Gimnasios, el territorio de una herida narcisista

Gimnasios, el territorio de una herida narcisista

Por Víctor Hugo Ghitta
Treinta minutos de bicicleta, diez de cinta en plano inclinado de veinticinco grados, cuarenta y cinco minutos de aparatos. Cien abdominales diarios. Espinales, dorsales, pantorrillas, cuádriceps, trapecio, pectorales, dorsales, femorales. Diez sprints marcha atrás y diez en zigzag para la resistencia de piernas. Ocho minutos de bolsa: recto de derecha, uppercut de izquierda, gancho de derecha, y así. Ughhhh. Cinco minutos de elongación. Agua mineral para recuperar energías, reponer minerales y no incorporar azúcar extra. Ducha, y a trabajar.
¡Ey! ¿Es que nadie notó la grasa que quemé estas últimas semanas ni la masa muscular que conseguí? Ni un gesto minúsculo de aprobación.
Mi personal trainer me prometió el paraíso, me ha dicho que si soy consecuente con la rutina de entrenamiento y cumplo una dieta razonable, seré otro. Otro: un ejemplar de mediana edad más o menos saludable y más o menos atractivo. “Serás la mejor versión de vos mismo”, arriesga. Déjenme decirles que históricamente mi autoestima ha estado dañada. “No sé -digo sin ironía-; a veces preferiría ser la peor versión de otro que la mejor de mí mismo. Y no estoy bromeando.”
Somos amigos desde siempre, de modo que nos permitimos decirnos las peores cosas. “Vos sos, además, un hombre sensible -me hostiga-. Sos el atleta y el poeta: el ideal griego.” No le pego porque es un alfeñique. “No seas turro”, atino a defenderme, pero sé que en el fondo tiene razón. Me imagino montado en la bicicleta fija leyendo algún librito de Sartre o Ian McEwan mientras quemo grasas. En algún momento de mi vida solía llevar uno en el bolso que dejaba entreabierto en la esperanza de que alguna mujer lo espiara. Pero ésta es otra vida. De vez en cuando sólo jugamos con la entrenadora que anda por ahí. Imagino que observa cada uno de mis movimientos con un distanciamiento profesional, mientras yo escudriño su mirada en busca de un brillo, invisible para los demás, en el que creo descubrir la insinuación y el deseo. Sigo cada indicación, obediente, y cada tanto me viene la imagen de una espléndida dominatrix. “Estás fantástico hoy -me dice ella, muy perra, quizá sin saber que esas tres palabras revolotearán en mi cerebro el día entero-. Ojalá tu mujer sepa aprovecharlo.” Sucede a veces, sí: mi mujer y yo leemos juntos en la cama.

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El gimnasio es escenario de una gran batalla entre narcisistas. Algunos de ellos llevan las cosas al extremo y navegan las aguas más perturbadoras del onanismo. No es una idea cómoda de llevar, pero déjenme recordarles una frase de Woody Allen: “No hablen mal de la masturbación -dijo alguna vez-: es sexo con alguien que amo”.
Todo se juega en el preciso instante en que uno ingresa en ese santurio, cuando el mundo se detiene, los cuellos tuercen al unísono y los ojos se posan sobre el recién llegado para saber si se trata de un habitué o de un forastero. Suele ser divertido e inevitable, antes o después, observar a los otros en el espejo mientras se simula estar controlando los progresos del cuerpo. “¿Vos hacés eso? -mi amigo se hace el sorprendido-. Me estás jodiendo.” Respondo que es un acto reflejo, pero le pido que se despreocupe: en mi caso no hay progresos.
Hay momentos amargos. Hace algún tiempo, en uno de mis tantos regresos, me monté en una cinta para iniciar el precalentamiento. No debía dejarme arrastrar por un entusiasmo abrupto. Eran veinte minutos sin exigencias, a unos 6 kilómetros por hora. Es una velocidad modesta, apenas suficiente para conservar cierta dignidad. De pronto se abrió una puerta con un golpe seco. Era hermosa: tez bronceada, musculosa dry fit, calzas; llevaba auriculares en los oídos y estaba sumida en sus pensamientos, entre los que yo no ocupaba lugar. Se montó en la máquina de al lado; demoró un minuto en dejar su celular y tender la breve toalla color fucsia que hacía juego con sus medias y el calzado. Una vez sobre la cinta, comenzó a caminar. Miré el procedimiento por el rabillo del ojo, tensando secretamente los músculos del estómago. Cuando vislumbré lo que sucedería, atiné a aumentar la velocidad, quizá a unos más presentables 7.5 kilómetros. Pero era tarde: lenta, minuciosa, inexorablemente, comenzó a correr a mi lado como una condenada, deslizándose con elegancia y sensualidad mientras yo me deshacía en un resuello. Tomé mis cosas, elongué unos minutos y me senté en el bar a tomar un cortado y leer: llevaba calculadamente encima De qué hablo cuando hablo de correr, el librito de Murakami.
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