Nagorno Karabaj: viaje a un país imposible del otro lado del espejo

Nagorno Karabaj: viaje a un país imposible del otro lado del espejo

Por Facundo Cantelmi
Nagorno Karabaj convierte a quien lo visite en protagonista de una historia de realismo mágico. Es llegar a un país que no es un país, pero que acaba de cumplir 24 años. Y al que es imposible hallar como tal en Google Map. Hoy, la única manera de encontrarlo es a través de los ojos de la historia. Sólo se puede llegar allí por tierra porque no hay aeropuertos debido al conflicto apenas enfriado con Azerbaiján. Los 400 km desde la capital de Armenia, su madre patria y protector, se marchan en un lento lapso no menor a 6 horas por lo escarpado de las altas montañas que se deben sortear.
Nagorno Karabaj se encuentra al sur del Cáucaso abrazado prácticamente en todas sus fronteras por Azerbaiján que lo reclama como propio. Eso, a pesar de la historia y de que su población enteramente armenia se autoproclamó independiente el 2 de setiembre de 1991, en medio de la sangrienta guerra librada entre 1989 y 1994. Este país mínimo depende desde entonces del oxígeno que le llega de Armenia por un canal muy pequeño, como un globo que resiste a perder aire.
Faltan horas para que amanezca cuando comienza el viaje al país que no es reconocido por ningún otro en el mundo. Kegan, un veterano combatiente de la guerra, auspicia de chofer y guía. En pocos minutos dejamos Erevan, la capital de Armenia completamente dormida para adentrarnos por los caminos en zigzag de las montañas del Cáucaso. La ruta iluminada por los faroles del automóvil sin saber qué puede suceder metros más adelante trae a la memoria los acantilados de Bolivia, donde sobresale esa particular sensación de peligro constante. Sorprenden los avisos que autorizan un máximo de 120 km por hora sobre esos precipicios. Al rato de marchar caen copos de nieve en la ruta como si se iniciara la secuencia de títulos de un film que introduce en una historia donde todo está por descubrirse del otro lado del espejo.
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Algo que se aprende en esta región es que todo puede cambiar en minutos o en cortas distancias: del frío al calor, de la lluvia al seco, de la ciudad al campo, de la nieve a las flores. El paisaje de montañas da sentido al término ruso “Nagorno”, como Montañoso Karabaj o Alto Karabaj. Aunque los armenios prefieren el nombre antiguo, Arsaj, cuando era la décima provincia del reino de Armenia, hace más de 2000 años.
La ruta ya es una larga pista de hielo con algunos pueblos al costado cubiertos de nieve que dejan ver la escenografía típica de las viejas edificaciones de estilo soviético grises y frías, rodeadas de arboles sin hojas. A medida que avanzamos la camioneta patina, una pequeña subida se vuelve imposible y nos obliga a esperar en medio de la montaña que alguien ayude.
Es inevitable imaginar cómo se viajaba cuando este era apenas un camino y hoy el único respirador comercial de Karabaj. Superado el traspié nos acercamos a Goris, ultima ciudad antes de dejar Armenia. A partir de ahí comienza el descenso sobre una infinita cornisa que parece enroscada. Treinta minutos atrás todo estaba teñido de blanco, ahora es el verde pradera que cubre las montañas bajo un sol rajante.
La ruta es óptima, de calidad europea. Desde ahora se ingresa en un limbo jurídico internacional. Karabaj es un enclave unido a Armenia por el corredor de Lacín. Veinte minutos después aparece una pequeña construcción que es la aduana donde se paga el visado. Nada muy sofisticado, el oficial toma los datos en un cuaderno. El sellado hay que buscarlo en la cancillería de la capital, Stepanakert.
Al llegar a Nagorno, se entra a un país de dimensiones similares a las Islas Malvinas, unos 11.500 km2, con una población equivalente a dos estadios de River Plate. La escenografía es igual a la de Armenia, documentos, idioma, dinero, pero la sensación es la del Macondo de Gabriel García Márquez donde todo puede pasar. Llegar a Stepanakert es hacerlo a una ciudad inesperada, que luce muy moderna, calles amplias, edificios de poca altura y muchos llevados a nuevos uniendo la arquitectura soviética con la contemporánea. Los espacios públicos no envidian a otras ciudades del mundo, pero el vacío de gente es notorio, como un enero en Buenos Aires. Los 140 mil habitantes son pocos para ocupar tanto lugar, pero no tan grande como para que un runner la recorra entera en una rutina de ejercicios.
El tiempo pasado y el presente se cruzan en estas calles. La identidad armenia surge en cada rincón. Los monasterios centenarios que escaparon a los ataques, dibujan su silueta en el horizonte. Muy cerca del centro de la ciudad se alza el monumento que da la identidad al país: Tatik u Papik (mamá y papá), dos estatuas unidas de un hombre y una mujer, representando los fundadores y protectores. Allí es donde los recién casados llegan con música, champagne y sus bocinas a pleno para la foto pero también para que Tatik u Papik bendigan al matrimonio. Intensamente bombardeado, nunca fue alcanzado.
Observar semejante instante de vida convierte al testigo en protagonista de una escena de Emir Kusturica.
Como cualquier joven de 24 años, se nota mucha energía en Nagorno. En el mercado central, una feria abierta donde se vende de todo y muy barato, desde alimentos a juguetes, cada puesto es un retrato perfecto de los oficios: el carnicero, el zapatero, la tejedora. Pero a solo 30 km el contraste con la ciudad de Shushi, la segunda del país, es profundo. Ahí la guerra golpeó con especial intensidad.
La postal está en los edificios en ruinas, los niños que juegan entre los escombros y las mujeres que los esquivan, pero con zapatos altos y vestidas muy europeas, un dato muy común en esta región. Resisten algunas estructuras como la biblioteca nacional o fábricas aún con enormes agujeros producto de los obuses. Hay edificios nuevos que anuncian un cambio que no es vertiginoso aquí. En un rincón de la pequeña ciudad mantiene la esperanza un centro de información turística que nadie visita.
Nuestro chofer esta impávido en ese sitio donde combatió, y no quiere compartir su memoria.
Pero el pasado está. La gente admite que viven esperando una mala noche o el día negro en que otra vez se desate la guerra. Pero ese realismo no se refleja en tensión. Aquí todos sueñan con unirse un día con Armenia y, mientras, seguir adelante. Los niños juegan en las plazas, las iglesias llaman a misa y todo parece funcionar. En las calles se percibe la identidad milenaria que sostiene la fe de este pueblo, acostumbrado a vivir envuelto en conflictos.
Llegar a Nagorno Karabaj no es sólo hacerlo a una república imposible que es y no pero que acaba de cumplir 24 años. Es hacerlo a una lección vital de más de dos milenios de historia de un pueblo emperrado en defender su identidad. En el Macondo de García Márquez a las cosas había que señalarlas con el dedo porque aún no tenían nombre. En este Macondo contemporáneo del Cáucaso quizá lo que esté faltando es que los países dejen de señalar y empiecen a llamarla: República de Nagorno Karabaj.
CLARIN