Aprender a los gritos y en carne propia el valor del trabajo en equipo

Aprender a los gritos y en carne propia el valor del trabajo en equipo

Por Sebastian Rios
Hace un par de horas que dejé de preocuparme por cosas como el frío, el cansancio o el dolor corporal. Floto gracias a mi chaleco salvavidas en la oscuridad de un lago artificial ubicado en alguna parte de la localidad de Benavídez, provincia de Buenos Aires, mientras espero junto a mis siete compañeros de equipo la orden del ex Navy Seal John McGuire, quien con sus brazos en jarra permanece de pie sobre el gomón del que fuimos instados a tirarnos al agua. “Hasta que todos los integrantes de todos los equipos no estén en el agua, nadie sube a los botes”, advierte en inglés el ex integrante de la fuerza de operaciones de la armada norteamericana, a cargo de esta jornada de duro entrenamiento que tiene como objetivo fomentar el trabajo en equipo.

-¿Cuántas personas se necesitan para ganar?
-¡Todas!
-¿Cuántas se necesitan para fracasar?
-¡Una!
-¿Qué se hace si alguien está confundido?
-¡Lo ayudamos!

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Más que una arenga, casi un mantra, este breve diálogo a los gritos entre McGuire y quienes durante esta jornada somos sus subalternos se repitió desde las tres de la tarde ante cada nuevo ejercicio. Ahora son casi las 8 de la noche y sobran las situaciones en las que nos ha resultado evidente no sólo el valor del trabajo en equipo, sino la responsabilidad que cada uno de sus integrantes tiene en velar por sus compañeros. Por su seguridad, pero también para asegurar que cumplirán con su papel en cada una de la “misiones” por cumplir.
“¿Te hago pie y cuando estés arriba me ayudás a subir?”, le pregunto a Judith, que flota a mi lado a la espera de la orden del ex Navy Seal. Más que un gesto de caballerosidad, es mi propia síntesis del mantra que aún resuena en mis oídos. Judith es de Venezuela y es una de los 22 distribuidores en América latina de la empresa de relojes deportivos de alto rendimiento Luminox que han sido invitados a la jornada de entrenamiento de la que participo. Está muerta de frío, pero la alienta a seguir el olor a asado que el viento trae y dispersa sobre la superficie del lago, aroma que señala que la jornada, efectivamente, está pronta a culminar.
“¡Suban!”, grita McGuire, y mientras me aferro con una mano a una de las asas exteriores del gomón hundo la otra mano en el agua marrón para que Judith pise y suba con mayor facilidad. La sencilla estrategia funciona y ella es la primera del equipo en salir del agua; ya arriba del gomón, me tiende una mano que me ayuda, a su vez, a subir. Cinco de ocho estamos arriba, los tres restantes requieren nuestra ayuda; es más, para subir al último, abdominalmente corpulento, tendremos que tirar entre tres. A nuestras espaldas, uno de los equipos ya nos saca ventaja y rema hacia la costa.

Si es estúpido y funciona…
Traje de baño y zapatillas. Ése es el dress code que observamos cuando llegamos cerca de las tres de la tarde al club de Benavídez donde se desarrolló la jornada de entrenamiento en un destemplado lunes de primavera. Antes de empezar, McGuire explicó en el mismo inglés que nos acompañó durante todo la tarde las reglas básicas de la actividad: hacerle caso siempre; mirarlo a los ojos cada vez que abra la boca; no preguntar, sólo responder; cada orden suya debe ser repetida al unísono por todos los participantes del entrenamiento; cualquier falta de una persona redundará en que todos tengamos que repetir la consigna.
En el momento en que nos instó a practicar el grito de guerra de los Navy Seals -Hoo-yah!, que suena como gritar Julia callando la ele-, me dieron ganas de levantarme e irme a mi casa. Pero quien estaba sentado a mi lado me codeó con cara de “gritá Hoo-ya! o nos va a tener gritando toda la tarde”, y accedí a vociferar. Luego llegó una advertencia: “En la armada decimos que si algo es estúpido pero funciona, entonces, no es estúpido”, dijo McGuire, anticipándose a posibles cuestionamientos.
Antes de emprender camino a la cancha de pasto sintético donde realizamos los primeros ejercicios, McGuire habló sobre la importancia del trabajo en equipo, sea en una misión militar de los Navy Seals como en la dinámica de trabajo diaria de una empresa que se dedica a vender relojes. Entonces, nos enseñó el mantra: “¿Cuántas personas se necesitan…?”

Ya en las primeras actividades comenzó a hacerse evidente el valor del trabajo en equipo. Una consistió en llevar de una punta a otra de la cancha pesadas bolsas de arena con la única salvedad de que, para poder avanzar, la bolsa debía estar suspendida sobre nuestras cabezas sólo tomada con las manos. Había tantas bolsas como integrantes por equipo y McGuire aclaró que se podía ofrecer ayuda a los compañeros de equipo, siempre que se respetara la regla enunciada. Largamos con las bolsas en lo alto, pero muchos comenzamos a flaquear antes de superar la línea de media cancha. Paramos, descansamos la bolsa sobre los hombros y luego de la pausa retomamos la marcha, para descubrir que cada nuevo paso era más duro que el anterior. Entonces alguien decidió dejar su bolsa y ayudar a su compañero a llegar a la meta; a la vuelta, ambos habrían de tomar la bolsa que había quedado a mitad de camino. La escena se repitió en distintos equipos y para el final de la actividad, algunas bolsas recorrían la cancha de punta a punta sostenidas sobre cuatro, seis u ocho manos.
Para las actividades siguientes se seleccionaron líderes. McGuire señaló los aspectos clave del liderazgo, entre los que se destacan la capacidad para comunicar las consignas, para alentar a los subalternos y para, por sobre todas las cosas, cuidarlos, minimizando los potenciales riesgos de las distintas actividades. Todo esto se puso a prueba en las actitudes diferentes de los líderes de los equipos cuando tuvimos que subir por las angostas escaleras colgantes que usan los Navy Seals para trepar muros. Mientras unos apuraban la subida y sólo demostraban querer ser los primeros en concluir la prueba, otros distribuían el esfuerzo en verificar que la técnica de escalada fuera la correcta y en sostener desde abajo la escalera colgante para que no se moviera. Estos últimos fueron los que llevaron a sus equipos a concluir primero la “misión”.

Desembarco en Benavídez
Ahora son pasadas las 8 de la noche y todos los botes descansan en la orilla. Chorreando y trotando en el lugar para no ceder al frío, escuchamos los detalles de la última misión, que consiste en subir al gomón un voluminoso bolso que contiene varias bolsas de arena, para llevarlo hasta la otra orilla. “Si el bolso se moja, hay que empezar de cero”, advierte McGuire.
Pesa, ¡y mucho! Cuatro de los más robustos o menos agotados integrantes del equipo son necesarios para dejar caer el bolso dentro del gomón. Subimos y remamos hasta la otra orilla con lo que nos queda de brazos. Pero ahora viene lo peor, sacarlo del bote en movimiento ya que no hay forma de atarlo a nada, pues sólo hay juncos. El bote se acerca y se aleja de la orilla mientras tratamos de bajar la carga; sin pensarlo mucho bajo al agua del lado opuesto para contener el movimiento. Funciona: el bolso descansa ahora en tierra sin una gota de agua.
Pero cuando trato de subir, el bote se aleja de la orilla y me empuja hacia adentro del lago donde dejo de hacer pie. No tengo de donde impulsarme y no me queda resto. Entonces, del bote se asoma una mano, luego otras, que me suben a bordo.
LA NACION