailarinas, la más joven, tenía un carisma especial. En un principio no supe qué era. Luego comprendí que era ciega. Sin embargo cerraba los ojos cuando los cerraba el hombre con el que estaba bailando”, escribe.
El mecanismo de la historia porteña es el mismo que usó en otras latitudes y con otros protagonistas: Mankell ve un suceso que le llama la atención y lo cuenta con maestría, pero pocas veces interactúa con los protagonistas de las anécdotas; rara vez conoce sus nombres. El contacto humano no era su fuerte; sin embargo, su humanismo, quizá por ello, era más profundo y perdurable. Pero siempre dejaba la certeza de que estamos solos, siempre.
Como le pasa por ejemplo al superarisco protagonista de Zapatos italianos, novela que trascurre en una isla sueca imposible de pensar más fría y cuya continuación Mankell dejó lista: se llamará Botas de lluvia sueca, y se prevé su publicación para el año que viene.
Eso también dejó Mankell ayer, un montón de páginas memorables y una tristeza que lo seguía como sombra. Y que, ahora sí, lo alcanzó definitivamente.
LA NACION