Bruce Willis y una mentira verdadera

Bruce Willis y una mentira verdadera

Por Franco Varise
Una mentira encierra muchas verdades. No todas las mentiras, claro, pero algunas sí. Cuando el actor Bruce Willis anunció que pensaba demandar a Apple porque no podría legarles a sus hijos toda la música digital que había comprado, muchos creyeron que se trataba de una broma. Y lo era. La historia fue desmentida rápidamente por él, su mujer y todo su grupo cercano. El pobre Bruce pareció repentinamente una cabeza más lúcida y sagaz de lo que insinúa en sus películas. Aún no se sabe a quién se le ocurrió la idea ni por qué eligió a Willis como su portavoz falso, pero algo quedó flotando en el aire. Algo como: “Che, esto no suena tan disparatado”.
Las formas modernas de consumir música (y libros) prescinden del formato físico. Tanto Apple Music como Spotify, los dos servicios de venta de música streaming más populares, embolsan sumas millonarias por comercializar discos digitales que los usuarios-compradores almacenan (cuando quieren) en sus dispositivos portátiles. El sistema de compra iTunes de Apple fue el pionero en este tipo de esquemas sin formato físico. Esas millones de canciones no son más que una sucesión de números de tipo binario colgados a la venta en los servidores de estas empresas que pagan un canon (otro tema vidrioso) a los autores de la música y a las compañías editoras. El usuario, en verdad, compra el derecho para acceder a esa sucesión numérica que simboliza una canción. ¿Y qué sucede cuando el usuario desaparece? Nada. ¿Y qué pasa con todo lo que invirtió en esos bienes? Al parecer, nada tampoco. Por eso la delicada cuestión Bruce Willis, que suena a chascarrillo trasnochado, toma cierta relevancia, sobre todo entre las almas sensibles, los coleccionistas y los que creen en la materialidad de los objetos. Heredar una colección de discos ha sido para muchos la ventana no sólo al conocimiento musical y a la cultura anterior a la suya, sino también una forma de acercamiento profundo a los gustos de sus padres, abuelos, etcétera. Conozco personas que lograron reconciliarse con su árbol genealógico cuando descubrieron un disco de Frank Zappa entre docenas de LP de Leo Dan o Palito Ortega. Ni hablar de los coleccionistas de música superior que almacenan extraordinarias ediciones clásicas con mucha más información concreta que esa sucesión de ceros y unos ubicados lógicamente dentro de un lenguaje informático. Alguien podría acusarme de nostálgico, aunque lo que intento poner en discusión es la amenaza al patrimonio de aquella música curada por un individuo cualquiera que quizá nunca llegó a hablar con sus amigos o hijos de sus gustos. Lo que dejaba abandonado en un armario decía mucho sobre él, sobre sus intereses, sobre lo que creía, sobre lo que anhelaba, sobre su vida exitosa o trunca. O sea: dejaba retazos de un mapa de su identidad.
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Walter Benjamin escribió que la fascinación más profunda del coleccionista es encerrar el objeto en un círculo mágico en el que queda congelado mientras el escalofrío final, el escalofrío de la adquisición, lo recorre. Lo recordado, pensado y sabido se convierte en el zócalo, marco, pedestal, precinto de esa posesión precisa. A propósito del pathos del coleccionista, Benjamin escribió: “Busca objetualizar el legado del pasado y convertirlo en un patrimonio valiosísimo de bienes, unos bienes que no poseen valor pecuniario alguno y que sin embargo constituyen un incalculable tesoro”. Toda pasión conlleva caos, decía el intelectual alemán, y el que le toca al coleccionista es el caos de los recuerdos. Bueno: los recuerdos con Apple, Spotify, Deezer, Amazon podrían empezar a borrarse del disco duro de la música y los libros que se transfieren entre generaciones. Bruce Willis, que ni siquiera lo pensó, tenía razón.
En el territorio digital, la nostalgia del futuro (si fuera posible algo así) ocurre de maneras distintas. Mi lista de canciones de Apple Music, que en este momento de mi vida escucho sin parar, nunca llegará a las manos de mis hijos para que puedan reconstruir, al menos parcialmente, lo que inspiraba o conmovía a su viejo. Pero, por el contrario, según me apunta una colega con mirada amplia, nuestros herederos podrán encontrar y husmear en nuestro perfil de Facebook las selfies que nos sacamos con fecha, lugar y hora precisos. Es un momento raro, inmaterial. Los derechos ganados en el mundo analógico ya son obsoletos. ¿Es justo? Tal vez no, tal vez sí.
LA NACION