Sobre la estupidez y la tontería

Sobre la estupidez y la tontería

Por Alejandro Schang Viton
El Diccionario de la Real Academia Española define la estupidez como “torpeza notable en comprender las cosas”. Idiota, el que padece idiocia, “trastorno mental caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida”, y en su segunda acepción, “persona engreída sin fundamento para ello”. Algunos pensadores sostuvieron que vivimos en la era de la necedad. Explican que el infinito es medible, pero que la estupidez humana no tiene límites.
Hay datos que permiten sospechar que la estupidez no es sólo uno de los nuevos males de la humanidad. En el siglo XVI, el dramaturgo británico George Chapman afirmaba: “Los jóvenes creen que los viejos son necios. Pero los viejos saben que los jóvenes son necios”.
El término tonto, haciendo un poco de historia, ya existía en 1570, según el estudioso Corominas en el Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, que lo define como “simple, sin entendimiento ni razón”. Antes de pisar la Luna, el hombre ya estaba un poco en ella.
En tanto, la palabra opa deriva del quechua, cuya traducción significaría idiota. Otario, por su parte, admite José Gobello en su Diccionario lunfardo, alude a la otaria, género de focas que simboliza al tonto. El lunfardo incluía el otario cuadro, que derivó con el tiempo en gil a cuadros. Y gil, según el mismo libro, es “un individuo de cierto bando de la montaña de Cantabria, especialmente de la comarca de Trasmiera, en el siglo XV”.
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Debido a la altísima frecuencia de su empleo, la palabra tonto fue perdiendo fuerza expresiva, según confirman los autores de El arte del insulto, y señalan que “en el siglo pasado, tonto, idiota, imbécil, cretino, eran usadas como tecnicismos médicos, en cuyo caso no eran sinónimos, sino que expresaban grados diferentes de minusvalía psíquica”.
En cambio, el término zonzo (o sonso) posee otro status. Pedro Inchauspe, en Más voces y costumbres del campo argentino, refiere: “El sonso se instala por propia cuenta en las quintas solitarias. Pese a ello es bienvenido por los dueños o inquilinos, pues resulta un cuidador muy útil que no cobra sueldo”.
Y babieca, sandío y obtuso forman parte del vasto e injusto listado de sinónimos con los que se valen y valieron los espíritus criticones de todas las épocas a la hora de observar y esgrimir sus dardos a tontas y locas. En un momento de los años 60 no se salvó ni el televisor: la familiar caja boba, le decían. También se hablaba de tarúpidos, término popular entre los adolescentes de entonces, y de estar en Babia, considerado el país de los tontos. El punto es que Babia existe en León, España, y sus pobladores ganaron fama de lunáticos por pretender pescar la luna en el arroyo, entre otras formas de proceder algo exóticas. Y Babia era también el lugar donde los reyes de España pasaban largas temporadas, debido a la paz y su clima tan placentero, sin atender ningún asunto de estado. “Los reyes están en Babia”, explicaba su ministro tras cerrar las puertas del palacio a todas las comitivas.
Una veintena de siglos atrás, Séneca sentenciaba: “Un hombre sin deseos está tan cerca de la estupidez que sólo le falta abrir la boca para caer en ella”. Más acá en el tiempo, Groucho Marx adaptó su pensamiento y dio un paso más adelante al aconsejar: “Es preferible permanecer callado y pasar por un idiota a abrir la boca y no dejar ninguna duda”.

LO MÁS FRECUENTE
La tontería es otra cosa. El político belga Paul Henri Spaak (1899-1972) la definió como “la más extraña de las enfermedades: el enfermo nunca sufre, los que de verdad la padecen son los demás”.
En cierta oportunidad, el director de cine Claude Chabrol dijo: “La tontería es infinitamente más frecuente que la inteligencia. La inteligencia tiene sus límites, la tontería no”.
Y si existe algo tonto por naturaleza, eso es, definitivamente, la guerra. El estadounidense Bob Fenster se pregunta en su libro La estúpida historia de la especie humana si es mejor en un conflicto bélico poseer tropas con soldados inteligentes o tontos. Y él mismo se contesta: “Los soldados inteligentes cuestionarían una orden porque saben que a menudo éstas son estúpidas y que serán ellos quienes paguen las decisiones erróneas. En cambio, los soldados tontos obedecerán las órdenes hasta la muerte porque creen que es su obligación”. Fenster explica en su estudio, escrito con mucho humor, que necesitamos creernos inteligentes “porque eso hace que nos sintamos seguros, como si eso bastara para enfrentarnos a los peligros cotidianos” y enumera 62 consejos para erradicar la estupidez de nuestras vidas y trucos para no pasar por pelmazo. Entre ellos: desoír los proverbios; evaluar los propios talentos con precisión; desarrollar un sólido impulso interior; no detenerse; realizar estudios fuera del campo de acción habitual; desarrollar un plan B; hacer demasiadas preguntas; mejorar las lecturas; quitarse el vicio de la televisión, y tener cuidado con a quién se besa.
LA NACION