Vino, arte y tradición en la bodega más antigua del país

Vino, arte y tradición en la bodega más antigua del país

Por Loreley Gaffoglio
Siempre me entusiasma regresar a Salta. La asocio con bellezas naturales y tradiciones culturales que admiro: los cerros caprichosos que mutan del verde al rojizo dibujando en el cielo filos como serruchos; los paisajes desolados, custodiados en lo alto por las yungas; el culto al folklore en la calidez de sus peñas y una zamba que amo (la que con poesía nos recita la esperanza). Pero también la vinculo (debo decirlo) con lo más retrógrado: el poder feudal y una desigualdad lacerante, un machismo primitivo tan arraigado como la baguala.
Aunque en el balance, Salta “la Linda” (bien puesto ese mote) es una de las provincias que más quiero. Por eso, cuando me invitaron a conocer la bodega más antigua del país (fundada en 1831), donde prima un credo ecologista para los viñedos más altos del mundo (entre 1750 y 3100 msnm), en un “recodo” de los Valles Calchaquíes, con un museo de arte dedicado a un solo artista (el californiano James Turrell), sentí que los planetas se alineaban: nada, según mi escala, supera a la naturaleza y al arte. Siempre en ese orden.
Para llegar a la bodega Colomé hay que viajar cinco horas en auto desde la capital salteña, por caminos de asfalto y tierra que serpentean por valles, cerros y coloridas formaciones de roca. Hay también que atravesar la miríada de cactos tan altos como los árboles de las yungas, del hipnótico Parque Nacional los Cardones.
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A los pies del macizo andino, a una altitud de 2300 metros se abren, como un oasis, las 75 hectáreas de viñedos de la finca Colomé, que respiran la panorámica soberbia de montañas nevadas. El terruño es un vergel donde se emplean prácticas agroecológicas y biodinámicas para el cuidado respetuoso de los suelos. “Los vides se fertilizan con materia orgánica preparada en una granja propia, y las tareas vitícolas, prácticamente sin químicos, son planificadas en armonía con los ritmos de la luna y el sol siguiendo una cosmovisión ancestral que considera al planeta como un ser vivo”, me cuenta Connie Bearzi. Ella será mi anfitriona los dos días que permaneceré alojada en ese paraíso, junto a un grupo de ingleses que viajó especialmente a Colomé para conocer sus vinos.
En mi caso no conozco ni soy amiga de los dueños de la estancia, los suizos Donald y Ursula Hess, como para haber sido invitada a pernoctar en su casa. Pero mi insistencia para conocer la bodega me abrió finalmente las puertas. Tampoco soy una erudita en vinos. Pero quedé intrigada por el sabor que se me reveló detrás de una etiqueta: el Colomé Estate Malbec cuando en el restaurante de Alex Atala en San Pablo, el chef lo incluyó en su menú. Entre los vinos franceses e italianos, Atala escribió en el menú: “Aligot marinado con un sobresaliente blend de malbec de distintas alturas elaborado en Salta”.
Por boca de Bearsi sabré que los Hess adquirieron esta bodega histórica en 2001 a la familia Dávalos, descendientes del último gobernador español en Salta, don Nicolás Severo de Isasmendi. Su hija, doña Ascensión, casada con Benjamín Dávalos, también ex gobernador salteño, fue una de las precursoras de la producción vitivinícola en el país. Una mujer dura y tesonera, que traía de Francia los secretos de la elaboración del vino y que, en el estilo de madame Clicquot, supo desarrollar cepajes de abolengo criollo como el malbec y el torrontés.
En su gran aventura rural, los suizos -ex productores primero de cerveza, luego de agua mineral y hoy dueños de un conglomerado de otras ocho bodegas en Napa Valley, Australia y Sudáfrica- se instalaron durante seis años en Colomé, a metros de la bodega original levantada con ladrillos de adobe por doña Ascensión en el siglo XIX. Revitalizaron los antiguos viñedos, reconstruyeron la bodega, en un puro estilo colonial irguieron su estancia y, asesorados por el francés Michel Rolland, plantaron nuevas vides de distintas cepas para la producción de torrontés y variedades de malbec. La faena se extendió en 64.000 hectáreas repartidas en cuatro fincas calchaquíes a diferentes alturas, con sembrado de vides en 135 hectáreas: La Brava (1750 m), Colomé (2300 m), El Arenal (2600 m) y Altura Máxima (3111 m). Contrataron luego al enólogo de la región de la Borgoña Thibaut Delmotte y obtuvieron su primera cosecha en 2004. Hoy, con un cuidado artesanal en barricas francesas de roble y respeto medioambiental, exportan el malbec salteño a 35 países. El Colomé Estate es su vino estrella, encomiado por Wine Spectator como “el mejor vino argentino” durante tres años.
Ahora, acomodada en la sala de degustación, tengo para elegir entre el suave torrontés y los malbec reserva o Estate. Pero voy directo a aquel malbec de antología que probé por primera vez gracias a Atala. “¿Cómo afecta la altura a la uva?”, le consulto al sommelier mientras completo el rito de agitar la copa. “La altitud hace que la piel de la uva sea más gruesa para proteger la pulpa de los rayos ultravioletas y de la gran amplitud térmica entre el día y la noche”, me desasna. “Y esa misma piel produce una mayor concentración de la uva, un color, sabor y aroma también más intensos.” La tonalidad es de un rojo brillante. Tiene aroma a frutas negras y rojas, y una nariz perfumada con notas florales y especias. Es un vino elegante y delicado, ideal para maridar con carnes rojas, me explica, como el cordero con papines andinos que vendrá después.
Según me cuenta Bearzi mientras recorremos los viñedos -un ámbito paradisíaco, provisto con senderos marcados para trekking por los cerros, jardines de ensoñación, con dos molles gigantes y legiones de cactos-, el derrotero de los Hess por los valles calchaquíes adquirió tintes épicos: al acecho del “terroir perfecto”, rastrillaron primero el Valle de Uco y San Rafael, en Mendoza y luego Cafayate. Pero fue en una hostería de Cachi donde descorcharon una polvorienta botella de vino artesanal de Colomé. Enseguida Donald Hess, abrumado por un aroma poderoso, un dejo afrutillado y un color rojo profundo, sintió haberse topado con “un diamante en bruto”.
Me cautiva escuchar los pormenores de la historia de ese forastero, en cuya casa, de un gusto exquisito, me alojo. La suite que me asignan, con vista a las vides y, más allá, los Andes, tiene los encantos de la decoración tradicional salteña: coloridos quillangos, una chimenea de piedra, luces difusas en tonalidades terracota. Es un ámbito logrado que apela a lo simple y natural: a lo telúrico y a lo calchaquí.
Pero si la postal que observo por las amplias galerías es para mí la mejor obra de arte, me esperan otras. Están reservadas al Museo James Turrell, inaugurado en 2009, en un edificio 1700 metros a los pies de los cerros. El museo, que abarca cinco décadas de su producción, exhibida en instituciones como el Guggenheim y el Whitney, es el único en el país donde se puede apreciar la obra de este artista-mago que juega con la percepción óptica. Lo hace a partir de grandes espacios, en instalaciones que exploran los efectos de la luz, manipulada, en distintas tonalidades. Traspasar ese umbral produce un estremecimiento instantáneo. Un fortísimo contraste entre la naturaleza exterior y las proezas lumínicas que Turrell concibe por recorridos arquitectónicos a gran escala. Primero son como pasadizos de luces fluctuantes, luego como espacios invadidos por una luz azul que parecerían ser infinitos como el cosmos.
Pero la puesta magistral es un recinto en penumbra, con una gran abertura cenital donde el cielo muta de tonalidades. Toda la obra de Turrell explora el lugar del hombre en el universo. Y logra una experiencia sensorial única. Lo más extraño aún es experimentarla en el ámbito de los Valles Calchaquíes. Allí, donde la magia se abre paso a metros de una bodega. En mi amada y siempre sorprendente Salta.
LA NACION