La conmovedora historia de McIntosh, un grito de esperanza

La conmovedora historia de McIntosh, un grito de esperanza

Por Sebastián Torok
Ryan McIntosh nació en Midland, una porción del estado de Texas. Luego de graduarse en la Rifle High School, en Colorado, estudió durante dos años en la Mesa State University. Atletismo. Fútbol americano. Básquetbol. Natación. Fue siempre un apasionado por los deportes. Se animaba -y se destacaba- en la mayoría de las actividades. Un día, tras evaluarlo junto con su familia, dejó los estudios universitarios para unirse al Ejército estadounidense. En abril de 2012 comenzó su formación en la base Fort Benning, en Georgia. Impulsivo, dispuesto a “defender a su país”, muy pronto, en octubre de ese año, lo enviaron a combatir a Afganistán. Dos meses más tarde, durante una recorrida con su regimiento por el valle de Kandahar, pisó una mina, el artefacto detonó, lo expulsó por el aire varios metros y cayó en una zanja, con gran parte de la pierna derecha destrozada. Nunca perdió la conciencia, fue asistido inmediatamente y llevado a un hospital de combate, donde no tuvieron más remedio que amputarle la pierna desde la rodilla. McIntosh hoy tiene 26 años y, con una prótesis como la que en su momento popularizó Oscar Pistorius, es uno de los alcanzapelotas más eficientes del US Open, el último Grand Slam del año.
Casado y con dos hijos, McIntosh no pretende ser un ejemplo de autosuperación. Lo dice una y otra vez. Tampoco quiere ser observado como “un bicho extraño”. Pero es inevitable que no pase inadvertido, sobre todo por la energía que derrocha, con sus limitaciones motrices, cada vez que corre detrás de una pelotita o le alcanza la toalla al jugador que asiste en ese momento. Al margen de las sofocantes temperaturas que se vivieron en el torneo, no economiza empuje, aunque a veces no le queda otra que sentarse por un momento ya que semejante desgaste le genera algunos pinchazos en la pierna maltrecha. Pero se oxigena y comienza otra vez.
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Dos meses después del accidente en Afganistán y con una prótesis especial, comenzó a caminar. Al poco tiempo ya compitió en los Warrior Games, un programa deportivo del Ejército de EE.UU. para los soldados heridos. Corrió los 100 y 200 metros, lanzó disco y jugó al voleibol y al básquetbol en silla de ruedas. Hasta que el tenis se presentó en su camino. Como parte de una iniciativa de la Fundación de la USTA (United States Tennis Association) de inclusión social a los héroes de combate, en 2012 McIntosh aplicó como ballboy. “Me preguntaron si podía lanzar una pelota de tenis. Y respondí que había lanzado granadas, que entonces hacerlo con pelotitas sería más sencillo”, sonríe, con el recuerdo a la distancia. Como él, otros 600 jóvenes intentaron aprobar los exámenes. Él quedó entre los seleccionados. Hasta se dio el gusto de “trabajar” en un partido de Serena Williams. Esta temporada regresó. Y si bien la primera imagen impacta, los tenistas se acostumbraron rápidamente a sus condiciones. Lo tratan como a uno más; es decir, algunos con especial respeto y otros con indiferencia, como a cualquiera. Gana unos 7,75 dólares por hora, pero está claro que no es económica la razón por la que se encuentra en Flushing Meadows.
McIntosh, radicado en San Antonio, suele participar en competencias paralímpicas. Sigue nadando, jugando al básquetbol y corriendo. También es coordinador de un programa que ayuda a soldados con discapacidades. Dice que sus colegas alcanzapelotas lo respetan. “Es un gran atleta. Tiene una gran personalidad y encaja muy bien con nuestro equipo. No tuvo problemas generacionales, se hizo amigo de personas de todas las edades y es genial tenerlo”, celebró Tina Taps, su supervisora. La misma que en 2012, cuando le tomó la primera prueba, le dijo con crudeza que, con o sin problemas motrices, debía estar a la misma altura que el resto para ser aprobado.
“No me considero nada especial. No me siento una especie de guerrero herido. La vida sigue, pese a los problemas más profundos”, es el mensaje de McIntosh, que luego del US Open tiene previsto seguir entrenándose con un anhelo: competir en los Juegos Paralímpicos de Río de Janeiro 2016.
Las explosiones todavía lo asustan. Por ello mira de reojo cada vez que se realiza la apertura del US Open y los fuegos artificiales iluminan el cielo neoyorquino. “Es como si se me fuera el estómago a la garganta”, reconoce. Y añade: “Yo no me llamaría a mí mismo una inspiración. Sólo soy un chico normal. Pero si la gente logra inspiración de mí, eso es fabuloso. Trato de vivir como si nada hubiera cambiado. Así es como me tomo la vida y trato de adaptarme”.
LA NACION

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