Con un hijo prematuro sentís que la vida y la muerte están muy cerca

Con un hijo prematuro sentís que la vida y la muerte están muy cerca

Por Ezequiel Dellutri
Del quirófano, me dijo la obstetra, puede salir uno, pueden salir los dos, puede no salir nadie.
Qué poco valen las palabras. Cuando volví a la habitación, le dije lo que pude a mi esposa, que comenzaba a cursar el sexto mes de embarazo de nuestro segundo hijo. Y ya hubo poco tiempo: debían llevarla, había que esperar.
Es que los caminos no son como uno los propone.
Cuando nació Felipe, nuestro primer hijo, con Verónica pensamos que unos pocos años después vendría el siguiente. Nos parecía, aunque no fuera cierto, que era completar la familia.
Pero las cosas no son como uno cree, o quiere, o espera. Perdimos dos embarazos. El primero pareció una eventualidad que superamos con un poco de coraje; el segundo, evidenció el problema y empezamos a ser prisioneros de la ansiedad.
Lo recuerdo como en una bruma: buscar opiniones, sentirse engañado, caer en las manos de médicos inescrupulosos, de esos que escriben en un papel el número del teléfono celular de la persona a quien hay que llamar para comprar unas inyecciones demasiado caras y de resultado demasiado dudoso. Todos lo sabemos, pero es raro vivirlo en carne propia: hay gente que hace del dolor un negocio.

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Esta historia también tiene su parte buena. Una médica responsable, preocupada, casi una amiga. Una recomendación a tiempo, un diagnóstico certero, un tratamiento posible. Parecía una burla feroz: un desequilibrio hormonal hacía que el cuerpo de mi esposa rechazara al embrión, aunque lo deseara con intensidad y dolor. Así estábamos Verónica y yo, intentando descubrir de qué se trataba esto de no lograr lo que uno quiere: tener nuestro segundo hijo. Conversando, peleando contra la emoción, intentando no dejarnos ganar por la premura, conviviendo con la idea de que tal vez Felipe, nuestro primer hijo, fuera además el único.
No sé mucho de milagros, pero creo que a veces pasan. Antes de comenzar el tratamiento, mi esposa Verónica quedó embarazada. Como había perdido los dos anteriores en el segundo mes, la espera fue angustiosa. Pasado ese tiempo, cuando parecía ir todo bien, sucedió: una suba de presión desafortunada, una internación repentina, un esperar que todo pase para volver a casa, como pensábamos con mucha ingenuidad.
Hay cosas que uno no olvida: la noche siguiente, conversábamos con Verónica en la habitación de la clínica cuando la doctora llamó pidiéndole a mi esposa, que estaba por dar el primer bocado, que lo pospusiera. Los estudios que por casualidad había revisado antes de terminar su turno decían lo peor: una baja desmesurada en las plaquetas ponían en riesgo su vida y la del bebé.
Antes dije: hay cosas que no se olvidan. ¿Cómo olvidar la sinceridad brutal que siempre agradecí de esa mujer? Porque ya no era una doctora: era solo una mujer que hacía su trabajo, un trabajo que puede ser horrendo, porque habla de muerte, de hombres que quedan solos con hijos a los que no saben cómo decirles que todo terminó, que hay que empezar de nuevo, pero solos, muy solos.
Siempre creí que eran cosas de malas telenovelas. Acostumbrado a trabajar con la ficción, pensé que se trataba de una manipulación capciosa, un intento por conmover a una audiencia con ganas de ser conmovida. Yo creía, pero no. Fue ahí que la doctora me dijo que había que sacarlo —palabra tan clara, tan certera, que no quiero, ahora que recuerdo, reemplazarla por otra más sutil—. Si no lo sacábamos, aseguró, iba a ser peor.
Lloramos. Rezamos, pero no en la desesperación, sino en la comprensión profunda y dolorosa de que todo es por algo. A Dios se lo olvida en las buenas, se lo recuerda en las malas, se lo insulta en las peores. Pero nosotros sabemos en quién creemos y por eso, rezamos.
Mientras esperaba afuera del quirófano no podía dejar de pensar en la muerte. Una obstétrica se acercó para hablarme. Sonreía. Hay gente que ve ángeles en todas partes; a mí me tocó verlo en una persona. Me dijo que estaba todo bien, que mi esposa se estaba recuperando, que el bebé había llorado.
Simón tuvo todos los problemas que padece un prematuro: bajo peso, complicaciones respiratorias, insuficiencia cardíaca. Una condición compleja, pero sencilla de explicar: al salir tres meses antes de la panza de su madre, no estaba preparado para la vida. La naturaleza, que es sabia pero también cruel, había hecho su elección.
Simón respiraba igual que un pez en una pecera sin agua dentro de esa prisión que es la incubadora. No abría los ojos, no respondía al estímulo, ya no lloraba ni se quejaba. No podía hacerlo, porque tenía que respirar con desesperación, tenía que luchar para mantenerse vivo. Sin conciencia de su existencia, sin saber que era un ser humano, sin saber que yo era su padre, Simón sí sabía —estoy seguro, segurísimo— que se moría.
Como otras veces, de la desesperación me salvaron las palabras. En medio de los ruidos de los aparatos que lo mantenían con vida, que mantenían con vida a los otros que lo acompañaban en la sala de neonatología, volví a hablar. Le dije que estábamos felices de tenerlo entre nosotros. Le dije que su madre vendría a verlo. Le dije, se lo repetí muchas veces, que tenía que ser fuerte, muy fuerte. La palabra no tiene valor solo cuando el otro la comprende; la palabra tiene valor porque es lo que somos, es el polvo del que estamos hechos. Yo no hablaba: yo comulgaba con mi hijo que se moría en una incubadora.
Durante tres días, acompañé a mi esposa a la sala de neonatología para ver a Simón. Yo le hablaba; Verónica solo lloraba. Tuve que ser la voz de dos que sufrían: le conté de su hermano, de sus abuelos, de los amigos que padecían con él; le pedí que fuera fuerte.
Fue la tercera noche. Había perdido peso: podía sostener con una sola mano su cuerpo de poco más de un kilo. Era tan pequeño que me asombró que tuviese costillas, pero podía verlas a través de su piel blancuzca, podía verlas subir y bajar en su lucha por no dejarse morir. No se lo dije a nadie, pero esa noche, cuando bajaba las escaleras de la clínica, antes de salir al frío de la calle para volver a casa, antes de dejar solo a mi hijo en manos de extraños, pensé, tuve la certeza, de que aquella era toda una vida de sufrimiento. Una vida que no valía la pena ser vivida.
Al otro día, todavía respiraba, pero yo ya no podía hablar. Era el dolor, el agotamiento, el no saber qué iba a ser de mi hijo al día siguiente, la hora próxima. Fue esa la mañana que Simón escuchó la voz de su madre por primera vez y ya nunca más dejó de oírla. La palabra, pienso ahora, es mágica. Porque cuando se muere en uno, puede renacer en el otro.
Mi mundo y el de mi esposa se unieron más que nunca. Porque estábamos tan agobiados que entendimos desde el principio que nuestro refugio era el otro. No nos faltó al amor de los demás, pero aún con toda su ayuda, este era nuestro camino, uno que iba al borde del desfiladero pero que desde antes habíamos elegido recorrer juntos.
Por aquel entonces, no me gustaba manejar, le huía a mi modesto monstruo de hierro. Pero hubo un día en el que no quise salir de mi auto. El corazón de Simón tenía problemas. Le dieron medicación para intentar solucionarlo. El cardiólogo dejó su informe. A la noche, fui a hablar con la doctora para que me explicara en qué estábamos. Llegué solo: habíamos decidido que mi esposa guardara sus fuerzas para estar con Simón y que, cuando pudiera, compartiera unos minutos con Felipe, que cada día notaba más su ausencia. El informe fue tan malo como podía ser. Hice cinco o seis preguntas y cada una fue contestada con una negativa. La medicación no estaba haciendo efecto. Si la cosa seguía así, iban a tener que operarlo. Y si lo operaban, había pocas posibilidades de que sobreviviera.
Cuando estacioné el auto en el garaje de casa, no podía soltar el volante. Adentro, me esperaba Verónica para saber qué me habían dicho. Y yo no le podía mentir, pero tampoco podía soltar el volante. No podía, pero tenía que hacerlo. Y al final, lo hice. Hablé. La verdad no siempre nos contiene, no siempre nos conforma, no siempre nos alivia. A los pocos días, nos enteramos de que contra todo pronóstico, la medicación había hecho resultado. Una escaramuza ganada: eso pensé en aquel momento.
La pelea contra la balanza es dura: la vida continúa, lucha por volver a un cauce normal aunque ese concepto, la normalidad, parezca lejano, inalcanzable. Contar gramos, diez, quince, veinte se convierte en una tarea de todos los días, en una noticia que uno espera con angustia, que da alegría o tristeza.
Simón resistió. Pudo venir a casa y conocer a su hermano cuarenta días después. Pero otra noche igual a la anterior, volvió a pasar. Mi hijo dejó de respirar y quedó inerte entre mis manos. Los prematuros suelen tener problemas respiratorios, porque los pulmones son lo último que desarrollan.
Todavía no sé cómo atravesé San Miguel para llevarlo a la clínica. Recuerdo que la avenida principal estaba en remodelación, que los baches eran terribles, que todos los semáforos estaban en rojo, rojo, rojo. Simón quedó otra vez internado. Tuvimos que dejarlo; debimos volver a casa solos. Mi hijo Felipe quedó con sus abuelos, pero mi esposa y yo teníamos que regresar a ese lugar que creíamos nuestro hogar.
Cuando Verónica llegó a casa, lo primero que hizo fue tocar una manta de su hijo ausente, que descansaba sobre el sillón. Después, con la mirada perdida, caminó hasta nuestra habitación, se aferró a los barrotes de la cuna y se puso a llorar. Porque al final, un símbolo es nada más que eso: el recordatorio de una ausencia.
La tarde siguiente, mientras mi esposa cuidaba a Simón otra vez en la sala de neonatología, fui a buscar a Felipe para llevarlo de vuelta a casa. Fue, tal vez, el momento de más dolor. Porque mi hijo mayor tenía apenas seis años, arrastraba la erre, estaba sufriendo el aprendizaje de la escritura en su primer y dificultoso año de la escuela primaria, mi hijo, decía, tocó primero la manta de su hermano ausente y después se encaminó hacia mi cuarto, miró la cuna, vio la ausencia —porque sí, la ausencia puede verse— y se puso a llorar. Lloró como lo que era: como un niño. Y yo, que había sido fuerte hasta ese momento, viéndolo repetir en un espejo inesperado los gestos de su madre, lloré con él: como un niño. Por desesperación, por angustia, por ese cansancio feroz, esa extenuación del ir y venir físico y emocional. Pero sobre todo, lloré porque si todos hacíamos lo mismo significaba que a pesar de las pérdidas y los contratiempos, seguíamos siendo una familia.
Al poco tiempo, mi hijo salió de la segunda internación. En mi esposa quedó un fuerte temor al futuro. Por meses, estuvo atenta a cada avance, a cada paso, a cada etapa a la espera de descubrir la anomalía que reiniciaría el proceso. Y aunque palpaba su miedo, opté por no hablar. Yo no compartía ese sentimiento y por motivos que desconozco, tenía la certeza de que lo peor había pasado. Pero a veces las verdades no son compartidas. Aprendí que no hay mayor expresión del amor que el aceptar sin cuestionamientos el miedo del otro.
Mi hijo mayor dejó de arrastrar la erre y aunque se sigue peleando con las palabras, ahora la lucha es más pareja. Quisimos mantenerlo al margen de la tensión, pero no pudimos, lo que no estuvo mal: viviendo también se aprende. Recién cuando comprendimos que debíamos respetar su propio ritmo, Felipe empezó a avanzar.
Simón se recuperó sin problemas: ni sus pulmones, ni su corazón, ni su cerebro sufrieron daño alguno. Hoy tiene cuatro años y es, a veces, demasiado despierto. Su hermano Felipe ya no llora por él: solo se fastidia por sus intrusiones y caprichos.
A veces, hay que saber en quién creer.
A veces, hay que creer.
Nunca hay que olvidar.
Siempre hay que agradecer.
CLARIN