Espías con mucho estilo

Espías con mucho estilo

Por Marcelo Stiletano
Todo es cuestión de estilo. Y de historias que transcurren “en algún lugar de…” (Somewhere in…), tal como indica la placa puesta en pantalla al comienzo de cada capítulo. En los años 60, desde el televisor en blanco y negro, El agente de Cipol era un viaje cotidiano que suavizaba con elegancia, cierta sofisticación y discreto humor una realidad mucho más peligrosa.
En aquellos años 60, Guerra Fría mediante, las dos superpotencias se miraban de reojo y amenazaban todo el tiempo con destruirse recíprocamente. El montaje con imágenes de archivo que acompaña los títulos de crédito iniciales de la película que revive la leyenda televisiva de Cipol (que se estrena hoy) no da lugar a engaños. La atmósfera era muy peligrosa, las amenazas se sucedían y en cualquier lugar del planeta había chispas que al mínimo descuido podían convertirse en incendios incontrolables.
Pero ni siquiera la amenaza (cierta) de volver a emplear la bomba atómica y desatar una escalada de final imprevisible impidió que el estilo impusiera su sello. Y que El agente de Cipol original se transformara en una de las grandes series de culto de los años 60. Festejada por múltiples razones: su capacidad para evolucionar y hacerse con cada temporada mucho más dinámica y alegre; una envidiable habilidad para sumar en cada capítulo a notables figuras como invitados (Leonard Nimoy y William Shatner llegaron a compartir uno de ellos); talento para hacernos creer que estábamos ante una serie de mundo que en realidad (a diferencia de las andanzas de su contemporáneo James Bond) casi nunca se movía de Estados Unidos y hasta una destreza notable para duplicarse: después de El agente… (que en realidad son dos) llegó La chica de Cipol. Todo un símbolo de la sofisticación de los años 60. Experimentó en su propio interior el tránsito del blanco y negro (primera temporada, en 1964) al color de la etapa final, culminada en 1968 con la cuarta temporada. Hubo más virajes: de la pátina seria de los primeros episodios al tono casi autoparódico del tramo final. Y sobre todo, lo que no dejaba de sorprendernos era la idea narrativa original de sumar en la lucha contra el mal a dos héroes: un estadounidense (Napoleon Solo) y un ruso (Illya Kuryakin).
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Dos personajes perdurables en la historia de la televisión, interpretados en la serie, respectivamente, por Robert Vaughn y David McCallum.
El adversario, en consecuencia, no era el bloque geopolítico antagónico, sino una poderosa y globalizada organización criminal. Cipol (Comisión Internacional Para la Observancia de la Ley) era la traducción al castellano del original Uncle (en inglés, United Network Command for Law and Enforcement). Y su antagonista se llamaba Thrush, una organización cuyo significado nunca se reveló, alentando innumerables juegos especulativos.
Este espíritu sofisticado, elegante, cargado de intrigas, enigmas, visitas a lugares exóticos (reales o ficticios), conspiraciones de todo tipo y villanos increíbles se reflejó por cierto casi en estado puro a través de las cuatro temporadas de El agente de Cipol, pero también tuvo su correspondencia en muchas otras aventuras televisivas de la época, luego adaptadas al cine. Una década prolífica en comedias y aventuras que pasaron a la pantalla grande con fortuna muy dispar.
El caso de Cipol tardó más en concretarse, tal vez, porque sus responsables quisieron pisar sobre seguro frente a la doble experiencia que se había registrado ante sus ojos.
De un lado, el éxito de Misión imposible después de cinco películas muy logradas. Es, sin embargo, la última (Nación secreta, todavía en cartel) la que más parece identificarse con el mundo original. Del otro aparece el fracaso de la adaptación al cine de la serie Yo soy espía (1965-68), en la que dos agentes (Robert Culp y el hoy castigado Bill Cosby) se disfrazan de tenistas para encubrir las misiones secretas a las que son asignados. Nadie recuerda la película de 2002, con Owen Wilson y Eddie Murphy.
Frente a esa doble mirada se instala El agente de Cipol. Después de casi 20 años de búsqueda y de un sinfín de borradores descartados con toda clase de directores y actores involucrados, el británico Guy Ritchie tomó el comando de este desembarco en el cine.
Ritchie recurrió a múltiples influencias y apuestas bastante arriesgadas para cumplir su cometido. El director de las películas de Sherlock Holmes y ex esposo de Madonna, reconocido por su talento para narrar con un modelo vertiginoso de montaje y estética de clip, reconoció hace poco a The Hollywood Reporter que su primera opción para el papel de Solo fue Brad Pitt, pero no se interesó para nada. Quien sí se entusiasmó fue Tom Cruise, forzado a bajarse por su compromiso con la última Misión imposible (una aventura actual, pero digna de aquel tiempo de Guerra Fría). Finalmente, Ritchie ensayó una vuelta de tuerca: puso al inglés Henry Cavill (el último Superman) a hacer del estadounidense Solo, y al californiano Arnie Hammer (El llanero solitario) a practicar su acento ruso como Kuryakin.
Entre ellos, para darle más lustre internacional a una producción que recorre escenarios germanos e italianos, aparecen la sueca Alicia Vikander, la francesa Elizabeth Devicki, el italiano Luca Calvani, los alemanes Sylvester Groth y Cristian Berkel, el ruso Mitscha Kusnetzov y los ingleses Jared Harris y Hugh Grant. Este último es Alexander Waverly, el hombre fuerte de Cipol, que en la serie interpretó el venerable Leo G. Carroll.
Todo es cuestión de estilo. Hasta en el título de cada episodio, variaciones de un original inalterable: “El asunto de…”. Un símbolo de los años 60, una década rebosante de series felices que años después se convirtieron en películas a veces brillantes y a veces no tan gratas.
LA NACION