El efecto just do it. O el tortuoso camino de la idea a la realidad

El efecto just do it. O el tortuoso camino de la idea a la realidad

Por Sebastián Campanario
Diego Rosner es el malo de Metegol. No en sentido literal, pero cuando Juan José Campanella, el director de la película animada, tuvo que definir el perfil de “el Grosso” (el villano), les dijo a los dibujantes: “Quiero que le hagan la cara de Rosner”, el productor ejecutivo de la obra. Aunque se ríe ahora cuando lo cuenta, Rosner admite que estuvo los cinco años que duró el proyecto “con cara de perro”, apagando incendios a diario y lidiando con un presupuesto que pese a que fue récord para una iniciativa latinoamericana (20 millones de dólares) era un décimo del de las producciones de Pixar con las que se propuso competir. “La idea es una parte muy chiquita en el proceso en el cual un proyecto creativo se vuelve realidad”, dice este economista de 40 años, que tuvo la responsabilidad de coordinar un equipo de casi 500 personas para llevar a buen puerto el producto audiovisual más global que haya salido de la Argentina, con estreno en 100 países, una serie sobre Metegol en gateras y otros proyectos que se derivaron del film.
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En el medio, las oficinas de la productora se inundaron (literalmente), la mayoría de los profesionales que vinieron de España y los Estados Unidos no aguantaron el estrés local y se volvieron a sus países, y hubo un sinfín de naufragios que no ocurrieron porque se evitaron a último momento. Cuando el primer coordinador del film (un español) le dijo que seguir adelante era imposible porque no tenían ni computadoras, Rosner lo miró, le dio cien pesos para el remise (por ese entonces alcanzaban) y le dijo que se fuera a Ezeiza para tomarse un avión de vuelta a Madrid.
La idea de hacer la película a partir de un cuento breve de Roberto Fontanarrosa (Memorias de un wing derecho) surgió de una charla de café con su socio Gastón Gorali, y tomó impulso definitivo cuando Campanella se sumó a la iniciativa, meses más tarde, luego de una charla con ambos en el restaurante La Dorita, de Palermo. Campanella se fue al baño a los cinco minutos de conversación y pensaron que habían perdido la chance. Pero cuando volvió les dijo: “Quiero escribir y dirigir la película”.
“Cuando construís un edificio los inversores ven que salen vigas del suelo; acá no: estás un año y medio construyendo activos, sin que se vea un solo personaje, eso vuelve más difícil lidiar con la ansiedad para los que financian -cuenta Rosner-. Les hacíamos todas las semanas una carpeta de dibujos sólo para que se quedaran tranquilos”, recuerda.
Quienes trabajan en el campo de la creatividad suelen resaltar que la inspiración está sobrevalorada: hay mucho foco (en prensa, en story telling) sobre el “momento Eureka” en el que surge una ocurrencia, y poco sobre las peripecias para llevarla a cabo. Es un punto que destaca permanentemente Pablo Del Campo, el argentino que dirige la creatividad global para la red Saatchi & Saatchi, a quien años atrás se le ocurrió organizar un partido de tenis entre los dos jugadores por entonces en la cima del ranking global, Roger Federer y Rafael Nadal, en una cancha “híbrida” (de polvo de ladrillo de un lado y rápida del otro). Lo difícil no fue tanto la ocurrencia, sino poder juntar a dos monstruos con agendas desbordadas en torno de una propuesta que era, a priori, alocada. Del Campo, uno de los principales creativos que tiene la Argentina y un fanático del tenis, se propuso llevar adelante el proyecto hasta que lo logró.
“Desde el punto de vista de la ontología del lenguaje, son las acciones las que modifican al ser que somos, y no las intenciones, inspiraciones o ideas. Nuestra existencia es transformada por nuestras acciones. Y creo que es por esta razón que hay muchas más ideas de marcas que marcas, o muchas más ideas de negocios que negocios. Son los actos, no las ideas”, dice Pablo Lezama, creativo y planner.

El miedo a perder
El director de Cultura de Marcas destaca que nuestro cerebro está adaptado en su evolución de millones de años “para sobrevivir y no para sobresalir”. Por lo tanto operan infinidad de sesgos que conspiran contra llevar adelante una idea nueva, y nos vuelven mucho más conservadores en ese sentido. El más pernicioso, según Lezama, es el de la “aversión a perder”: el impacto psicológico de una derrota o de un fracaso es tres veces más fuerte que el de una ganancia o éxito. Por eso tantas ideas se quedan donde nacen: en la mente.
“Es menor la gratificación que el sufrimiento. Y veo que esto no sólo pasa en el cerebro individual, sino también en el núcleo principal de las compañías. Las empresas en general también tienen mejor desarrollados los castigos para las errores que los incentivos para el éxito de las innovaciones”, continúa Lezama. La aversión a perder es uno de los errores más estudiados por la economía del comportamiento, la rama híbrida entre economía y psicología, y sirve para explicar infinidad de decisiones no tomadas en el campo de la innovación.
La Argentina tiene buenos indicadores de efervescencia creativa (está en el puesto 27 del último ranking de creatividad global de Richard Florida, difundido en julio, sólo por debajo de Uruguay a nivel regional), pero empeora cuando se toma en cuenta todo el trecho hasta la concreción de las ideas. El último informe del Banco Mundial sobre patentes, por ejemplo, muestra que los argentinos patentamos muy poco, que hubo menos patentes en 2010-2014 que en 2005-2009, y que existe una correlación positiva y muy robusta a nivel mundial entre crecimiento de los países y cantidad de patentes que registran. La distancia es sideral con países del sudeste asiático, pero también estamos en desventaja en este aspecto a nivel regional.
En el mundo de la creatividad hay casos famosos de persistencia y heroísmo para concretar una idea o registro a pesar de enormes obstáculos o resistencias iniciales. John Grisham, el autor de novelas de suspenso más exitoso de la historia, tuvo 26 negativas de editoriales antes de publicar su primera obra, que resultó un best seller. Se sabe también que la autora de Harry Potter remontó ocho rechazos antes de su éxito descomunal.
Otro ejemplo: el dibujo animado más visto en América latina a la par de Los Simpons es Phineas y Ferb. Sus autores, Dan Povenmire (que también hace la voz del doctor Heinz Doofenshmirtz, el villano) y Jeff Marsh estuvieron dieciséis (¡16!) años recorriendo productores que los miraban como si estuvieran locos cuando contaban que querían hacer una serie animada sobre dos hermanos de familia ensamblada, que construyen montañas rusas en el jardín y que tienen como mascota a un ornitorrinco (Perry) que es, en realidad, un agente secreto. “Nos decían que la premisa era demasiado compleja”, contó Povenmire. Finalmente, Disney aceptó. Y claro: hoy no se arrepiente de haberlo hecho.
Carlos Pérez, el presidente de la agencia BBDO, citó recientemente en una charla sobre creatividad que dio en Paraná para los productores agropecuarios de Aacrea una frase del filósofo alemán Arthur Schopenhauer: “Toda verdad atraviesa tres fases: primero es ridiculizada, luego enfrenta violenta resistencia, y finalmente es aceptada como algo evidente”, les dijo a los fascinadooyentes que estaban en la sala.
“Los chicos hoy demandan un humor mucho más profundo, absurdo y sofisticado que el de los chistes más físicos de cuando nosotros éramos chicos”, explica Rosner, que en estos días está avanzando con una serie animada para la plataforma de contenidos de Amazon, que quiere competir con Netflix. Es una iniciativa en un tono más volado todavía que el de Phineas y Ferb, al estilo Hora de Aventuras.
Ahora bien; si tiene que responder qué quedó de Metegol como base para la industria de animación argentina, Rosner remarca que no son las máquinas (hoy el software en este rubro tiene una vida útil de sólo tres años), sino la convicción de que algo que parecía imposible se puede hacer desde acá.
El productor ejecutivo de Metegol compartió escenario tres semanas atrás con Pérez, de BBDO, y otros especialistas en innovación, para hablar frente a esos mismos productores agropecuarios. “¿Para qué tanto esfuerzo?”, le preguntó alguien (bastante descreído) de la audiencia. Sucede que Rosner venía contando los múltiples sufrimientos de la producción y cómo el estreno de la película llegó con una sensación de alivio más que de felicidad. Entonces se acordó de una anécdota que hasta el día de hoy le sigue poniendo la piel de gallina y hace que casi se le escape una lágrima: en la semana del estreno, sus sobrinas le acercaron una lista llena de nombres propios. Era un petitorio que habían organizado en su colegio: “Son todos los chicos que quieren que se haga Metegol 2”, le anunciaron de manera solemne. Rosner sintió en ese instante que todo había valido la pena.
LA NACION