19 Aug “A los 15 años a nosotros se nos terminó la adolescencia”
Por Ramiro Barreiro
Hace 25 años, como hoy, un grupo de amigos de Villa Domínico se juntó en una esquina. El objetivo era matar el tiempo de las vacaciones de invierno antes de retomar la cursada. Semanas atrás, la misma misión los había llevado al aeropuerto nacional de Ezeiza a despedir a uno de los primeros amigos del barrio que la crisis expulsó a España. Esta vez, tenía que ser más divertido y a Javier Mujica Ríos se le ocurrió una idea que todos festejaron: ir todos juntos al Italpark. Era el último domingo antes de rendir las previas.
Eran tres Karinas, Roxana, Diego, Claudio y Javi. Todos alumnos de tercer año de secundaria de la Escuela San Vicente de Paul. Todos, salvo Claudio, que tenía 17, eran pibes de 15 años. Tomaron el colectivo 33 hasta Parque Lezama y de ahí el 130 hasta Libertador y Callao. La cercanía a Retiro, el centro de la Ciudad y la cantidad de líneas de colectivos que circulan por las avenidas hacían del Italpark un sitio inmejorable para que cientos de pibes concurran todos los días, aun sin la compañía de un mayor. Incluso el pase era gratuito de lunes a viernes.
Javier recuerda: “En grupo fuimos primero al tren fantasma y al samba. Sobre el mediodía había pase libre a cualquier juego y eso significaba que podías repetir todos los juegos que te gustaran. Entonces, mientras las chicas averiguaban cuánto salían las pizzas, los varones nos subimos al Matterhorn y nos encantó. El juego tenía mucha velocidad y provocaba adrenalina”.
El Matterhorn es un juego mecánico conformado por una pista redonda con un eje central del que pueden salir siete u ocho brazos que sostienen carros con una ocupación máxima de dos personas. Los mismos se balancean de lado gracias a un sistema de péndulo y gira alcanzando altas velocidades. El juego, como la mayoría, fue importado por la familia Zanon –propietaria del parque- desde Italia. A ese país también le deben el nombre del paseo. El día en que Javier y compañía lo jugaron, hacía siete años que no recibía estudios técnicos.
“Nos gustó el juego y cuando salimos se lo contamos a las pibas. Al principio no estaban muy confiadas pero insistimos y subimos. Me tocó compartir carrito con Karina Benítez y Roxana quedó dando vueltas. Cuando me vio, me pidió directamente: ‘Javi, no me dejás subir a mí con Karina, por favor’.” Javier no lo dudó y se acomodó con un pibe que no conocía.
“Roxana era una persona muy especial”, recuerda su amigo. “Muy reservada, pero muy amiga de sus amigos. Introspectiva con sus cosas pero muy abierta a escucharte y a darte un consejo. Tenía un sesgo de sufrimiento que creo que pasaba por haber perdido al padre desde muy chica y por una relación muy sobreprotectora de su madre. Así y todo era una mina feliz, que se reía todo el tiempo y que disfrutaba mucho el grupo que habíamos formado.”
El fin de la inocencia
“Cuando empezó la vuelta no arrancó tan fuerte pero se empezó a escuchar un ruido, como a fierro vencido”, relató. “Miré para el lado de la cabina y no había nadie al mando del juego. Por falta de personal, el empleado también cubría el puesto de la calesita que estaba al lado. Cuando tomó velocidad el ruido fue más intenso, más potente, más profundo y después de la cuarta o quinta vuelta se empezó a escuchar un golpeteo constante.”
Taca, taca, taca. El pie de Javier marca el ritmo en el piso del bar Cantábrico, en Avellaneda; como si estuviera cociendo en una de esas viejas máquinas a pedal. Una igual a la que usaba Lidia Alaimo, la mamá de Roxana.
“Fumábamos a escondidas pero ese día salíamos a la vereda de la comisaría a fumar.” El hombre de 50 años recuerda, se detiene a pensar y define: “Ese día comenzó un camino distinto para cada uno de nosotros porque fuimos a divertirnos y nos encontramos con lo peor. A los 15 años la muerte me pasó por acá nomás; ese día, en cierta forma se nos terminó la adolescencia”.
El fallecimiento de Roxana Alaimo fue instantáneo. Un golpe en la cabeza terminó con su vida. El accidente se produjo cuando el carro se soltó de la estructura y voló por fuera del juego. También resultó herida su amiga Karina Benítez. El juzgado en lo civil y comercial Nº 100, a cargo del Dr. Prada Errecart, estableció una condena solidaria que obligó a las partes involucradas, los Zanon y la por entonces Municipalidad de Buenos Aires (con Carlos Grosso a la cabeza) a cubrir juntos los costos de la indemnización. Fueron 370 mil pesos en concepto de daños y perjuicios que en 1996 los cobró Lidia, la mamá de Karina. La causa civil demoró seis años en ser dictada porque no se podía dar una sentencia hasta que no se expidieran las actuaciones penales y la responsabilidad de la comuna fue determinada luego de descubrir que el parque no era sometido a inspecciones técnicas preventivas. En cuanto al resto de los chicos, sólo Karina recibió asistencia terapéutica y se la pagó Zanon.
“El accidente obedeció a una negligencia del parque pero también de la municipalidad, porque tendrían que haber hecho los controles pertinentes y cuidarnos a los sobrevivientes. Después se descubrió que el último control sobre alguno de los juegos tenía dos años y encima habían advertido sobre material en malas condiciones. Y nos enteramos que Grosso y Zann negociaban la continuidad del parque porque la habilitación estaba vencida”, afirmó Javier.
“Lo que pasó responde a una época liberal y a un sistema corrompido en todos sus potenciales, y durante esa etapa operaba, como ahora, un sistema de protección mediática para ese tipo de grupos empresariales que además del Italpark tenían una empresa de cerámicos que daba mucha publicidad a los medios. La noticia casi ni salió en Canal 13 y en Canal 11, tampoco en ninguna revista de Editorial Atlántida”, opinó Javier.
TIEMPO ARGENTINO