Julian Barnes: “Eso de que lo que no te mata te hace más fuerte es una gilipollez”

Julian Barnes: “Eso de que lo que no te mata te hace más fuerte es una gilipollez”

Por Jesús María Mantilla
Pasa para muchos por ser quizá el más francés de los escritores británicos. Salvo para los propios franceses, que lo adoran precisamente por su marcada identidad inglesa. Julian Barnes ha permanecido años de luto. La muerte de su esposa, Pat Kavanagh, le sumió en un largo aislamiento público que ha resultado no obstante muy productivo. Su literatura ha pasado a la brillantez de las sombras en libros como El sentido de un final, por el que ganó el Premio Booker, o Nada que temer, su memoria y exploración, como dice él, de la muerte. En Niveles de vida (Anagrama), Barnes se adentra en la pérdida y la desolación de un viudo en pugna con el mundo.
Aunque no se ha tomado sus bellas y descarnadas páginas como un desahogo, ha sido el libro por el que más gente le ha parado en la calle, confiesa, identificándose con pensamientos y sentimientos que muchos de ellos reprimían. Pero en Barnes también pervive como estilo la ironía que demostró en Inglaterra, Inglaterra o deslumbrantes vueltas de tuerca como El loro de Flaubert o su obra maestra Arthur & George. Siempre arriesgado, exquisito y amable, el autor nos recibe en Bilbao, donde ha participado en el Festival de Literatura y Humor, en este su regreso a la esfera de los vivos.

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Empecemos hablando de metáforas. ¿Sufre usted de la misma excesiva capacidad para ellas que, según él, padecía Flaubert? ¿Qué ocurre cuando se desbocan? Bueno, él dijo que eran algo así como moscas apiladas sobre su cabeza que se veía obligado a aplastar. No deja de ser una rareza en su campo, porque, generalmente, lo que nos ocurre a los escritores es que no tenemos suficientes. Yo me quedaba encantado con las que le sobraran a él.
No vendría mal un préstamo, ¿verdad?… Una de las cosas interesantes de Flaubert es comparar su correspondencia con sus novelas. Sus cartas son cristalinas, fluyen de primera mano, con sus metáforas y todo. Sus novelas están trabajadísimas, pulidas, refinadas, destiladas, mucha gente las encuentra demasiado lapidarias, perfectas, rematadas, pero así era. Creía que una línea de prosa debía ser como un verso. Fue quien elevó la novela a la poesía. Dejó las bases para que le siguiéramos.
Excepto para su compatriota Ian McEwan. Una vez declaró a este periódico: “Madame Bovary ha muerto”. ¿Usted qué cree? Desde luego, se suicidó. Pero supongo que Ian, amigo mío, se refería a que depende de cómo miremos a la historia de la novela. Quizá él cree que deberíamos dejar atrás los presupuestos del XIX y enfilar hacia delante.
¿Y usted? Cuanto más reflexiono sobre la novela, más me doy cuenta de que no ha tenido una progresión lineal. El Quijote, por ejemplo. ¿Hay mayor ejemplo de posmodernidad? Da lo mismo cómo lo llamemos. Mi impresión sobre la novela en el siglo XXI es que estamos varios sentados en una mesa redonda y la afrontamos desde diferentes y múltiples ángulos. La música, por ejemplo, el arte, igual. No creo que hayamos aprendido las lecciones que nos da Bovary, pero tampoco que no hace falta que las tengamos en cuenta. Las lecciones están ahí, aún vivas, y depende de nosotros que las sigamos o no, lo mismo que sin querer puedes estar influenciado por un libro que no has leído.
¿Cuáles, en su caso? Ideas de cualquier tipo que escuchas y crees que son maravillosas, pero que no quieres leer porque te influirán.
¿Lo mismo que no comemos cosas que sabemos que nos sentarán mal? Más o menos. Cuando escribí El sentido de un final, una de mis ideas venía de El último encuentro, de Sándor Márai. Una novela en la que dos hombres conversan sobre algo que les ocurrió hace muchos años. Me impresionó mucho. La influencia de un gran libro mientras haces algo no te impone nada, sino que, en muchos casos, te libera, te instruye, te abre muchas posibilidades.
De sus libros se deduce esa obsesión suya por las metáforas. En El loro de Flaubert abiertamente, contando esa anécdota de la inflación comparativa, pero en El sentido de un final, quizá de manera simbólica. La memoria para usted se implanta en ese libro como la mayor metáfora de todas. ¿Es así? Cuanto mayor me hago, menos me fío de la memoria. No creo en ella como una representación de la realidad, cuanto más envejezco, más me obsesiona. En Nada que temer, también me ocurre eso. Y es un libro sobre la muerte. Discutí mucho con mi hermano filósofo mientras lo hacía. Él cree que la memoria personal es una base muy frágil para la verdad. Los filósofos no son muy prácticos, sencillamente lo que ocurre es que yo cuento con una memoria más fiable. Pero ahora, confío menos en eso. Sobre todo en nuestros mejores recuerdos, porque nos engañan resultándonos en apariencia más vivos.
¿No resulta aconsejable para un escritor dejarla penetrar en sus libros? Las falsedades o las incorrecciones del tiempo, ¿no dejan espacio para una fantasía que puede ser buena para el relato literario? Se puede utilizar, incluso jugar con las discusiones de los personajes en torno a un acontecimiento vivido mientras tratan de construir una realidad objetiva. La memoria me ha preocupado siempre como un tema central, la verdad es esa.
¿Moralmente o técnicamente? En ambos sentidos. Usted cree que soy metafórico, y supongo que las busco en un sentido amplio.
Pues le iba a decir que en su último libro le encuentro más minimalista que metafórico. Lo intento, pero en las dos primeras partes.
¿Por miedo o rodeo ante la tercera parte en la que usted habla del dolor que ha experimentado en los últimos tiempos? No, no por eso, de hecho no escribí esa novela de principio a fin, sino en tres partes al tiempo.
El libro trata también de eufemismos, de cómo la gente bordea la verdad de lo que quiere decir. ¿Es el eufemismo el mayor enemigo de la literatura? Hay una crítica explícita de eso. Pero no sólo. Aunque de lo que va es de algo que adolecen las novelas escritas en inglés. Nosotros no solemos hablar de la muerte y menos del luto. En parte porque hasta que no dejamos de temerla, no la abordamos. Lo hemos dejado en manos de otros, como los médicos. Solíamos lidiar con la muerte en familia, pero ahora la hemos trasladado a los hospitales. Es curioso que estén otra vez dejando que la gente muera en sus casas, pero porque es más barato, no por razones humanitarias.
No sé qué prefiero. Esa diferencia cuenta con otro aspecto trascendente: no contemplamos la muerte como una parte consustancial a la vida, sino como un fallo médico. Y los doctores son muy malos en esto de la muerte. La temen, la detestan y la combaten, lo que está bien porque si no tendríamos un problema mayor, pero a menudo la contemplan sobre todo como un fracaso y te mantienen vivo más allá de tu propia voluntad por el mero hecho de no perder su batalla. Pero eso es la modernidad.
Desde luego. Volviendo al eufemismo. No hay nada en el mundo que provoque más dichos a medias que la muerte. ¿Es primordial para un escritor desnudar eso? Los políticos son expertos en utilizarlos, pero sobre todo en fingir que no lo están haciendo. Cuando hablan de estos bárbaros y brutales terroristas, lo están enfocando en términos eufemísticos. Depende de cómo se vea.
¿Quizá esa sea la razón que provoca que cuando dicen la verdad, nadie les crea? Pues sí, están tan acostumbrados a no mostrarse sinceros, que cuando lo hacen, nadie nota la diferencia. Es una tragedia para ellos porque cuando les ves de cerca no dan esa impresión. No parecen charlatanes ni que no se crean lo que dicen. Te dan la idea de que en algún aspecto se tragan lo que dicen, pero por otra parte responden a tantos intereses prácticos, llamados poder, que ocultan parte de ella. Cuando me preguntan en qué verdad absoluta desearías ahondar para alguna de tus novelas, yo siempre digo que me gustaría adentrarme un día entero dentro de una mujer para conocerla realmente. Y, en segundo lugar, dentro de un político. Para ver la desconexión entre la realidad y lo que ellos entienden como tal. Pero también entre la palabra real y la que ellos utilizan.
Siguiendo con sus verdades… ¿Le ha ayudado este último libro a desahogarse? No, en absoluto. No espero de mis obras un trabajo terapéutico. Tampoco lo espero para los lectores. En algunos aspectos, esto ocurre. Por ejemplo, si llevas una vida miserable, lo cuentas en un libro, te forras y tu vida cambia: ¡eso sí es terapia!
¿Ni un poco? Bueno, con este libro, hay gente que me ha parado por la calle, incluso en Londres, donde nadie lo hace, y me han dicho cosas conmovedoras. Tales como que no creían que les estuviera permitido ni siquiera ciertos pensamientos. Imperaba en ellos una especie de autocensura de impresiones, de reflexión. Existen demasiadas emociones en torno a la muerte y al luto que la gente descarta por pensar que son malas, les hace sentirse culpables por el mero hecho de que se les pase por la cabeza. Reconozco que este libro ha podido ayudar a mucha gente, sencillamente poniendo en claro ciertas cosas.
Es que se muestra usted cruel consigo mismo, con sus pensamientos y sentimientos. Valora incluso el suicidio. Esa lucidez es mi única defensa, mi única manera de sobrevivir. No lo hubiese conseguido sin eso, ni sin mis frases, ni sin cierta manera de escribir y describir mi experiencia.
¿Esa idea del suicidio se le ha quitado a usted de la cabeza? Ese tipo de cosas no desaparecen completamente nunca… El otro día fue muy extraño. Cumplía los mismos días de vida que Pat tenía cuando murió. Significa que había estado ya en la Tierra el mismo espacio de tiempo que ella. En cierto modo, no es más que una estadística, pero con un peso emocional que va más allá de la mera cifra. Lo que Nietzsche dijo de que aquello que no te mata te hace más fuerte era una completa gilipollez. Eso sí que era un eufemismo. Lo que no te mata puede causarte un daño del que no te recuperas, que le pregunten a Primo Levi.
Perdóneme, me advirtieron que no debía preguntarle sobre estas cosas, pero como no he hecho más que leer sobre ello en su libro… He tratado de ser metafórico y eufemístico, pero no nos ha sido posible. Ha sido su culpa. Desde luego, pero pasemos a otro tema.
¿Se considera usted el escritor más francés entre los ingleses? ¡Salvo cuando estoy en Francia! Me da por preguntarles si no les resulto continental para su gusto y me responden: no, no, es usted muy inglés, por eso nos gusta.
Raro. Porque trata usted a Francia como un ideal. Sí, sí, es verdad. Somos muchos los ingleses a los que nos gusta Francia, y es curioso que para gran parte de mis compatriotas los franceses precisamente encarnan como nadie lo extranjero. Incluso les resulta una pena que sea Francia el país que tenemos más cerca porque no les pueden parecer más distintos.
Le comentaba esa francofilia por los riesgos que asume en su escritura. ¿Desea marcar con eso una diferencia? No lo siento así. También lo hacen otros escritores de mi país.
¿Quiénes? Laurence Sterne con su Tristram Shandy, por ejemplo.
Obvio, me refiero a su generación y quizá las siguientes. Parecen demasiado conservadores, huyen del riesgo. ¿Quizá porque ya se ha asumido de sobra en el pasado y eso les pesa? Puede ser. Parte de nuestra literatura es conservadora en exceso, sobre todo si hablamos de la forma, de hecho no se muestra demasiado interés en ese aspecto como parte de la experimentación. Estilísticamente, sí se toman riesgos en casos como el de Martin Amis. Yo me siento diferente en ese sentido, a mí me interesa mucho. Para citar de nuevo a Flaubert, diría que no hay forma sin idea ni idea sin forma. Quizá demasiados se centran exclusivamente en contar la historia que tienen entre manos de principio a fin y la estructura se resume a las páginas que les lleva desarrollarlo. Pero para mí, va más allá. En el teatro sí se arriesga más. Aunque, también, parte de culpa la tienen los lectores, que son también muy conservadores.
Lo que llama la atención de la excelente salud de los literatos franceses ahora no es sólo el riesgo que asumen los Houellebecq, Carrère, Echenoz, Laurent Binet…, sino que conectan masivamente con los lectores. Es muy cierto. Y tiene mucho mérito, más cuando han sufrido de baja forma en épocas anteriores. Trato de buscar maneras de defender nuestra novela, pero…
¿Quizá es que están ustedes demasiado encerrados en su propia lengua y apenas les llega literatura de fuera? No, no, no lo acepto. O sólo en parte. Nos encontramos en una posición peculiar, escritores y lectores, en mi ámbito. El inglés en el mundo nos ofrece un vasto abanico de realidades diferentes: Estados Unidos, India, Sudáfrica… Eso nos convierte en vagos y nos avergüenza viajar a Francia, Italia o España y encontrar en las librerías esa enorme variedad de traducciones.
No extraña que se avergüencen, cierto. Bueno, sólo un poco. Es que no se edita.
Pero ese argumento tampoco parece válido. ¿Juegan los escritores un papel importante sobre el mundo editorial a la hora de prescribir o recomendar lo que aprecian fuera? ¿No cree que es un deber? Probablemente es verdad. En mi caso también me desentiendo al poder leer en otras lenguas, en francés, por ejemplo, y necesitas alguien que te los recomiende. Es lo que hizo Philip Roth en los setenta con los checos, por ejemplo, incluso sin hablar el idioma.
¿Qué es Reino Unido hoy? ¿Dónde se encuentra? Hay algunos sectores que persisten en aislarnos y me temo que es posible y que dure. Los ingleses somos muy flojos a la hora de definirnos. Aun así, empleamos mucho tiempo en intentarlo. Los americanos no se obsesionan con eso, por ejemplo. O se contentan pensando que nosotros somos una versión fracasada de Estados Unidos. De la conciencia imperial, para el resto del mundo tenemos una percepción de extrañeza, pensamos que sencillamente el resto no son ingleses. Nos refugiamos quizá en esos tótems antiguos que nos distinguen, como la monarquía, mientras que la realidad nos muestra lo contrario en el mismo Londres: una variedad enorme de culturas diferentes donde los ingleses rubios somos minoría. Una urbe impresionantemente cosmopolita y cara, más que Tokio. En eso andamos en desventaja quienes somos de ahí porque la ciudad se ha encarecido, ya que los ricos de otras partes del mundo la han convertido en su refugio. Eso provoca que quienes han vivido en el centro deban moverse a los suburbios en pleno siglo XXI.
¿Y consolidar así un nuevo clasismo del que no logran desprenderse? En eso hemos mejorado. Se trata de un país mucho menos dividido en ese aspecto de lo que lo fue cuando yo era niño. Ya no conozco aristócratas, pero es cierto que si lo fuera me sentiría mucho más aristócrata ahora observando lo que tiene lugar en Londres. Como pertenezco a la clase media, prefiero pensar que la multiplicidad de culturas que vivimos es buena. De hecho, ser inglés hoy es más una cuestión de lenguaje que otra cosa. Un lenguaje que adoro y quiero mantener a salvo, sobre todo de americanismos. No es que esté en desacuerdo con todas las influencias, tuvimos muchas que llegaron de India y lo enriquecieron, el problema con el inglés de Estados Unidos es que lo empobrece, y no quiero que nos convirtamos en una ínfima versión suya.
LA NACION