07 Sep Mad Men: confesiones de un creador que no olvida sus días negros
Por Matthew Weiner
Recuerdo haber estudiado un poema de Samuel Taylor Coleridge, “Kubla Khan”, en la escuela secundaria. Según Coleridge, al despertar de un profundo sueño inducido por opio, recordó una visión e inmediatamente escribió las famosas 54 líneas. Pero cuando comenzamos a hacer el análisis poético, resultó claro que no había manera de que este poema pudiera haber sido escrito de una vez. Tiene una estructura asombrosa. Supimos, leyendo cartas y notas que habían sido descubiertas, que era probable que Coleridge no sólo hubiese trabajado en “Kubla Khan” varios meses, sino que también se lo envío a amigos para tener sus opiniones.
Los artistas a menudo ocultan los pasos que llevaron a sus obras maestras. Quieren que su obra y su carrera queden envueltas en el misterio de que todo se produce de pronto. Eso se llama ocultar las pinceladas y quienes incurren en ello le sirven mal a la gente que admira su trabajo y busca emularlo. Si uno no ve las notas, las reescrituras y los pasos, es fácil ver el producto acabado y caer en la ilusión de que salió a borbotones de la cabeza de alguien tal cual.
La gente joven o que aún está luchando por el éxito puede desalentarse fácilmente, porque no puede hacerlo como cree que se ha hecho antes. Una obra de arte es un producto acabado y está bien que sea así, pero yo siempre me juré que no ocultaría mis pinceladas.
Se reverenciaba a los escritores en mi casa y yo quise serlo desde niño, pero cuando fui a la universidad, no pude atender clases de escritura. Fui a Wesleyan, una pequeña universidad de humanidades y para ingresar en la clase de escritura había que presentar muestras de lo que uno escribía. Las mías aparentemente no eran lo suficientemente buenas. Me rechazaron en todas las clases de escritura. Terminé convenciendo a un profesor de idioma de que hiciera un estudio independiente de poesía conmigo. Cuando terminé mi tesis, estaba extremadamente orgulloso y quería que otros la vieran. Se la di a un profesor de humanidades y me invitó a su casa para leer el trabajo en voz alta. Después del primer poema me dijo que sacara lapicera y papel, y tomara notas. Comenzó: “El uso infantil de? El uso pueril? El uso infantil. La torpeza de cliché?” Fue una crueldad humillante tras otra. Y yo tuve que escribir estos insultos. Fueron horas de esto, poema tras poema. Finalmente, me dijo: “Creo que sabes que no eres un poeta”. Yo dije: “No, no lo sabía”.
Si bien ser golpeado de este modo duele, un mecanismo de supervivencia importante que adquirí a lo largo de los años es aprovechar los rechazos y aferrarme a los halagos. El rechazo me enfurece, pero ese sentimiento de que “¡Ya les voy a mostrar!” es un motivador extremadamente poderoso. Ahora estoy en un punto en el que temo que si lo pierdo dejaré de trabajar. Por otro lado, no hay nada como un halago significativo de alguien que uno respeta. En mi juventud, era muy mal estudiante y casi nunca hacía la tarea. Mi maestra de cuarto grado una vez me llevó a un lado, y me dijo: “Hablar contigo es como hablar a las paredes; no escuchas nada. Crees que te las vas a arreglar el resto de tu vida porque eres encantador. Crees que no tienes que trabajar, pero sí tienes que hacerlo”. Recuerdo que la miré después de todo esto, y le dije: “¿Así que piensa que soy encantador?”.
Al terminar el ciclo básico de la universidad fui a una escuela de cine en la Universidad del Sur de California, donde finalmente empecé a hacer algo de escritura narrativa. Había competencias para los films que la escuela realizaría y mi material nunca fue seleccionado. Finalmente, dije: “Voy a hacer un documental” e hice uno sobre los paparazzi. Se destacó y me hice conocido por mi capacidad como editor y mi sentido del humor. Al graduarme salí en busca de un empleo. En tres meses no conseguí nada. Ni siquiera tuve una reunión con un agente. Así que durante los siguientes tres años me quedé en casa escribiendo guiones por mi cuenta para presentar en los estudios. Mis amigos tenían empleos en empresas, pero yo no. Mi esposa, Linda, trabajaba duro como arquitecta y nos mantenía. Intenté vender mi material, pero no vendí nada. Me amargué mucho viendo tener éxito a gente que pensaba que no lo merecía. Fue un tiempo oscuro.
El negocio del espectáculo se veía tan impenetrable que, eventualmente, dejé de escribir. Empecé a mirar TV todo el día y estar tirado. Mi madre me llamaba para que llevara a mi cuñado en el auto al aeropuerto. Eso es el tipo de basura que hacía en vez de escribir. Me sentía la persona más inútil y sin valor del mundo.
Entonces un día vi la película de bajo presupuesto Clerks (Empleados de oficina). Me inspiró para hacer mi propio film independiente: una pequeña comedia en la que yo actuaba, haciendo de un guionista fracasado. Usé a mi esposa, mi departamento, mi auto, básicamente todo lo que pude para terminar el film. Hacer la película fue una experiencia transformadora. Fue difícil conseguir que la dieran en festivales y nunca la pude vender, pero me propuse hacer algo y lo logré.
Un amigo de la universidad estaba preparando una prueba piloto que necesitaba de lo que se llama punch-up. Punch-up es un montón de escritores de comedia sentados en un cuarto haciendo más gracioso un guión. No sabía que existiera tal trabajo, pero así conseguí entrar al estudio de Warner Bros y sentarme en un cuarto con muchos escritores profesionales. Resultó que yo era bastante bueno para eso. Todo lo que dije se incluyó en el guión y eso me hizo sentir muy bien. Luego me habló el encargado del manejo cotidiano del trabajo de la serie y me ofreció US$ 600 para que me quede hasta el final de la producción del piloto. Yo dije: “Por Dios. Por supuesto. Aquí estaré”. Lo hubiera hecho gratis tan sólo por volver al estudio. Ese show rápidamente salió del aire, pero corrió la voz de que yo era gracioso. El encargado de otra serie me invitó a almorzar y me contrató para su show. Un trabajo lleva a otro, pero en algún punto hay que empezar. Era mi primer trabajo pago en la industria del entretenimiento y yo tenía 30 años.
El horario de trabajo en las comedias es largo, 14 horas al día, a veces siete días a la semana. Pero siempre quise crear mi propio show, por lo que comencé a estudiar para mi “proyecto sobre publicidad”. (Mad Men) en mi tiempo libre. Era como tener una amante. Trabajaba en la serie de noche o en mis horas fuera del trabajo, cuando no estaba con la familia. Le pagué a gente para que investigue, me inundé de material e incluso contraté un asistente de escritor para dictar porque estaba demasiado cansado para tipear (también liberó mi imaginación). Cuando terminé el guión, sentí que era algo especial. Lo envíe a mi agente y se lo ofrecí a todo el que pude. Lo llevaba en mi bolso donde fuera por si me encontraba con alguien que pudiera serme útil. No pude conseguir citas en las grandes cadenas, pero se lo ofrecí a compañías productoras pequeñas. Me decían cosas, como “no sabe lo que hace”. “¿Tiene idea de lo anticomercial que es esto?” “¿Es broma?” Pero las respuestas más irritantes decían cosas, como: “Ésta es una de las cosas más hermosas y bien escritas que hemos leído, pero me temo que no hacemos este tipo de shows”. Esos comentarios me hacían sentir como si estuviera solo en el universo.
Una persona a la que envió Mad Men mi agente fue David Chase, creador de Los Sopranos. Sólo quería que lo leyera y lo apadrinara en HBO, pero le gustó tanto que decidió contratarme. Dijo: “Aunque termine despidiéndote, voy a ayudarte a hacer esto”. Y se lo dio a HBO, pero lo rechazaron porque no querían hacer una serie sobre una época.
Obviamente, seguí ofreciendo Mad Men en todas partes. Showtime, Lionsgate, Sony, FX, todos lo rechazaron. Mad Menhabía andado dando vueltas por la ciudad unos cuatro años y nadie quiere algo que ha sido rechazado por todos.
Pero entonces apareció AMC. Quería dar un golpe y hacer algo nuevo. También estaban interesados en hacer un show que quisieran ver, que es, en realidad, el secreto del éxito en todo lo artístico. Básicamente dijeron: “Nos encanta esta cosa y queremos hacerla”. Yo estaba tan entusiasmado, pero en aquel tiempo nadie pensaba que AMC era “alguien” en el negocio del espectáculo. Todos sentían pena por mí. No puedo expresar la conmiseración que recibía. Era como si mi proyecto se presentara en el sótano de la casa de alguien. Nadie conocía ese canal. Pero AMC me dio control creativo completo y todo lo que recuerdo que pensaba era que iba a vivir mi sueño.
Tardó siete años desde que escribí Mad Men hasta que finalmente llegó a la pantalla. Viví cada día con ese guión como si fuera a suceder mañana. Es la fe que hay que tener.
Hollywood es duro, pero creo que si uno tiene realmente talento, presenta su material, soporta el rechazo y no se pone un límite de tiempo, alguien lo va a notar.
La cosa más derrotista que oigo es: “Voy a probar un par de años”. No se puede fijar un tiempo. Si hace eso, no es escritor. Tiene que quererlo tanto que no le quede otra opción. Hay que comprometerse a largo plazo. No hay vergüenza en ser un artista muerto de hambre. Si alguien consigue un empleo y no lo hace demasiado bien, pues se alejará de escribir.
Lo que más lamento es que al comienzo de mi carrera fui muy cruel conmigo mismo por no haber logrado nada significativo. Pasaba mucho tiempo tratando de escribir, pero estaba paralizado por lo retrasado que me sentía. Muchos años después advertí que si hubiese escrito sólo un par de páginas al día al final de cada año tendría 500 páginas (y eso sin trabajar los fines de semana). Todo lo que uno haga diariamente es fantástico. Aún sigo escribiendo casi todo de una vez, pero ahora me doy más margen para pensar y perder el tiempo. Sé que es parte de mi proceso creativo.
Extracto de Getting there: A Book of Mentors, por Gillian Zoe Segal. Editado por Abrams Image.
LA NACION