23 Aug Lago Lleulleu: el paraíso mapuche
Por Liz Valotta
Es el mandamiento de las costumbres el que indica que en la ruca (el hogar) manda la mujer mayor. Porque ella es la que mejor sabe cuidar, porque contiene, porque es la que más anduvo por el camino; pero fundamentalmente, porque es mujer.
De piel rugosa, mirada penetrante y pelo negro espejado que se estira en dos trenzas apretadas, Doña Josefina despliega, a modo de arte cotidiano, el control absoluto de ese ambiente construido en madera y barro que le sirve de morada familiar. Dueña de movimientos sumamente livianos, acerca más leños al fuego de la cocina, mide con el dedo la temperatura del agua que burbujea en una inmensa cacerola y sumerge con cuidado las dos gallinas que recién acabó de desplumar. Todo, esquivando un sexteto de nietos que se desparraman inseparables alrededor de ella. Con voz imperturbable, la mujer explica que Josefina es la traducción al español de su verdadero nombre que solo revelará ante quienes hablen mapodungo, su lengua.
Mientras tanto, fuera de la ruca y bajo un sol riguroso que hace crepitar la tierra, su esposo y sus hijos ordenan minuciosamente un sinfín de troncos que vienen cargando los bueyes desde un bosque vecino. A pocos metros, tendido a la sombra de una parra desbordante de uvas violetas, un pequeño gato negro se relame en su propia inactividad mientras contempla los acontecimientos con reposo cortesano. Como fondo del escenario, la azulada superficie del lago Lleulleu se extiende más allá de las copas de las araucarias abriéndose paso entre montañas tapizadas de verde de la Cordillera de Nahuelbuta (de la Costa).
Allí, apoyadas sobre las laderas algunas comunidades mapuches hacen gala de su historia y ejerciendo a cada día el legado de la propia cultura, coexisten habitando un universo impregnado de magia, de anhelos, de simpleza absoluta y de amor interminable a quien, según ellos, debemos la vida: la tierra, o como ellos la llaman, la Pachamama.
Bordeando el lago
La tenue luz del sol comienza a ganar los cerros y la calidez de la mañana alcanza la orilla del lago. Desde la altura de los pinos, los pájaros envuelven el ambiente con una diversidad de silbidos que alcanza pretensiones orquestales. En tanto, una canoa con tres mujeres indígenas va surcando en silencio las aguas del Lleulleu, dejando detrás de sí las huellas del remar pausado.
Dadas las bellezas del entorno, este lago -junto con el Lanalhue, que está ubicado a unos 20 kilómetros- fue aprovechado por los poblados mapuches de la zona, quienes en un trabajo conjunto organizaron distintos paradores destinados a estacar las carpas. Muy cerca, sobre las onduladas colinas de los alrededores, también se construyeron algunas cabañas que hoy exhiben desde sus ventanas las mejores panorámicas del lago y de los bosques lindantes.
Don Manuel, un mapuche de rostro duro y redondo, se encarga todas las mañanas de traer pan casero todavía humeante para el desayuno. Será también él, quien aceptando solo una modesta propina, llegue hasta el pueblo en su añeja camioneta y compre los alimentos del día.
Desde los paradores, algunos caminos que se estiran perdiéndose entre la vegetación terminan desembocando en playas solitarias de fina arena blanca, donde las horas se suceden lentas bajo las sombras de los árboles. Por otro lado, las salidas a caballo permiten adentrarse en el cerro, respirar puro el aroma de la tierra húmeda y hasta competir en velocidad con alguna liebre escurridiza. El lago mantiene en las épocas veraniegas una temperatura ideal para refrescarse en chapuzones desde el muelle, aunque también está la posibilidad de una recorrida en bote para desembarcar en alguna bahía escondida, donde todo es naturaleza en estado virgen. La única prohibición es la de los motores. Nada de lanchas, nada de esquí acuático; solamente remo y velas que en su sigiloso andar mantienen sin contaminar las quietas aguas del Lleulleu.
Más tarde, el sol empezará a caer tiñendo los colores de los cerros hasta terminar rendido detrás de ellos. Entonces llegará la oscuridad y el pleno silencio, el titilar de las fogatas que brillan en las otras márgenes del lago y una lluvia de estrellas que como diamantes se derraman sobre la noche, hipnotizan y se apoderan despacio del sueño.
EL CRONISTA