Traficantes de milagros y otros ilusionismos

Traficantes de milagros y otros ilusionismos

Por Pedro Rey
Tienen algo de espejismo urbano. Cuando el semáforo queda en rojo, no es infrecuente que surjan delante del parabrisas malabaristas callejeros. Los más clásicos arrojan al aire pelotitas que, cuando no son duchos, van a dar tristemente al suelo. También es posible encontrar de vez en tanto algunos practicantes más sofisticados que hacen virar y virar símiles de antorchas. En el cruce de dos avenidas pude ver hace poco incluso a uno que lanzaba, a la vieja usanza circense, chorreando líquido sin disimulo, una modesta llamarada por la boca.
Es curioso que tantas proezas alguna vez inexplicables hayan quedado reducidas a la gracia de una doméstica demostración callejera. Siglos atrás, antes de que su arte se volviera artesanía, los lanzadores de fuego eran considerados magos de primer orden y solían ser invitados a las cortes para dejar boquiabiertos a los presentes. Harry Houdini (1874-1926), el más famoso de los escapistas, él mismo mago, reflexionó con pasión sobre el tema. “El asombro -dice, citando al doctor Johnson- es el efecto de la novedad sobre la ignorancia.” Los “tragafuegos”, como los denomina, fueron convirtiéndose gradualmente en el proletariado de la magia, a medida que fueron develándose los trucos que había detrás de sus hazañas y se conocían las sustancias o ungüentos que, por lo general, les permitían sortear los peores efectos flamígeros.
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Houdini conocía como nadie el valor de la ilusión y los peligros que la acechaban. Era, pues, un celosísimo virtuoso del secreto de sus trucos. No negaba su condición ficticia, más bien la afirmaba, y todavía hoy se sigue discutiendo, en un ejemplo de rara perdurabilidad, cómo hacia para escapar de diversos encierros subacuáticos o zafarse, a la vista de todos, de un chaleco de fuerza colgando boca abajo en las alturas. Había algo en él de intelectual de los ardides declarados. Dedicó buena parte de su vida (como muestran sus últimas encarnaciones en la pantalla) a desenmascarar a los espiritistas, que vendían gato por liebre, pero también se consagró a investigar la magia precedente y a coleccionar de modo metódico información y documentos sobre sus paladines, desde los más conocidos hasta los que encontraba de paso en algún anuncio perdido. Menos sabido es que escribió varios libros en los que contaba los procedimientos de esos antecesores no para delatarlos, sino para celebrar su capacidad de invención, por muy superada que estuviera.
Entre ellos está Traficantes de milagros y sus métodos, volumen que acaba de caer en mis manos casi por arte de magia. “Mi vida profesional -anota en el prólogo a su insólito catálogo de hombres y mujeres abocados al fabuloso oficio de sorprender- ha sido una cadena constante de desilusiones, y muchas de las cosas que causan asombro a la mayoría no son más que el pan nuestro de cada día en mi negocio. Pero nunca me ha faltado alguna supuesta maravilla que picase mi curiosidad y desafiase mi inspección.” En el libro abundan ejemplos de tragasables, comedores de piedras, devoradores de veneno, forzudos demenciales, pero sobre todo de tragafuegos, una especie ignífuga por la que, paradójicamente (dado que uno de su medio de maniobra más renombrado era el agua), parece tener predilección. Señala a Robert Powell, cuya carrera pública se dilató sesenta años gracias al mecenazgo de la aristocracia inglesa del siglo XVIII, como el primero de verdad genial. Y al combinatorio Ling Look como uno de los más fabulosos: era capaz de tragarse una espada al rojo vivo. Pero su “hombre incombustible” preferido es Ivan Chabert (1792-1859), última figura que logró que los científicos lo tomaran con relativa seriedad. La más espectacular de las actuaciones de Chabert, cuenta el autor, consistía en introducirse en un gabinete de hierro similar a un horno de panadero de la época a altísimas temperaturas. Entraba con una pierna de cordero en mano y emergía con la vianda ya bien hecha para sentarse en la mesa a compartirla con los espectadores.
Ya para principios del siglo pasado, los tiempos de Houdini, las proezas de los tragafuegos (que incluían echar chispas por la boca, beber aceite hirviendo o masticar plomo fundido) habían quedado atrás, condenadas al público atónito de circos y ferias. Y sin embargo, todo lo que el erudito escapista cuenta con curiosidad, sin nostalgia, basta, de pronto, para descubrirle al modesto lanzallamas porteño del principio una genealogía oculta, que vibra en él de manera secreta desde la noche de los tiempos.
LA NACION