14 Nov Grecia, una tierra creada para cantarle loas
Por Christian Sirouyan
Cuanto más arrecian los pronósticos agoreros de la Europa rica sobre el futuro que le espera a Grecia, el pueblo griego alza la cabeza con más decisión, orgulloso de aceptar el reto de la coyuntura y hacerle frente como mejor sabe. Lejos de entregarse a la resignación, se vuelca con su espíritu alegre y optimista a los espacios públicos de Atenas.
En la versión griega, el pueblo en la calle se traduce en una multitudinaria romería de atenienses y turistas de los cinco continentes –convocados por una historia milenaria y el irresistible imán del Partenón–, que recurren a las formas más civilizadas para compartir paseos, paisajes impactantes, tragos poderosos, tradiciones de lejano origen y usos modernos. El ayer y el presente, con un discreto guiño al futuro, se perciben a cada paso en este país luminoso, esculpido como para recibir las más inspiradas loas.
Una vez despojado de los temores alimentados por la crisis económica mundial –particularmente ensañada con Grecia–, el visitante primerizo ya no se sorprende por no haberse cruzado con miles de manifestantes enardecidos expresando su enojo a puro grito en Syntagma. Muy por el contrario, una calurosa mañana de verano la plaza principal de la capital recibe a este cronista con una silenciosa multitud, que espera el Cambio de Guardia jugueteando con las palomas desprendidas de los jardines del Parlamento. Está por arrancar la tradicional ceremonia que los evzoni –miembros de la guardia presidencial– realizan rigurosamente a cada hora en punto, durante todo el día, junto a la Tumba del Soldado Desconocido. Un módico entretenimiento para los visitantes, como para ir aclimatándose.
Durante un cuarto de hora, la precisión marcial de los movimientos, la solemnidad del acto y el imperturbable rictus de los cinco soldados echan por tierra la clásica postal griega que concibe bullicio, algarabía y una pizca de desorden en el imaginario popular. Los pasos largos de los guardias entrantes exhiben los zapatos color carmesí rematados por pompones negros, mientras sobre el piso de piedra retumban los golpes secos de una placa metálica ajustada a la suela y sobre las calzas blancas se menean los 400 pliegues –por cada año de dominación otomana en Grecia– de un faldón blanco y una larga cabellera colgada de un gorro de fieltro. Así, con sobria pompa, empieza a vislumbrarse la Grecia más tradicional.
Para sumergirse en la mentada Atenas ruidosa, la de las tabernas alargadas con sus mesas y comensales sobre las calles, es suficiente con cruzar las avenidas Amalias y Filellinon, para perderse entre las tiendas y restaurantes amontonados en el barrio Plaka. Con la vista de la colina Acrópolis posada bajo el impecable cielo celeste, es sencillo entender que Plaka es una escala insoslayable tanto para los que acaban de visitar el Partenón como para aquellos que se disponen a descubrir de cerca el templo mayor, ese intimidante vigía de piedra, sostenido por columnas dóricas desde el siglo V aC. y dedicado a la diosa Atenea.
La ansiedad me supera en ese pandemonio comercial a la medida del incesante flujo turístico y gambeteo gruesas pizarras que anuncian souvlaki, kebab y ensalada griega a precios accesibles, paso de largo con dificultad frente a decenas de camareros carismáticos –que coinciden en ofrecer a pura sonrisa y grito pelado “the best fish of Athens”– y hasta me tropiezo con indecisas compradoras de suvenires, de cuerpos duplicados por sus desproporcionadas mochilas, que no llegan a inmutarse, deslumbradas ante la delicada belleza de los vestidos de algodón. Supero cada escollo con una pizca de paciencia adquirida en latitudes distantes del mundo latino, pero el camino despejado hacia la Acrópolis sigue sin aparecer.
Brindis entre emociones
Desde una mesa minúscula, el solitario tentáculo de una austera cantina, una mano piadosa me invita a compartir un trago de ouzo, el potente licor anisado que los griegos suelen llevar al paladar como agua bendita. “Apuesto que sos argentino”, acierta sin soltar el vaso un hombre de cuerpo esmirriado y mirada cristalina. “Observaba tus gestos y forma de caminar y supuse que serías italiano o porteño. Bienvenido a mi querida patria”, se presenta Athanacio Dertlian. El hombre parece haber pasado cómodamente toda su vida de ocho décadas en su amada Grecia. Pero el perfecto manejo del castellano y el tono nostálgico dejan entrever algún desencuentro. “Aunque tenga una enorme gratitud hacia la Argentina, siempre lamenté haber emigrado en la década del 50, para radicarme cerca de la iglesia griega de Villa Crespo, en Buenos Aires. Ahora vivo muy tranquilo en Villa Gesell y, cuando puedo, regreso a Grecia para volver a sentirme plenamente feliz”. Con conmovedora sencillez, Dertlian le pone palabras a sus ojos humedecidos, que ya no resisten y sueltan lágrimas para acompañar el último brindis.
La conmoción que deja este encuentro casual me cambia el paso, ahora notoriamente más lento –quizá perturbado por las tribulaciones de ese agudo observador, desbordado de emociones contagiosas–, por la calle peatonal Dyonisiou, que desemboca en la base de la Acrópolis.
Un sendero de baldosas trepa la colina cubierta de olivos, un manto verde que empieza a ser descorrido por las reliquias de la ciudad surgida hace 3 mil años: el Teatro de Dioniso (del siglo IV aC.), el Odeón de Herodes Atico, el Agora Romana y la Torre de los Vientos. La cuesta se torna más empinada y gruesas rocas se acumulan a los costados, mientras en el horizonte se planta Atenas toda con sus colinas y asoma una porción turquesa del mar Egeo. La última escalinata es una invisible puerta vaivén, atravesada por centenares de personas que descienden y otras tantas que se esfuerzan por alcanzar las gruesas columnas del Partenón, los Propileos, el templo de Atenea Niké y el Erecteión. “Ahora sí, misión cumplida”, es la sensación que irradian los rostros satisfechos de un elenco multinacional de turistas, decididos a sentir por un largo rato la brisa que sopla en la cima, desde los miradores orientados hacia los cuatro puntos cardinales.
Después de la caída del sol, la soberbia imagen del Partenón copando la escena en la parte superior de la Acrópolis es un halo luminoso que dispara sus brillos hacia el resto de la ciudad. Pintores y dibujantes buscan el mejor ángulo alrededor de la estación de Monastiraki, para tratar de reproducir en el papel esa llamativa aparición en la oscuridad de la noche.
Paseo matutino
El abrasador calor de septiembre se apiada de los innumerables admiradores de a pie –que Atenas recibe a diario–, en las sombrías calles del barrio Kolonaki. La atmósfera agradable es una amable concesión para poder espiar relajados las vidrieras de las lujosas joyerías de la calle Voukourestiou. Los precios arrancan en tres cifras de euros, por lo cual uno se limita a la mera observación y a seguir de largo silbando bajito.
De todas maneras, el paseo distendido es una ilusión fugaz. Tres cuadras arriba de la plaza Syntagma, la calle se acomoda a las primeras estribaciones del monte Lycabettus y, aunque la vereda sigue cobijada por la sombra de edificios y árboles, hay que volver a andar cuesta arriba. Justo cuando las fuerzas amenazan con flaquear, la providencial aparición del cablecarril entre la vegetación de la ladera permite completar la subida sin más desgaste físico. En la cima de la colina, Atenas vuelve a ostentar su inabarcable tejido urbano, un entramado de piedra y naturaleza que supera los límites del horizonte. Apenas volcados por la cabina vidriada en el techo del Lycabettus, los visitantes se disponen a gatillar sus cámaras. Pero no les urge registrar la gigantesca imagen de la ciudad servida a sus pies sino la silueta blanca de la iglesia ortodoxa de Lycabettus y su campanario.
Por la avenida Amalias, los senderos que bordean las fuentes de agua y las pérgolas de los jardines del Parlamento se interrumpen abruptamente en el sitio arqueológico coronado por el arco de la Puerta de Adriano, a un costado del Templo de Zeus Olímpico. Es una de las marcas más notables que dejó aquí el Imperio Romano, desde que sometió a los corintos a mediados del siglo II aC. e impuso el cristianismo en Grecia con métodos que no siempre eran amables. Pese a la llamativa figura del pórtico romano, los turistas que se desplazan en el bus City Sightseeing Tour prefieren bajar en masa en la parada de la vereda opuesta, aparentemente satisfechos de haber encontrado –por fin– un mojón bien diferente de la secuencia de ruinas milenarias: el busto en mármol que recuerda a la célebre actriz Melina Mercouri llama la atención por la exacta reproducción de su rostro expresivo. Pero la mayoría aprovecha esa escala para otros fines. Detrás del monumento a la ex ministra de Cultura de Grecia empiezan a anudarse los pasillos desbordados de bares de tragos, tabernas y tiendas de Plaka.
Desde allí arranca su zigzagueante recorrido la calle Nikis, que empalma con la peatonal Ermou para extraviarse entre los ruidos y las voces estridentes de Monastiraki y Psiri. También en estas barriadas tradicionales el hábito de las largas charlas y los tragos fuertes en los bares se mantiene encendido a toda hora. Por eso, cuesta horrores reprimir la tentación de sumarse a alguno de esos cónclaves –capaces de resolver hasta los conflictos más turbios– y saltar obstáculos a las apuradas para abordar el Metro Line 1. Un par de minutos después de dejar atrás el andén, el subte sale a la superficie y se detiene sucesivamente en siete estaciones, alineadas en medio de los elegantes hoteles de la avenida Singrou, hasta dejar a los pasajeros al borde mismo del plano celeste del Egeo. El mar es removido tímidamente por los desproporcionados yates anclados en la orilla. Esa remanida postal del puerto Pireo, la puerta de salida hacia las islas del sur, remite inmediatamente a aquellas lujosas embarcaciones que alimentaron la fama universal del empresario naviero Aristóteles Onassis.
Pero queda algo más para vincular el panorama a la vista con el magnate más renombrado de Grecia. El pomposo semblante de las embarcaciones privadas es minimizado por los gigantescos ferries que calientan motores en el muelle turístico. Miles y miles de pasajeros a las corridas tironean bolsos, valijas y chicos, mientras pugnan por descifrar a cuál de las moles flotantes los dirigen sus tickets. Falta un buen rato para las 8, el horario anunciado para la salida del “Speed 6”, pero la inminencia de conocer una isla griega, de arquitectura uniformemente blanca, sol perfecto y mar azul sin arrugas, acelera el deseo de zarpar.
Desembarco en Santorini
La proa del barco dibuja un grueso surco entre las extrañas formas que adoptan las islas volcánicas de las Cícladas, hasta que se mete en la profunda caldera encerrada por la media luna de Santorini. El movimiento de barcos de paseo es un incesante cruce de flechas metálicas que se aprestan a fondear o salen disparadas del puerto de Fira. Ya en la primera porción de tierra firme se puede observar una inusitada cantidad de viajeros en espera, mimetizados con taxistas, choferes de combis y micros, comerciantes que se abanican mientras ofrecen alquileres de autos, motos y ciclomotores, vendedores ambulantes y gente que propone excursiones hasta los rincones más recónditos de esta geografía escarpada de 12 por 7 kilómetros.
Desde abajo parece aventurado tratar de subir el acantilado rocoso de 300 metros de altura en un portentoso bus de larga distancia, pero el oficio de los conductores permite que nadie se prive de pasear por las angostas calles de Fira. El abigarrado circuito de tiendas y bares despega en la calle principal y empalma con un angosto pasillo que balconea la bahía desde un templo ortodoxo hasta la aldea Imerovigli, otra muestra acabada de casitas inmaculadamente blancas revestidas de santarritas, escalinatas, deslumbrantes panorámicas de cúpulas, campanarios, viñedos y el mar, salpicado de embarcaciones e islotes.
Una lejana melodía de bouzouki y canto me induce a pasar por alto la fiesta popular que cada noche se anima en el centro y me empuja como un raro encantamiento hacia las lomadas levantadas en las afueras de Fira. Son apenas las 8 de la noche y no faltará tiempo –supongo con ingenuidad– para disfrutar de los platos típicos y el talento de los artistas callejeros de la capital de la isla. Yerro el cálculo. Tras una hora de caminata me encuentro parado inmóvil en el patio de una iglesia, donde los vecinos celebran un paniguiri, una fiesta patronal muy concurrida. Sin tomarse la molestia de preguntarme nombre ni procedencia, los anfitriones me invitan a compartir su felicidad en su mesa, una larga tabla cubierta de comidas, verduras, empalagosos postres de hojaldre y almíbar y bebidas de todos los colores posibles. Como para no desairar tanta amabilidad, acepto cada convite, excepto la invitación a sumarme al baile en ronda sirtó y kalamatianó, que retumbará en el horizonte oscuro hasta la madrugada.
Al día siguiente, el pueblo griego vuelve a hacer gala de su espíritu alegre sobre la arena negra de la playa Kamari. Una mujer envuelta en un toallón del equipo de fútbol Olimpiakós, abrazada a dos jóvenes con antiparras, desafina sin ruborizarse una canción del cd “Se vienen años difíciles”, la última joya que dejó a su pueblo Stelios Kazantzidis, un artista metido en el corazón de la gente por sus letras comprometidas. Décadas atrás, el trovador ya entreveía las actuales turbulencias de Grecia con el capitalismo y la férrea unidad europea. Aunque fallecido hace catorce años, Stelios sigue siendo objeto de idolatría desde la frontera griega con Macedonia hasta Creta.
La jornada más que placentera en el mar arrancó en Kamari y continuó entre las sombrillas de paja de Perissa, matizada con pescado y el vino vinsanto, como corresponde en estas orillas pedregosas que enmarcan bodegas y viñedos. El sol sigue bien alto en el cielo de Santorini. Da tiempo para llegar a los arrecifes de Oia y esperar el atardecer, el espectáculo mayor que el sol ofrece sin retacear ni uno sólo de sus poderosos reflectores. Resta dejar que las retinas se empasten de ocres y anaranjados y ofrendar la última alabanza a la tierra griega.
CLARIN