06 Oct Esclavos en altamar
Por Loreley Gaffoglio
Lo conmovía la sola idea de volver a sentir el abrazo de su madre; lo colmaba de esperanza. Con los años esa ilusión se fue convirtiendo en una quimera. Pero el deseo de los hombres no entiende de prisiones ni calvarios. Era lo único que lo mantenía vivo, lo disuadía de arrojarse por la borda cada noche. Era un esclavo en altamar. Que perseguía un sueño.
El cautiverio de Myint Naing transcurrió en un pesquero tailandés, una verdadera cárcel flotante que navegaba aguas internacionales. Muy pronto perdió la noción del tiempo. Sobrevivió tras aprender el oficio del pescador. Una red mal zurcida o una boya mal colocada podían trae golpes feroces. Mezclar los peces forrajeros con los crustáceos podía costarle la única ración diaria: un bowl de arroz con vísceras de pescado. Pero lo que más desquiciaba al capitán de la embarcación -su dueño, al fin- era la parsimonia con que Myint desarrollaba su tarea. A veces, cuando se acercaba la nave nodriza, que abastecía de combustible y hielo a su embarcación y trasladaba la carga a puerto, Myint permanecía oculto, sujeto a un grillete en la sala de máquinas.
Sólo en las dos o tres horas de sueño, en hamacas improvisadas con viejas redes, se entregaba a sus recuerdos. Entre esas evocaciones refulgía la sonrisa de su madre. Como si la memoria pudiese cambiar su destino, volvía sobre aquel último almuerzo familiar, en la aldea de Mon State, en Myanmar, cuando su madre le insinuó que debía irse. Tenía 18 años y un reclutador lo invitó a embarcarse en el pesquero tailandés con la promesa de una buena paga. Ni Myint ni su madre sospecharon que ese acuerdo lo convertiría en un esclavo de por vida. Pero tuvo suerte: el cautiverio duró apenas veintidós años.
Otros oprimidos, drogados en burdeles y luego secuestrados, viajaban con él. Cumplidos tres años de esclavitud, y una vez que arribaron a Indonesia, cuya plataforma marina ya habían saqueado, Mynt le suplicó al capitán por su libertad. Recibió un garrotazo en el cráneo. Gravemente herido, aprovechó la cercanía con el puerto y huyó en plena noche. Deambuló por la isla indonesia hasta que una familia compasiva lo curó y le brindó refugio. En retribución, Myint ofreció cultivar la parcela de tierra. Gozó de la libertad durante cinco años. Pero el recuerdo de su madre lo acechaba. Quería volver a casa y reencontrarse con ella, pero carecía de medios. Para la ley indonesia, además, era un inmigrante ilegal. En esa encrucijada, escuchó cierto día que un barco repatriaba inmigrantes a cambio de labores durante el viaje. Creyó que valía la pena correr ese riesgo. Pero las condiciones fueron aún más drásticas. Debió conformarse con beber agua de mar hervida.
Ebrio, una noche el capitán le anunció a la tripulación que la canjearía en el próximo puerto. Desesperado, Myint imploró por su libertad. Fue encadenado del cuello en la cubierta. Pero no se dio por vencido: logró abrir el cerrojo con un pedazo de metal. En la noche oscura, se arrojó por la borda. Y nadó hasta la costa en la isla indonesia de Tual.
Sabía que no podía alertar a las autoridades porque sería devuelto a su captor. Entonces, se internó en la selva. Pasó lo siguientes nueve años en la más absoluta soledad y sobrevivió a un ACV, que le inmovilizó el brazo. En 2011 escuchó que en la isla de Dobo había una comunidad de esclavos desertores. Corroído por tanto desamparo, fue en busca de ese contacto humano.
La historia de Myint salió a la luz en abril pasado tras una investigación de un año realizada por Margie Mason para la agencia AP. Fue tal la presión internacional ante la truculencia de esos hechos, que el gobierno indonesio, al principio renuente, accedió a repatriar a unos 800 hombres esclavos de la industria pesquera. En su mayoría, camboyanos, tailandeses, indonesios y birmanos.
La denuncia de Mason sobre la industria pesquera en el sudeste asiático entraña una belleza moral que invita a contar esta historia. Reescribir esa odisea es una forma de combatir la impotencia y no sentirse cómplice.
Myint pudo abrazar a su madre el 16 de mayo. Tenía 40 años cuando llego a Yangon, Myanmar. Camino a su pueblo, su madre se abalanzó sobre él. Los dos cuerpos fueron un solo temblor durante varios minutos. Lloraron de felicidad y acaso movidos por la amarga melancolía de los años perdidos.
Ese día Myint se encontró con sus sueños.
LA NACION