Mario Muchnik: “Sacks rompió las tradiciones; humanizó a los pacientes”

Mario Muchnik: “Sacks rompió las tradiciones; humanizó a los pacientes”

Por Laura Ventura
La última vez que se vieron, el anfitrión lo recibió en su casa del Greenwich de Nueva York, con pantuflas de lana, desteñidas y algo sucias de tanto uso. Eran amigos entrañables y entonces el huésped recordó que había acompañado unos años antes a ese hombre a entrevistarse con la reina de España en la casa real. Mario Muchnik fue el primer editor al castellano de Oliver Sacks, el escritor y neurólogo que falleció el domingo último en Manhattan.
De la boca de este anecdotario de las letras y las editoriales afloran versos de tangos cada vez que comienza a narrar historias donde aparece como testigo privilegiado de los hechos. Conmovido por la reciente pérdida de su amigo, recita “Mano a mano” para resumir su relación con Sacks, pero no porque se trate de un otario o de un hombre despechado que invoca a su amante. Es la imagen literal del título: dos caballeros que se pudieron despedir sin cuentas pendientes tras una larga relación. En ese periplo Muchnik editó Despertares, Veo una voz, Con una sola pierna, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y La isla de los ciegos al color.
A comienzos de los ochenta, Muchnik se topó con un artículo del New Yorker que abordaba un tema que a él lo afectaba de modo personal: la migraña. Estaba firmado por un tal Oliver Sacks. Consiguió la dirección del neurólogo y le escribió con la propuesta de publicar el estudio al castellano. Al poco tiempo se encontraron en Nueva York. A las 8.30 acordaron desayunar y Sacks, o “el barbudo”, como lo llama Muchnik llegó con puntualidad inglesa a la cita, abrió su ataché y de allí sacó un almohadón. Padecía dolor de espalda y ese remedio casero era el mejor antídoto que pudo encontrar esta mente privilegiada de la ciencia.
Metódico y disciplinado, Sacks nadaba casi a diario, incluso cuando estaba de viaje buscaba hoteles con piscina. “Un día en Madrid lo voy a buscar y aparece con una venda en la cabeza. ¡Había calculado mal la distancia del largo!”, ríe Muchnik.
Sacks hablaba dos lenguas: inglés y el lenguaje de sordomudos. “Me hablaba de las virtudes de esta última porque las personas no se pueden interrumpir. Puede haber cuatro conversaciones simultáneas en una mesa sin que se molesten entre sí. Era quien más sabía en el mundo de los sordomudos, por eso la reina de España lo había conocido, porque tenía un familiar con este problema”, se refiere a su trabajo llamado Veo una voz, inspirado en un verso de Sueño de una noche de verano, de Shakespeare.
Mario-Muchnik-propone-un-viaje-a-la-eternidad-en-una-centésima-de-segundo
-¿Por qué las obras de Sacks se mudan a otra editorial [de Muchnik a Herralde]?
-Seguimos siendo amigos, aunque perdí los derechos de sus obras. Fue un golpe muy duro para mí. Hay cosas que uno no puede aceptar y yo no lo acepto. Fue culpa de una agente inglesa que se encargaba de sus cosas y ella no pensaba que tuviéramos buena distribución en América latina y le dio la distribución completa a Herralde, que sí la tiene. Lo llamé a Jorge [Herralde] y le dije que, dentro del drama de lo que significaba para mí, me llenaba de alegría que fuera él su editor. Me respondió que Sacks se merecía editores como nosotros, como él y yo.
¿Qué destaca de Sacks como médico y como persona?
-Sus libros son de ruptura. Despertares rompe con todas las tradiciones, humaniza a los pacientes. Él se apiadaba de ellos y era así en todas sus relaciones. Eso lo hacía tan especial. Le decía que la gente que encontraba y las cosas que le ocurrían le ocurrían solo a él. Y él me respondía que podía ser, pero que también era cuestión de entrenamiento, de agudizar el ojo.
Desde el ventanal del piso once de su departamento se divisan las emblemáticas Torres Kio. De riguroso blanco, rodeado por los 8000 ejemplares de su biblioteca políglota y de los cuadros que pinta “Miguela Angela”, como llama a su mujer, la periodista y artista francesa Nicole Thibon, se disculpa si la casa está desordenada o con polvo. Es verano y la chica de la limpieza está de vacaciones. Es él quien sacude las telarañas de su memoria y siempre lo hace con una sonrisa y con un acento híbrido argentino-español, hasta que pierde la alegría cuando lo tratan de usted.
Sin vanidad alguna, no duda en hablar de sus fracasos y tampoco se preocupa por ostentar sus logros ni objetos preciados.
-Me mostraste los cuadros de tu mujer. ¿Y los de Picasso? ¿Tenés originales?
-Sí. Dos láminas con estudios del Guernica. Nos los viste porque están detrás de ti.
Muchnik cuenta una anécdota. “Una vez entraba a un restaurante y Mario Vargas Llosa me saluda: «Hola, tocayo. Te quería pedir permiso para usar tu nombre en mi próxima novela. Necesito un editor que tenga gusto literario y que sea nulo para los negocios, es decir, que esté quebrado permanentemente». Le dije que sí, que había dado en el clavo.” Así explica la presencia de un homónimo en Travesuras de la niña mala. Estudió física en la Universidad de Columbia y realizó su doctorado en Roma. “Tenía padres sobreprotectores y el mío viajó a Nueva York para reunirse con el astrónomo Harlow Shapley, para preguntarle si era viable que estudiara ahí. Me recibí y me quedé hasta que no pude tolerar el macarthismo.” Su padre era Jacobo Muchnik, un famoso editor, quien había cerrado el negocio cuando Mario quiso dedicarse a él. Quien le dio su primera oportunidad fue Robert Laffont. Luego crearía con su padre en Barcelona Muchnik Editores a comienzos de los setenta y se convertiría en un referente indiscutido de este universo, hasta que le arrebataron el negocio. “Mis socios me robaron mi editorial en el sentido estricto de la palabra. Gente reprobable.”
-¿Qué utilidad le diste al haber estudiado física?
-La física me dio la capacidad de comprender ciertos razonamientos más rápido que otra gente.
-¿Te hermanó con Ernesto Sabato el saber compartido de la física?
-Sí. Tuvo mucha influencia en mí, hasta el día de hoy. A veces me confundían con él. Una vez en París estaba en el intervalo de un concierto con mi primo [Hugo Santiago] y dos chicas me pidieron un autógrafo. Y les firmé. Sabato era amigo de mi mamá, comunista por convicción, preocupada por las condiciones de la gente que trabajaba en los ingenios. Una vez durmió en casa porque tenía amenazas de muerte. No le avisamos a la chica que venía a limpiar y entró en la habitación, subió la persiana y empezó a hacer sus cosas. Sabato la miraba desde la cama, hasta que le habló y ella casi se murió del susto.
-¿Fuiste comunista?
-¿Qué iba a saber yo lo que era ser comunista? ¡Tenía 14 años! En ese momento era escéptico y seguí siéndolo hasta el día de hoy.
-¿Cómo era tu vínculo con Julio Cortázar?
-Cuando me metí con Nicole acababa de salir Rayuela y pensamos hacer algo que es imposible: unir fuerzas para traducirla al francés. Julio nos escuchaba con respeto. Luego nos hicimos muy amigos. En 1973, con el golpe de Estado en Chile, todos militábamos. Había 70 personas en casa y Julio estaba ahí. Su misión era hacer fotocopias. Luego conocí a Carol Dunlop [pareja de Cortázar y coautora de Los autonautas de la cosmopista, editada por Muchnik]. Estaba con Julio en un café y se empezaron a besar en plena luz del día. Eran tan tiernos.
-Parafraseando tu libro Lo peor no son los autores, ¿qué es lo peor?
-No sé qué es lo peor, pero sí sé qué es lo mejor: los autores.
LA NACION