Disculpas, pero no estoy de acuerdo

Disculpas, pero no estoy de acuerdo

Por Nora Bär
En su libro Mitomanías argentinas (Siglo XXI, 2012), el antropólogo Alejandro Grimson reúne una batería de ideas que impregna hasta las raíces nuestra cultura y la forma en que nos imaginamos. Sus reflexiones hacen pensar y también sonreír, especialmente porque nos sorprende al explicitar las falacias de muletillas como “la Argentina tiene un destino de grandeza”, “somos un crisol de razas”, “Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires” y otras por el estilo.
La creencia de que formamos parte de una sociedad dividida y que no somos capaces de dialogar ni siquiera acerca de nimiedades como los pronósticos deportivos o la posibilidad de chaparrones para el fin de semana, algo que escuchamos y leemos con insistencia en estos tiempos, merecería estar en esa lista. De tan repetida, la idea de que somos arrogantes e intransigentes y descalificamos al que piensa distinto y ejercemos un fanatismo sin parangón, ya se incorporó a nuestra mitología colectiva.
Sin embargo, me permito disentir. ¿Puedo? Sería muy ingenua si no advirtiera que efectivamente hay una parte de la sociedad que no concibe intervenir en el discurso colectivo si no lo hace a los gritos o con frases ponzoñosas. Están los que se enfervorizan e insultan en la TV, intentando que algún porcentaje del rating los envuelva en sus 10 segundos de notoriedad, y los que desaguan sus frustraciones en los foros de las redes digitales, la mayoría de las veces escudados en la despreciable armadura del anonimato. A propósito de nimiedades, pueden llegar a acusar de beber en exceso a personas que no toman ni un trago de champagne en las fiestas de fin de año, o de facinerosos a otros que simplemente osan pronunciarse a favor o en contra de un hecho que habrá pasado al olvido en minutos? para dar lugar a otro “intercambio de ideas” igualmente falaz.
Pero en lo que no estoy de acuerdo es en que este ánimo obtuso forme parte del “ser nacional”, ni que nos inflame a todos por igual.
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No nos engañemos: así como no somos los mejores del mundo (otra mitomanía local) tampoco somos tan lamentables como para vivir en un ambiente de insulto cotidiano. Hay ámbitos en los que se discute sin exabruptos ni ataques ad hominem.
Después de décadas de frecuentarlo, puedo afirmar que un lugar donde se ve la otra cara de la moneda es el mundo científico, un espacio en el que nadie acepta nada “porque sí”, porque lo dice un amigo o una autoridad, se convive y se colabora aunque se pertenezca a distintas administraciones, y la confrontación de ideas es el aire que se respira.
Claro que cuando se critica un resultado, no vale hacerlo porque el colega no viste a la moda, porque calza 45 o tiene voz de barítono. Hay que sustentarlo en evidencias que resistan el examen impiadoso. Como tuiteó hace algunos días el joven neurocientífico Pedro Bekinschtein: “Pensar científicamente implica preguntarse “¿cómo lo midieron?” antes de empacharse con los números y los gráficos de torta”.
El ejercicio de este sano escepticismo es uno de los pilares del pensamiento crítico, que lleva a que en la ciencia no se repitan datos porque suenan creíbles, pero también a que cualquiera deponga sus convicciones si se le presenta una demostración que no puede refutar. “El entrenamiento científico permite aceptar evidencias aún cuando se oponen a tus ideas previas, algo que falta en el país y en el mundo”, agregó Bekinschtein.
Por supuesto, los científicos no son robots y tienen las mismas pasiones que el resto de los mortales, pero a la hora de las discusiones se impone la racionalidad. Lo que importa realmente no es ganar un entredicho a la manera de los sofistas, sino acercarse a la verdad, aunque sea provisoria.
Excluidos del imaginario popular, muchos pueden sostener este tipo de diálogo en la familia, entre amigos y colegas, en una mesa redonda o de café. A veces sostenemos visiones diametralmente diferentes. Pero basta con ser honestos, abstenerse de incurrir en el agravio fácil y en la descalificación, para que todo transcurra por carriles civilizados y encontremos puntos de acuerdo. Podemos pensar distinto sin ser enemigos.
No cabe duda de que adoptar la cultura científica nos permitirá desactivar esas falacias que Grimson califica de “bombas de tiempo” y hacer que “el debate público no quede encerrado en Mitolandia”.
LA NACION