08 Aug Petiseros for export: una mini-Argentina en un club de polo francés
Por Nathalie Kannt
Es un día de sol radiante y en una de las caballerizas se oye el sonido reconocible de un cuarteto. Adentro, con uno de los temas del cantante cordobés Sebastián de fondo, Sergio Cardoso limpia los boxes de los once caballos que tiene a su cargo. “Les hago las camas”, precisa el correntino, alias “el Yacaré”. A metros de allí, rodeado de frenos y horquillas, Nicolás Puig limpia sogas y cueros mientras el correntino Darío Alcaraz y el entrerriano Omar Izaguirre ceban mates y cuentan historias. Para ellos dos, es la hora del descanso. “El francés te agradece a cada vuelta de mate. Dice gracias todo el tiempo”, observa Omar, y hace reír a sus compañeros. La única francesa presente está casada con un argentino que conoció en este club de polo y con quien tuvo mellizas. Ni se da por aludida. Estos petiseros empezaron a venir a esta comuna chic al norte de París hace cuatro, nueve, doce o hasta 20 años, y desde entonces vuelven casi siempre, entre marzo y septiembre, para ocuparse de los caballos de sus jefes europeos.
En este club de polo, uno de los más importantes de Europa, con 205 hectáreas, nueve terrenos de juego, 500 partidos por año y capacidad para 400 caballos, 50 de los cerca de 80 petiseros son argentinos. Como los abiertos de Palermo, Hurlingham, Tortugas y Jockey Club entre septiembre y diciembre, aprovechan la temporada baja del polo argentino y viajan hasta aquí para cuidar los caballos de millonarios europeos que juegan un polo amateur a cambio de pasaje, casa, sueldo y permiso de trabajo. Todos aseguran que extrañan y que no cambian su país por nada, pero explican que aquí pueden ahorrar y volver a la Argentina con lo suficiente para compensar los bajos sueldos locales o, en algunos casos, no trabajar el resto del año. Para los acaudalados franceses, suizos o alemanes que compiten en torneos como hobby, es la oportunidad de tener a los mejores del mundo ocupándose de sus caballos.
“Al principio lo vi redituable para mis estudios de ingeniería ambiental, y después seguí porque necesitaba plata para mantenerme”, cuenta el pampeano Daniel Necochea, de 28 años. Cuando puede se escapa a París a ver algún partido de fútbol. Mientras prepara uno de los 30 caballos de su jefe francés, que está jugando, continúa: “Se arma un ambiente y se intercambia cultura. Los franceses nos hacen descubrir el vino, y nosotros les hacemos probar el fernet y el mate. Nos ambientamos como si estuviéramos en casa. Las costumbres no se pierden y nunca me saco la boina, pero estamos en Francia: acá tuve que ponerme un traje por primera vez, para ir a una cena”.
Durante algunos meses, este rincón francés se convierte en un verdadero campo argentino: todo el mundo habla español, o al menos lo entiende; las bombachas, alpargatas y boinas son el look que se impone; el mate nunca falta, y el fernet suele reemplazar al vino.
A la postal argentina se suman los jugadores profesionales. En este nivel de polo, cada equipo, de cuatro miembros, suma 12 goles de handicap. Los capitanes europeos suelen contar en su equipo con jugadores argentinos. En este club, representan más de la mitad de la veintena de profesionales, con handicaps individuales de tres o cuatro sobre diez. Con el polo parado durante unos meses en Buenos Aires, venir acá les permite seguir compitiendo, disfrutar y, sobre todo, reunir el dinero que les permitirá mantener a sus propios caballos cuando vuelvan a la Argentina. Es el caso de Martín Aguerre, de 26 años, que siguió los pasos de su padre y desde 2011 viene a jugar a Chantilly contratado por un suizo. “No hay ningún lugar del mundo como la Argentina para jugar al polo. Allá se invierte mucho dinero en hacer cosas, como mejorar el nivel de las canchas para que sean las mejores. Acá es otro deporte. El objetivo es hacer torneos que le dejen dinero al club. Pero si no vengo acá y facturo, no puedo organizarme para comprar caballos y mejorar mi nivel. Es un círculo vicioso. Por más bueno que seas, necesitás un buen caballo”, sentencia Martín, actualmente con handicap 6. En su campo de 25 de Mayo cría caballos. Martín es el sobrino de Mariano Aguerre, ex integrante de los equipos La Dolfina y Ellerstina, entre otros. Hace dos meses se casó con Lucila, su novia de toda la vida, y por primera vez la trajo este año a Chantilly. Lucila se organizó un grupo de amigas con las que mata el tiempo mientras los maridos están en la cancha u ocupándose de sus caballos. Todavía no habla francés y confiesa que ninguna de ellas quiere quedarse a vivir acá. “Ésta es una mini-Argentina en Francia. Pero se extraña mucho. Allá estás en tu lugar, con los asados del domingo, con la familia, con tus amigos, con tu gente. Acá estás con los que vinieron, pero ayuda cuando se extraña mucho. Si tuviera dinero, no vendría”, sentencia Martín.
La sensación es parecida entre los petiseros. Cuando se les pregunta qué extrañan, responden en este orden: la familia, los amigos, la fiesta, los asados, la pesca, las mujeres, aunque en Chantilly los argentinos tienen mucho éxito entre las chicas. “El primer y el segundo mes se pasan volando. Al final del tercero aparecen los primeros cansancios. Estás aburrido y extrañás. El cuarto mes es el más largo de todos. El quinto, el repechaje. Y el sexto, ya no te importa nada”, enumera Nicolás Puig, que viene a Chantilly desde hace nueve años. Él se define como “argentino hasta la muerte”. Es de Capitán Sarmiento, a 30 kilómetros de San Antonio de Areco. Siempre trabajó con caballos: “Es lo que mi viejo hizo toda su vida”. Cuando terminó el colegio, trabajó en una empresa. Duró un mes porque no aguantaba el encierro. Su hermano Julián, que empezó a venir a Chantilly para trabajar como petisero un año antes que él, se terminó instalando acá porque conoció a una francesa con la cual tuvo mellizas. “¿Sabés quién es nuestro enemigo? El empacho. Te empezás a cansar y te olvidas de las cosas”, dice entre risas, antes de subirse a un caballo y “calentarlo” para que entre en el tercer chukker. Cuando vuelve, bromea: “¿Cuándo tendremos a LA NACIONcomo anunciante de nuestra fiesta de la primavera?”. Las risas se cortan abruptamente cuando ve que su jefe se cayó del caballo en pleno juego. La yegua vuelve galopando hacia sus compañeros y Nicolás la controla enseguida. “Se estresa esta yegua. Es nerviosa porque tiene muchos kilómetros. Le decimos «La Abu».” Como todos aquí, él también tiene un sobrenombre. Le dicen “el Mudo”, porque habla hasta por los codos. “Me tuve que poner de novio para hablar francés. Yo, rebruto, sólo hablaba español. ¿Conocer Francia? No, yo quería platita”, confiesa Nicolás, haciendo el gesto de dinero con la mano.
EL AMOR POR LOS CABALLOS
Los petiseros con mejores sueldos suelen ser aquellos que trabajan para los europeos, que pagan hasta 1400 euros por mes y por ocuparse de no más de cinco caballos. Para el polista, la función del petisero es fundamental: si el caballo está bien cuidado, rendirá mejor y habrá menos gastos de veterinaria. “Los petiseros argentinos tienen otra forma de training y puesta a punto. Montan a caballo y se dan cuenta de qué le falta, si quiere más o menos comida. El francés lo va a cuidar bárbaro, pero no tiene el feeling de saber si le duele la boca o la pata”, explica el profesional Tomás Rueda, de 27 años y cuatro de handicap. Viene a Chantilly desde 2008.
Otro aspecto que destaca a los petiseros argentinos de los franceses es el amor por sus caballos, como bien explica el jugador y profesor de polo Stanislas Clavel: “Ningún petisero argentino me va a llamar a la mañana con dolor de panza. Están contentos de estar acá y no miran el reloj, a diferencia de los franceses, que son muy precisos con sus horas de trabajo. Con los caballos hay que ser apasionado. Los argentinos tratan a mis caballos como si fueran los suyos, como si fueran sus hijos”. Clavel está justo ese día de paso por Chantilly, pero trabaja también en el club de polo de Bagatelle, al oeste de París, donde se junta la crème de la crème de la sociedad parisina. Para entrar se deben pagar 75.000 euros la primera vez, más la cuota anual. Los profesionales prefieren jugar en Chantilly: hay más canchas, con torneos en los que se compite en más alto nivel, y es un lugar enteramente dedicado al polo, a diferencia de Bagatelle, que además tiene golf, pileta y restaurante. Además, allí sólo una veintena de los 3000 socios juegan al polo.
Si el petisero se cuida con los gastos en el supermercado y alguna que otra salida, puede ahorrar hasta 1000 euros por mes durante los seis o siete meses que está acá. Todos suelen sumar además algunas changuitas, como cobrar por hacer un asado para franceses o traer cigarrillos y revenderlos en Francia, donde el paquete cuesta siete euros. Como algunos profesionales traen su propio equipo de petiseros cuando vienen a jugar con un europeo, explican que las ganancias dependen de con quién se trabaje. “El profesional argentino en general es el que menos paga y más te hace trabajar. Te da mínimo siete caballos para cuidar y, como te trae a Francia, te pide que después le labures en la Argentina. Pero allá no te pagan más de 6000 pesos. No se puede laburar de esto allá, no te alcanza”, confiesa un petisero.
Para Benoît Perrier, hijo de uno de los fundadores del club, el mercado está controlado por los argentinos. “El nivel argentino es excelente. Los caballos se compran allá y en esa transacción se crean una amistad y una relación. Luego, muy probablemente el que compró los caballos vaya a querer jugar con el que se los vendió. Y además los chicos argentinos se manejan muy bien con los europeos. Es un mercado importante para ellos”, explica Perrier en una mezcla de francés y español.
Rodeada de bosques, Chantilly queda a menos de una hora en tren desde París. En sus orígenes, era sólo un castillo. La localidad es conocida por su porcelana (anterior a la de Limoges), por sus encajes y por su crema azucarada, además de su hipódromo y de su club de polo. Aquí tienen lugar el Prix del Jockey Club y el Prix Diana, dos carreras hípicas prestigiosas. Está considerada la ciudad del caballo: 5000 de los 12.000 habitantes de esta comuna viven de la actividad ecuestre. Hay incluso un museo dedicado a los caballos, con caballerizas del siglo XVIII, al que se acercan 160.000 visitantes por año. Las tierras verdes de la Ferme d’Apremont, en donde está situado el club, pertenecían hace siglos a la familia de Condé, cuyo príncipe, a falta de herederos naturales, se las cedió al Instituto de Francia, una institución que reagrupa varias academias y gestiona museos y castillos con colecciones. La cesión fue hecha con la condición de que no se cambiara la identidad del lugar, hoy protegido. El club de polo nació hace poco más de 20 años por iniciativa del empresario Patrick Guerrand-Hermès, tataranieto del fundador de la casa francesa Hermès. Esta maison dejó de auspiciar los torneos de Chantilly en 2011 y desde entonces organiza su conocido Saut Hermès en el Grand Palais.
El jugador Lucas Tardito, de 34 años y 3 de handicap, es uno de los cuatro argentinos que trabajan con Guerrand-Hermès. Viene a Chantilly desde hace una década y este año, por primera vez, viajará a jugar a 40 kilómetros de Tánger, en Marruecos, donde su jefe acaba de inaugurar un club de polo. “Falta definir cuáles serán los meses de temporada de ese club, quizá febrero o marzo, antes de venir acá. Los patrones organizan sus torneos de polo en función de las vacaciones. Para ellos el polo es placer, un hobby. Para otra gente, es trabajo”, sintetiza el cordobés, acompañado por su mujer y sus dos hijos, mientras mira el partido de la tarde.
Cuando los torneos son importantes, las canchas están rodeadas de autos, con los espectadores sentados sobre los baúles abiertos. Allí se instala el pampeano Daniel, mientras que Nicolás, Omar y Darío prefieren las sillas que ellos mismos trajeron. Con la mirada sobre el partido, con jugadores que gritan en francés y en español, los cuatro hablan de todo y de nada y dejan correr algunas reflexiones. El entrerriano Omar Izaguirre, de 41 años y casi 20 como petisero en Chantilly, se preocupa porque “los patrones europeos se están poniendo viejos y no hay nuevos”. El correntino Darío Alcaraz recuerda que conoció a Daniel en Buenos Aires, los dos trabajando como petiseros, y que se encontraron de casualidad en Chantilly: “Acá hay menos presión y más diversión. Los patrones juegan y se divierten aunque el caballo esté panzón. El argentino no”. Todos coinciden en que unos meses de trabajo acá son más rentables que todo el año en la Argentina. “Abrís tu heladera acá y la abrís allá y ves la diferencia”, comentan. De tanto verse, dicen, ya no saben qué contarse. Daniel propone ir al cine a ver Jurassic World. “¿En francés?”, le pregunta Nicolás. “No, en santiagueño”, responde Daniel. Todos explotan de la risa. En el quinto mes de temporada en Chantilly, el del repechaje, también hay lugar para el humor.
LA NACION