El zen y la cultura: una relación que pone en pugna la libertad y el conformismo

El zen y la cultura: una relación que pone en pugna la libertad y el conformismo

Por Pablo Gianera
El zen puede parecer remoto en el tiempo y lejano en el espacio. Pero no hace falta que nos alejemos demasiado en ninguna de las dos direcciones. Pensemos en Buenos Aires y en fines de los sesenta, más precisamente en 1967. Ese año Paidós publicó un libro mínimo (no llega a las 100 páginas) con un título sin rodeos, El zen y la crisis del hombre. Lo firmaba D.J. Vogelmann, conocido por sus traducciones de Kafka, por su colaboración en la revistaSur y, tiempo después, por una serie de diálogos radiales con H.A. Murena, recopilados luego como El secreto claro. Había en su estudio -que pretendía ser didáctico- mucha bibliografía de segunda mano, mucho D.T. Suzuki, mucho Alan Watts y Okakura, pero también un señalamiento crucial: la creciente vigencia del zen en un mundo en crisis. La pregunta que podría formularse entonces es la siguiente: ¿el zen propicia la crisis y pretende dar una respuesta a ella? O dicho de otra manera: ¿el zen es resultado de un malestar en la cultura (aun en su origen) o propicia ese malestar?
“El zen es una mirada que atraviesa lo propio y lo de todos. Enseña a ver de forma honesta quién es uno realmente. Nos vuelve autocríticos: el asunto con el zen es no engañarse y no engañar.” Quien habla no es Vogelmann. Es Alberto Silva, poeta, viajero, traductor, sociólogo, autor de un monumental estudio sobre el zen y Occidente, y director del centro zenBA (www.zenba.com.ar), en el que habrá una discusión en varios encuentros sobre este mismo tema: el zen y el malestar en la cultura.
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Según Silva, la dinámica de la cultura es en muchos casos deshonesta. “Creo que se fomenta demasiado el culto de la novedad a toda costa; el marketing desplaza el valor de objetos o prácticas culturales y los hace pender del hilito de una buena comunicación. El zen alerta contra la pasividad y el aborregamiento, impulsa a verificar qué es valioso y qué descartar. Al zen le gusta compartir los valores comunes. Pero no deja de señalar aquello que impide a una cultura ser fuente de humanización.”

Sentarse y verse respirar
Silva va a las fuentes. Sigue la posición de Eihei Dôgen, fundador en el siglo XIII de la escuela soto del zen japonés y cree que el zen es ante todo zazen: “La práctica que lo hace posible, un simple sentarse a verse respirando”. Fue el propio Dogen quien en su obra maestra Shobogenzo, puso en claro la cuestión: “El incienso, la reverencia y la oración ante la imagen de Buda, la lectura de los sutras son, ya desde el comienzo, completamente innecesarios”. En verdad, según Silva, cuando se lo practica, el zen siempre es “el primer zen”. “Es más: el zen sólo existe y resulta creíble cuando se asienta en personas concretas que lo practican. Desde sus orígenes, el zen de Dôgen, el de la meditación, mantuvo esta visión. Una cultura amplifica el carácter transitorio y pasajero de lo vivo, también de lo humano, incluyendo lo humano. Por eso la situación inicial de toda cultura es el malestar, producto del falso reconocimiento y de la imposición de unos por encima de otros. El zen es contracultural en este sentido: identifica y denuncia la construcción de muros divisorios entre parcelas de lo humano. Nada de lo humano resulta ajeno al zen.”
Dôgen no desdeñó nunca el budismo que habita en el zen; en todo caso, entendió que el zazen, esa meditación sentada, constituía el “cumplimiento de la ley de Buda”. El gesto parece simple, pero la experiencia es insondable. Esa experiencia personal, que es la experiencia de un cuerpo solitario, constituye asimismo una pedagogía radical de la libertad. En palabras de Silva: “El zen rompe cadenas, provoca la disolución de seguridades falsas. Para conseguirlo, provoca un deslizamiento progresivo del eje de sustentación de la persona: desde fuentes exteriores de creencias, doctrinas y jerarquías, hacia un aposentamiento en lo singular. Lo que vuelve único al zen es que ayuda a descubrir lo que lo vuelve único a uno. Así, esta práctica individual y silenciosa facilita el acceso al ámbito de lo común”.
El problema de un ámbito común solivianta esta visión del zen, que no es ni ácrata ni antiinstitucional. “La vida social es impensable sin formalización. No hay relación sin códigos. No resulta posible vivir juntos sin convenciones aceptadas. La crítica institucional del zen se orienta en otra dirección, doble: recuerda lo que falta, critica lo que sobra.”
La de Silva es en todo caso una versión laica del zen, la misma que practica y difunde en zenBA, que impondría por otro lado preguntarse si el zen es lo que queda tras la caída de todas las certezas, un paisaje, el de la tierra yerma, familiar en la contemporaneidad, y aun desde antes. “Esa pregunta -observa Silva- plantea en realidad las condiciones para que un hombre sea libre hoy en día. Asistimos a un derrumbe de creencias universales. Con ellas caen unas cuantas posiciones de autoridad. Al ser un instrumento de conocimiento y fortalecimiento personal, el zen permite encarar la situación. No desde un estoicismo que se resignaría a «aguantar», pero sí con la certidumbre de la propia vida, desde un innegociable impulso de libertad. Ahí está el latido y la respiración del zen.”
LA NACION