08 Oct En Ashley Madison nada es lo que parece
Por Ariel Torres
¿Qué lleva a una persona que se propone entablar relaciones clandestinas a pagar el servicio con su propia tarjeta de crédito? ¿Cómo se le ocurre, si es un funcionario público, registrarse con la dirección de correo electrónico que le provee el Estado? ¿Cuál es el mecanismo mental que conduce a alguien a exponer en Internet su intimidad de la manera más cruda con nombre, apellido y domicilio reales?
Tal es el escenario que surge tras el robo masivo de datos de Ashley Madison, el mayor sitio para infieles de la Web (sí, dicho así ya empieza a sonar extravagante; volveré enseguida sobre el punto, porque es clave), con unos 124 millones de visitas por mes y 37 millones de suscriptos. Como ocurrió con las fotos de celebridades el año último, los afectados no sólo fueron víctimas de los piratas informáticos, sino también de una fractura cultural. Compraron la ilusión de que las computadoras son de alguna manera infalibles. Que en Internet podemos ser anónimos. Que los bits son confiables simplemente porque son nuevas tecnologías.
Está bastante claro que se equivocaron, y lo extraño es que se equivocaron en lo que se supone que son expertos, es decir, en hacer trampa. No pretendo, por favor, juzgarlos; en serio. Pero es evidente que ningún marido le dirá a su esposa, por la mañana: “Querida, acordate de que hoy te voy a ser infiel con mi secretaria, ¿sí? No me esperes despierta.” Por el contrario, esbozará un vago: “Acordate de que hoy me tengo que quedar hasta más tarde en la oficina”.
Así que es notable, para empezar, que alguien que ha incorporado el hábito de mentir se suscriba sin titubear a un sitio que se plantea como “el servicio de citas extramaritales líder en el mundo”. Me pregunto: ¿líder comparado con qué?
En inglés (no así en español), el sitio informa también que tiene más de 39 millones de “miembros anónimos”. A mí me inspiraría dudas que lo aclararan. Es algo que se da por sentado, si se trata de citas extramaritales. Es como un salvavidas que llevara la inscripción: Esto flota. Además, después habrá que poner la tarjeta de crédito; un anonimato de lo más raro.
Por si esto fuera poco, la imagen que ocupa casi toda la página es la de una chica joven con el dedo índice sobre la boca, en sugestivo gesto de secreteo; el anular exhibe, y casi seguro no es casualidad, una alianza matrimonial. ¿Soy yo o hay cierta contradicción aquí? Digo, el secreteo no se tramita a pantalla completa.
Obvio. Pero, ¿qué significa esta contradicción? En mi opinión, que los suscriptos al servicio -una abrumadora mayoría de hombres, como se verá enseguida- quizá se proponían ser infieles, pero dan la impresión de ser algo novatos. Por eso, la propuesta de Ashley Madison les venía como anillo al dedo, para usar una analogía a tono. Esas aventuras que se les hacían esquivas en el mundo real estaban ahora al alcance de la mano. Era sólo cuestión de registrarse y entonces tendrían cientos, quizá miles de mujeres predispuestas a la infidelidad a un solo clic de distancia.
Sin embargo, un análisis demográfico de los datos filtrados, que se conoció el jueves y sobre el que LA NACION informó ese mismo día, muestra que el universo de Ashley Madison podría ser muy diferente del que imaginaron estos millones de seductores pillados in fraganti.
Por lo que parece, sólo un puñado de mujeres reales usaban el sitio (unas 12.000); el resto eran perfiles falsos creados por Ashley Madison para atraer a la audiencia masculina. Una atracción sin esperanza, hay que decirlo, porque la diferencia es tal que en el sitio sólo habría 1 mujer verdadera por cada 2500 hombres. De ser cierto, sería más fácil tener una aventura en el Sahara profundo que suscribiéndose a este sitio.
Sumando todo, tengo la convicción de que el diseño, el mensaje, la estética y los guiños de Ashley Madison están modelados adrede. No apunta a maridos y esposas infieles, sino a un club masculino en el que hay más desesperación que deslealtad.
¿Esto explica semejante diferencia de género? A mi juicio, sí. La razón es aparente, de nuevo, en las contradicciones, empezando por la marca: Ashley Madison (dos nombres femeninos). Pero hay algo más profundo y lastimoso. La propuesta del sitio puede resultar atractiva exclusivamente a los hombres que están dispuestos a pagar por enviarle un mensaje a una mujer o para leer los mensajes que una mujer les envíe (tales son las reglas). Es decir, exactamente la clase de hombre que la mayoría de las mujeres (casadas o no) intentarán evitar. El que las damas tengan el privilegio de iniciar conversaciones sin cargo vuelve la oferta todavía más revulsiva para la mayoría de ellas, porque suena a que las están usando para sacarles unas monedas a estos galanes poco afortunados.
Es el esquema opuesto al de los sitios para solos y solas, en el que el abono permite comunicaciones (mensajes, chat) ilimitadas con cualquier otro miembro de la comunidad. En esas condiciones, las mujeres se sienten en igualdad de condiciones con los hombres, no una mera mercancía.
Pero, ¿había o no hombres casados en el sitio? Seguramente, claro. Lo mismo que hombres que se hacían pasar por mujeres. Y hasta trolls, que aprovecharían la ocasión para hacerse pasar por humanos, aunque apenas. Es decir, todo el folklore online que aprendimos a detectar hace más de 20 años, en los canales del IRC.
Como negocio, utiliza también un modelo antiguo y trillado: prometer a los hombres (a cierto tipo de hombres, mejor dicho) concretar relaciones con mujeres de una manera fácil, rápida y anónima, que es exactamente lo que anhelan esos muchachos, y el motivo principal por el que les cuesta tanto iniciar un romance en el mundo real (o en los sitios para solos y solas). Ninguna relación, y mucho menos las amorosas, funciona a un clic. Ni siquiera cuando se trata de relaciones clandestinas. Lo diré mejor: nada en la vida funciona a un clic.
La lustrosa fragilidad del bit
Ahora, ¿alcanza cierto grado de soledad y desesperación para que unos 10.000 funcionarios del gobierno de Estados Unidos e Inglaterra se hayan suscripto a un sitio de citas extramaritales usando el e-mail pagado por los contribuyentes? Muchos estaban anotados con la dirección de correo de la corporación donde trabajan. ¿Cómo es posible? Sacar una cuenta de e-mail cuesta cero y lleva, máximo, 3 minutos y 45 segundos, por más desesperado que estés.
En este desliz monumental hubo, tal vez, la necesidad de creer que el sitio iba a saber proteger sus datos personales. ¡A fin de cuentas es para infieles! (¿Ya dije que esto suena incongruente?) Más aún, la portada recibe al visitante casual con un logo que dice: “Certificado Seguro y Fiable”. En inglés, en cambio, reza: “Trusted Security Award”. Pasó de certificado a premio, pero es lo de menos: la medallita tipo condecoración no es cliqueable. No conduce a ningún certificado ni a ningún premio de ninguna autoridad reconocida. No me extraña que, según Vocativ, no haya registro de que tal premio siquiera exista.
Resulta casi infantil, pero si a Ashley Madison le funcionó tan bien es porque existe una confianza simplista e ingenua en las nuevas tecnologías. Cierto, las computadoras parecen de fiar, tan lustrosas y pulidas, tan cibernéticas y modernas. ¿Qué puede salir mal? Bueno, prácticamente todo puede salir mal.
Los empleados de Ashley Madison llegaron a su oficina el 12 de julio y se encontraron con mensajes amenazantes en sus pantallas, maridados con el tema “Thunderstruck”, de AC/DC. Los habían hackeado y se habían llevado la base de datos completa de los suscriptos. Los atacantes prometieron publicarla si el sitio no era dado de baja. Cumplieron, para espanto de millones de personas que habían confiado en el Trusted Security Award.
Ahora, si esto había ocurrido docenas de veces en el pasado, si cada año se hurtan los datos de cientos de millones de usuarios de servicios de todas clases, desde un minorista de materiales para la construcción hasta RSA, la mayor compañía de seguridad informática del mundo, ¿por qué confiaron? Para peor, al revés que con las tarjetas de crédito, bancos y sitios serios de comercio electrónico, en Ashley Madison no hay reembolso posible. Lo que ponían en juego no era algo de dinero, sino su reputación y su matrimonio. ¿Por qué confiaron?
Hasta donde puedo ver, por ignorancia digital. Sólo confía al 100% en las computadoras quien no sabe qué hace un cerebro electrónico, qué es y cómo funciona el software, de qué forma se transmiten los datos en las redes y cómo se intenta protegerlos. El que no sabe es como el que no ve. En el caso de los dispositivos digitales, los programas e Internet, la ceguera es doble, porque las máquinas procesan datos y se comunican entre sí a velocidades pasmosas y en un lenguaje que es por completo ajeno para nosotros.
De haber conocido la absoluta opacidad de los circuitos electrónicos, de haber ponderado la inmensa ilusión que las máquinas deben fabricar para resultarnos inteligibles, los clientes de Ashley Madison habrían preferido buscar amoríos en otra parte.
LA NACION