La historia detrás del profesor de educación física que fundó un imperio financiero

La historia detrás del profesor de educación física que fundó un imperio financiero

Por Carlos Manzoni
David Ruda siempre tuvo la suerte de su lado. Después, él se encargó de acompañarla con trabajo y sudor. “Lo primero que trajimos para vender a Córdoba fueron 12 pares de zapatillas. Cuatro blancas con tiras rojas, cuatro blancas con tiras azules y cuatro blancas con tiras negras”, recuerda en el inicio de la charla. “Me voy a transformar en el «Señor tarjeta»”, concluye, al final, poco antes de dar un abrazo, que es como su sello distintivo. Entre una y otra afirmación no sólo pasaron unos cuantos minutos de conversación, sino que transcurrió toda una vida llena de anécdotas, coincidencias y suerte… mucha suerte, como él mismo repite.
Ruda, de 78 años, es el dueño de Tarjeta Naranja, un imperio con 7,8 millones de plásticos emitidos en todo el país, que tuvo su origen en un pequeño comercio de ropa deportiva fundado junto con su socio y amigo de toda la vida, Gerardo Asrin. Lo abrieron en 1969 y lo bautizaron Salto 96, una marca que nació en un garaje y que hoy, ya metamorfoseado en un negocio financiero, ve inaugurar “Casa Naranja”, una nueva sede en la que invirtieron $ 300 millones.
Pero la historia de Ruda, que como en una urdimbre soñada lo fue conduciendo hasta lo que es hoy, había comenzado mucho tiempo atrás. Varias décadas antes de que se configurara la Argentina actual, que, según sus propias palabras, está estancada, sin trenes y con inflación. “El hecho de que no haya ferrocarril es un claro ejemplo de lo mal que estamos como país. Acá se transporta todo por camión. Eso es un suicidio”, exclama.
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Hijo de Mauricio Ruda y doña Lola Goldadler, estudió educación física en 1954. En ese año se podía empezar la carrera con tercer año aprobado del secundario, en paralelo. Así que iba al profesorado todos los días de 14.30 a 18.40 hs; a las 19 entraba al colegio secundario nocturno y salía a las 12 de la noche. “Hice primero y segundo año, mientras terminaba cuarto y quinto del secundario. E hice tercer año de profesorado de Educación Física mientras cursaba primer año de Medicina. Completé tres años de la carrera, pero después abandoné, para cursar tres años de Psicopedagogía. Y ahí sí empecé a trabajar”, recuerda.
Todo eso fue desde 1955 hasta 1964. Diez años después de recibido, lo único que había hecho había sido dar clases en escuelas primarias y secundarias. Lejos estaba de sufrir, como sufrió después, el rigor de la inflación, que lo hizo aprender a “pagar contra culata de camión”. ¿Cómo era eso? “Topper, que era Alpargatas, te avisaba por teléfono cuándo llegaba el calzado, el número de guía y la cantidad. Cuando arribaban, te daban la factura, vos le dabas el cheque y ahí recién te bajaban la mercadería”, explica.
Hoy también es la inflación alta lo que lo desvela. “El comercio pone una parte, aguanta un tiempo; al comercio lo aguanta el fabricante; al fabricante lo aguanta vaya a saber quién. Pero en esas tres patas se da la operación de crédito. Y el consumidor es el que paga precios de crédito, no de contado. Lo que pasa es que en la cabeza del consumidor funciona un sistema que dice que esta cuota que paga hoy, dentro de unos meses va a ser muy chica, y eso nos está llevando a una bicicleta”, describe.
Un grupo de niñas de entre nueve y 10 años, pertenecientes a una escuelita de la cordobesa Villa Libertador, le dio, sin que él lo imaginara siquiera, parte del pasaje que lo conduciría donde está actualmente. Ruda era el profesor de estas chicas, que viajaban a Buenos Aires en ómnibus de línea y dormían en un convento prestado por unas monjas. Competían en el Club Gimnasia y Esgrima y fueron cinco años seguidos campeonas nacionales de la categoría gimnasia artística deportiva.
Fue entonces, en 1960, cuando los invitó la Universidad de Chile y allá coincidieron con la señora Lisselot Diem, que era la rectora de la Escuela Superior de Deportes en Colonia, Alemania. Estaba dando conferencia y un día le dijeron que había un cordobés que hacía “una cosa rara”. Fue a ver la presentación, se levantó, fue hacia él y ahí quedaron grabadas en su memoria las palabras de un alemán grandote que la acompañaba: “¡Cordobés, vos sí que tenés suerte! La señora te está ofreciendo una beca de un año en Alemania”.
Recién casado con María Isabel, su novia desde hacía siete años, Ruda partió a Colonia. Allá se dio cuenta de lo avanzada que estaba la enseñanza, adquirió métodos que luego aplicaría aquí y se quedó con la idea fija de mejorar lo que se hacía en la Argentina a nivel educación física. Pero no sólo eso, se compró un par de zapatillas Adidas, otra de las cosas que le abriría el camino hacia lo que forjó después.
Al volver al país, repartió su tiempo trabajando en la casa de electricidad de su padre (donde aprendió todo lo que sabe sobre precio de venta, stock, valores de compra, utilidades, margen de ganancia y financiación) y sus corridas de un lado a otro para llegar a dar clases en diferentes colegios. “Me había casado, no tenía casa ni auto, toda la plata que me habían dado como regalo de bodas la había gastado en Alemania. Tenía que trabajar”, afirma.
Poco después, se animó con su amigo Asrin y viajó a Buenos Aires sólo con un pasaje de tren en el bolsillo. Una vez ahí arregló para empezar a vender aparatos, elementos y libros de gimnasia en su ciudad. Al siguiente viaje, la suerte le volvió a hacer un guiño por partida doble. Estaba cambiando una rueda en el Automóvil Club Argentino cuando se cruza con el presidente de Gatic, que en ese entonces era licenciatario de Adidas, Eduardo Bakchellian. Él vio las zapatillas que Ruda había traído de Alemania y exclamó: “¡Qué buenas!” “Sí, lastima que acá no están”, retrucó Ruda. “Ahora sí, y las hacemos nosotros”, fue la frase que lo dejó helado.
“Nos cruzamos un domingo y el lunes a la mañana me junté con él en su oficina. Fuimos los primeros clientes del interior del país de Adidas -rememora-. Eso fue en 1970; empezamos con 12 pares y terminamos en 1995 vendiendo 16.000 por mes. Llegamos a tener siete sucursales en Córdoba de la casa de deportes Salto 96.”
Siempre tuvo en mente ir por más. Por eso lamenta que ahora el país esté aislado y le impida tener más sucursales de Tarjeta Naranja. “En el resto de las cosas, podríamos crecer mucho más rápidamente y generar más usuarios -se lamenta-; pero mientras no podamos conseguir dinero a tasas razonables para ofrecer financiación a la gente estamos frenados.”
Pero ¿cómo pasó de la casa de deportes a ser uno de los principales jugadores en tarjetas de crédito del país? Otra vez, simple, la cosa se dio sola. “Teníamos una tarjetita de identificación del cliente y en 1985 la transformamos en una tarjeta de compras. Era de color naranja y, aunque se llamaba «Tarjeta de compras de Salto 96 Sociedad de Responsabilidad Limitada», la gente automáticamente le decía «la naranja». Cuando nos avivamos del fenómeno, recién registramos la marca”, confiesa.
La tarjeta de compra tenía 1500 clientes y procesar toda esa información a mano era un terrible problema. Contaban con ficheros de lata sistematizados que guardaban una tarjetita y había que ir a buscar por número los datos de cada uno. Eso se hizo toda la década del 70. Pero valió la pena: en algún momento, se dieron cuenta de que el negocio iba por ahí.
“Lo nuestro fue una sucesión de oportunidades aprovechadas”, resume Ruda, que siempre vio la veta por el lado de la casa de deportes, pero no del negocio financiero. ¿Qué ocurrió? “Lo de la tarjeta de crédito sale casi de casualidad, porque teníamos muchos clientes y no sabíamos cómo llevar la contabilidad. Las cuotas aparecen porque Adidas nos daba 30 días para pagar el calzado y entre 60 y 90 para pagar la indumentaria. Todo lo que hacía yo era decirle a la gente que me dejara un 40% en el momento, el 30% en 30 días y el 30% restante en 60 días. Con la primera entrega yo pagaba el calzado, toda la facilidad que recibíamos de la fábrica la trasladábamos al cliente”, relata.
Entonces, como la casa de deportes vendía tan bien, se empezaron a acercar comercios de la zona que consultaban qué hacían para tener tanto éxito y qué podían hacer ellos. “Ahí se me ocurrió decirles: «Véndanle ustedes a la gente cuando les muestre nuestra tarjeta; yo me encargo de cobrarles y después de pagarles a ustedes a los 30 días, y me quedo con un porcentaje». En ese tiempo les cobraba el 10%, ahora no llega al 3%.”
La aparición formal de la tarjeta de crédito Tarjeta Naranja se dio en 1985, pero el gran salto se produjo en 1995 cuando se asociaron con Banco Galicia. “Ya veníamos creciendo mucho, pero el Galicia empieza a prestarnos dinero fresco a tasas mejores que las de mercado. Hasta ahí, nos fondeábamos con bancos de acá, como el Banco de Córdoba, el Suquía y el Israelita”.
Llegó un momento en que ya no podían con los dos negocios a la vez. Fue entonces cuando, en 1997, venden Salto 96 a Dexter y se quedan sólo con Tarjeta Naranja. Con esa marca comenzaron a copar primero el interior de Córdoba, después el norte del país, más tarde el sur y luego la provincia de Buenos Aires. Una vez afirmados, pusieron un pie en la ciudad autónoma de Buenos Aires.
Lejos ya de aquel joven profesor de educación física, sentado en uno de los cómodos sillones que tiene una de las salas de reunión en la nueva “Casa Naranja”, Ruda exuda optimismo. “En Buenos Aires vamos a ser la tarjeta número uno. Ya lo somos en todo el norte y todo el sur. Hay un pequeño dato: en Visa emitimos mensualmente más tarjetas de crédito que todos los bancos juntos. Me voy a convertir en el señor tarjeta”, se entusiasma.
Sólo un puñado de minutos separa su afirmación de la historia de su primera compra de mercadería, pero toda una vida rellena el tiempo real que transcurrió entre un hecho y otro. Fue un cúmulo de suerte, oportunidades y trabajo, que parece un suspiro al brotar a borbotones de la boca de este hombre ya cano y bonachón que ahora se despide con su típico abrazo.
LA NACION