30 Aug Haruki Murakami: “Escribo cosas raras, muy raras”
Por Juana Libedinsky
Son las cuatro y media de la mañana en la célebre Waikiki Beach, pero en el mar ya hay centenares de surfers esperando las olas perfectas que trae el amanecer. En tierra, sin embargo, en todo el hotel Halekulani, uno de los más tradicionales y glamorosos que dan a la emblemática playa de Hawai, hay una sola luz prendida: la de la habitación de Haruki Murakami que, como todas las mañanas, se levantó antes del alba para ponerse a trabajar.
Murakami, uno de los escritores japoneses más importantes e internacionalmente aclamados de la actualidad, autor de best sellers como Kafka en la orilla (2002), After Dark (2004), Underground (1997), Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1994) y Tokio Blues (1987) entre otros, luego saldrá a correr y nadar (“Hawai es el paraíso para quienes somos triatlonistas”, aclarará horas más tarde a LA NACION); almorzará, dormirá la siesta, escuchará jazz, traducirá clásicos contemporáneos del inglés al japonés y estará en la cama antes de las nueve.
“Escribo cosas raras, muy raras -reconoce respecto a sus historias, que mezclan realidad y fantasía, y que los críticos occidentales han calificado de posmodernas-. Pero soy una persona muy realista. No creo en nada New Age: el horóscopo, el tarot, los sueños. Solo hago ejercicio físico, como sano, escucho música y trabajo. Sin embargo, cuanto más serio me vuelvo en la vida real, más extrañas son las cosas que escribo. Por eso uno de mis escritores favoritos es Manuel Puig, con esa imaginación tan libre. Encuentro un punto en común muy fuerte entre su literatura y la mía”, comenta en un perfecto inglés, fruto de una temprana pasión por Hemingway, Scott Fitzgerald y la literatura americana en general, además de largas estadías en las universidades de Harvard y de Hawai como escritor visitante.
Parte de esa seriedad implica un total rechazo a su fama en el mundo de las letras y una total aversión a ser reconocido. “Tengo pánico a convertirme en una celebridad y tomo todas las medidas necesarias para que eso no ocurra. Nunca aparezco en la televisión, no voy a las fiestas -odio las fiestas-, no doy charlas, no tengo amigos famosos, no tengo amigos escritores, no aparezco en librerías para firmar mis libros, no uso Armani sino shorts y zapatillas siempre, y no dejo que me saquen fotos ni suelo dar entrevistas salvo casos como este. Como sé que las posibilidades de que tome el subte en Buenos Aires son bastante escasas, no me importa volverme conocido allí. Pero lo que no quiero es que la gente me reconozca en el colectivo en Tokio o no poder ir a las tiendas de discos viejos en Estados Unidos”, dice.
Por eso, extrema precauciones: una condición de la entrevista era que se desarrollara en la habitación de la cronista, a puertas cerradas de cualquier huésped. Y si bien Murakami (Kioto, 1949), que tiene un estado físico formidable y luce mucho menor que su edad, es encantador y entusiasta respecto a las fotos (acepta posar en el balcón del cuarto a pesar de su pánico a las alturas), es evidente su sensación de alivio cuando todo acaba y se pasa a una charla más íntima, sin grabador. “Nunca entiendo por qué los medios quieren saber de mí, porque la mayor parte del tiempo no me siento nada especial -confiesa-. Puede haber cierta magia cuando escribo, pero el resto del día soy nada más que un amante del jazz como hay millones por ahí.”
-¿Cómo fue su primer encuentro con el jazz?
-En un cumpleaños muy especial: mis 16, cuando mis padres me regalaron una entrada para mi primer concierto. Era 1964, y Art Blakeley y The Jazz Messengers estaban tocando en Japón. Fue un instante que cambió mi vida, porque jamás había escuchado música tan sorprendente, así que me volví un gran fanático del jazz y más adelante, un escritor al cual el jazz le enseñó todo.
-También hubo un instante que cambió su vida cuando decidió ser escritor, ¿verdad? Usted escribió su primera novela, Hear the Wind Sing (1979), a los 30 años.
-Exactamente. Estaba en un partido de baseball en Tokio, cerveza en mano, y al mirar al bateador pegarle a la pelota en una jugada clave y luego correr hasta la seguridad de la segunda base, me pasó por la cabeza la idea de que yo podía ser escritor. No se me había ocurrido antes. Con mi mujer regenteábamos un bar de jazz y como mucho había soñado con ser músico. Pero supe que podía hacerlo, solo que no tenía amigos con los cuales hablar de literatura ni nadie que me enseñase a escribir, así que tuve que basarme en lo que sabía, que para entonces era la música. Aún hoy, al sentarme frente al teclado de la computadora, pienso que estoy ante un piano y me pongo a tocar, y ya tres décadas después de haberme vuelto un escritor profesional, sigo aprendiendo mucho de la escritura de la buena música. Por ejemplo, todavía tomo la constante autorrenovación de la música de Miles Davis como modelo literario.
-¿Cómo relaciona su escritura y la composición musical?
-El ritmo es lo más importante porque es la magia, lo que invita a la audiencia a bailar y lo que yo quiero son lectores que bailen con mis palabras. No quiero que entiendan mis metáforas ni el simbolismo de la obra, quiero que se sientan como en los buenos conciertos de jazz, cuando los pies no pueden parar de moverse bajo las butacas marcando el ritmo. Luego viene la melodía, que en literatura es un ordenamiento apropiado de las palabras para que vayan a la par del ritmo y la armonía. Después llega la parte que más me gusta: la libre improvisación. Yo empiezo a escribir sin ninguna estructura, apenas con alguna imagen o una serie de personajes que me interesan. Así como los lectores, no puedo esperar a dar vuelta la página para saber qué pasa con esta gente que he creado, porque no tengo idea del argumento, simplemente dejo que la historia fluya libremente desde mi interior y me sorprendo a mí mismo. Por eso creo que la libre improvisación es simplemente llegar a la esquina sin aliento para ver qué hay al girar en ella, con un sentimiento de excitación que debería ser transferido a los lectores, lo mismo que la sensación de libertad. Esto ya es el punto final, la elevación, esa emoción que uno experimenta al completar su interpretación y sentir que ha alcanzado un lugar nuevo y significativo, que ha logrado mover a la audiencia del punto A al punto B, que la ha transformado y nunca volverá a ser la misma. Es una culminación maravillosa que no puede obtenerse de ninguna otra manera e implica que el lector o quien ha escuchado la música ya es otra persona. Cualquier libro que logra eso se ajusta a mi definición de un buen libro.
-¿Qué libros lograron que usted se sintiera otra persona luego de leerlos?
-Uff, muchos, Dostoievski, Kafka, Dickens, Scott Fitzgerald, Carver, García Márquez, Manuel Puig.
-Me sorprende que Puig sea el primer escritor argentino que menciona y no Borges, sobre todo porque varios críticos lo han comparado con él.
-Borges es un gran escritor, pero nunca me sentí muy atraído por su trabajo. Por supuesto, es un honor la comparación, pero creo que la imaginación de Borges es, cómo decirlo, mucho más terrenal que la mía. En cambio, con Manuel Puig me siento muy identificado, tenemos una imaginación más posmoderna o contemporánea supongo. En los años 80 me la pasaba leyendo a Manuel Puig. La traición de Rita Hayworth la debo de haber leído infinidad de veces. Me gusta mucho la imaginación de Puig, tan libre que le permitió sobrevivir a pesar de ser una persona muy sensible y solitaria, que sufrió mucho. Encuentro un punto en común muy fuerte entre su literatura y la mía: el tema de la soledad. Como soy un hijo único, criado entre mis discos y mis gatos, pude entender su fascinación por el cine, porque se trata de un lugar muy íntimo donde uno puede establecer con los personajes de la pantalla las relaciones profundas que tanto cuesta entablar con las personas de verdad. Es uno de mis escritores favoritos y sin duda mi preferido de la literatura argentina. En cuanto a la música, por supuesto que el tango es muy popular en Japón y supongo que el sueño de cualquier músico de jazz siempre va a ser el de haber podido colaborar con Piazzolla. Pero a mí me gusta el Gato Barbieri que es a quien más escucho.
-Lo atrae mucho la cultura popular.
-Sí, soy fanático de la serie Lost en televisión, hasta compré la casa en Hawai donde se filmó la primera temporada; la única otra serie que recuerde que me haya gustado tanto fue Twin Peaks, de David Lynch, hace años. Estaba tan obsesionado con el programa que no podía esperar el capítulo siguiente. Yo no soy un tipo inteligente de gustos sofisticados: me gustan las buenas historias y punto. Si una buena historia está en un libro o en la televisión, para mí es lo mismo, la admiro. Pero a las cosas intelectualosas sin una buena historia detrás no las admiro, porque no tengo gustos académicos: antes de ponerme a escribir tenía un bar de jazz donde yo preparaba los sándwiches y servía los tragos hasta la madrugada. Soy un mero trabajador, que disfruta de la cultura popular, mientras que la mayor parte de los escritores son unos esnobs que ni a mí me gustan ni yo les gusto a ellos.
-¿Se inspira en la cultura popular?
-Para mí la cultura popular, incluso la más comercial es como una gran reserva natural de donde los escritores podemos tomar infi nitos temas para establecer una comunicación directa con los lectores. Si yo tomo como título de un libro el de una canción de los Beatles, como en mi novela Norwegian Wood [en castellano, Tokio Blues]), sé que a muchos eso les va a sonar y ya así se crea algún nexo entre nosotros. A la vez, la cultura pop es como el agua, y con algo tan simple como abrir la canilla podemos tomarla para nutrirnos. Es tan imposible escapar de ella, como del aire que respiramos. Todos comemos una hamburguesa de McDonald’s, miramos la televisión o escuchamos a Michael Jackson. Es algo tan natural que ni siquiera nos paramos a pensar que todo eso es cultura. Por eso, si uno escribe sobre la vida en la ciudad -sea Buenos Aires o Tokio-, no incluir estas cosas sonaría falso. Supongamos que describo a una chica cualquiera que se despierta con una canción de Madonna y se va de compras al shopping, ¿qué tiene de especial eso? ¡Nada! Y justamente yo quiero que la gente sienta que lo que escribo no es forzado. Por eso tengo que colocar referencias a la cultura popular todo el tiempo. Y además, porque me gustan los Rolling Stones, los Doors, las películas de terror, los cuentos de detectives. No es que yo quiera escribir como quienes hacen la ficción más popular en cuanto a contenido, pero sí tomar las estructuras de la cultura popular y rellenarlas con cosas mías. El resultado es que ningún escritor me quiere, ni los que escriben novelas pasatistas ni los escritores serios. Yo estoy en un punto intermedio entre ambos, haciendo algo nuevo, pero creo que voy ganando territorio, porque los otros escritores no estarán de mi lado, pero los lectores sí. […]
-Sus escenas de sexo son mucho más fuertes de lo que tradicionalmente se encuentra en la literatura japonesa contemporánea. Incluso, para muchos, usted es el escritor que mejor retrata el sexo hoy.
-Escribo las escenas de sexo porque la actividad sexual nos ayuda a abandonar por un rato el mundo exterior y entrar en nosotros mismos. Es también una forma de comunicación y a la vez es algo festivo, que implica que hubo una historia detrás. Freud sostenía que todas las actividades humanas derivan del sexo. Mi entendimiento del tema es distinto, pero sí creo que el sexo es la puerta más común para entrar en las profundidades de la mente. Hay otras puertas, como la enfermedad mental o la creación, pero el sexo es la más fácil.
-¿Y divertida?
-Supongo que sí, en la mayor parte de los casos, pero no para quien escribe acerca de eso. Cuando empecé a escribir sobre sexo, 26 años atrás, me daba una vergüenza tremenda y me sigue costando horrores, no sé dónde meterme. Tampoco podía escribir escenas de violencia, pero practiqué y fui mejorando, supongo. Para mí, escribir de sexo o de violencia es lo mismo: es un desafío que me pongo, parte de la responsabilidad de ser escritor y retratar la vida. Me lo propongo como un ejercicio, como si tuviera que desarrollar unos músculos en particular antes de una maratón. […]
-Como ensayista ha escrito trabajos fundamentales para entender el Japón de hoy. Underground, el libro que hizo sobre los ataques con gas en el subte de Tokio, que mataron a casi un centenar de pasajeros, resonó mucho, en especial después del once de septiembre. ¿Cómo fue ese trabajo y qué paralelos ve entre ese atentado y lo que ocurrió en Estados Unidos?
-Obviamente existe un fuerte paralelo entre ambas tragedias. Uno siente que la vida en la ciudad, las rutinas, se desarrollan sobre un piso firme y de repente se comprueba que no hay forma de escaparse del mundo más aterrorizador y oscuro, que uno puede estar entrando a trabajar como todos los días y de pronto la gente empieza a morir a nuestro alrededor. Es un escenario surrealista para la mayor parte de nosotros, y en el caso de Japón, yo quería realmente tratar de entender qué había pasado. Había leído todo lo que salió publicado en los diarios, pero no me era suficiente, necesitaba hablar con los sobrevivientes cara a cara y que ellos me contasen su historia. Lo sentía como parte de mi responsabilidad de escritor. Si mi habilidad es la de poner voces sobre papel, tenía que hacer que la de ellos perdurase, así que me encontré con las 64 personas, varias horas con cada uno. Fue una experiencia muy interesante. Los que colocaron el gas sarín que mató a tantas personas en teoría deberían haber sido los personajes más interesantes para un escritor. Pertenecían a un culto, de alguna manera eran idealistas en busca de un concepto más alto de Dios y la humanidad. Pero yo quedé fascinado por la gente común, sus víctimas. Eran personas con las que yo no tengo nada que ver y de quienes no podría ser amigo, gente aburrida que se mata trabajando, que vive pequeñas vidas en los suburbios. Pero me di cuenta de que podía amarlos, si no personalmente, como una fuerza, de la misma manera como un escritor ama a sus lectores. Y entonces me di cuenta también de la necesidad de escribir buenas historias. Porque, en el fondo, los miembros del culto, los terroristas, se habían creído una historia, una historia equivocada, que los llevó a matar. Yo creo que los escritores tienen la responsabilidad de llenar el mundo de historias buenas, que sirvan para acercar gente. Esto no tiene nada que ver con que esas historias contengan sexo o violencia como ingredientes. Lo que importa es que el mensaje final sea bueno para la sociedad. Las historias son demasiado poderosas como para que lo olvidemos.
LA NACION