Un cuento de hadas con ritmo de rumba

Un cuento de hadas con ritmo de rumba

Por Héctor M. Guyot
A los 77 años, Rubén González era un jubilado que se disponía a pasar el resto de sus días sentado en una plaza de La Habana. Había desplegado su virtuosismo en los mejores salones de Cuba, pero ya ni siquiera tenía un piano, el instrumento que lo había enamorado a los siete años. Era un viejo más que aguantaba sin queja los racionamientos de la revolución, hasta que un día dos tipos irrumpieron en su siesta con una propuesta descabellada. Al principio se mostró reticente: querían que volviera a tocar y él llevaba años de inactividad. Pero al fin aflojó, y al poco tiempo era el primero en llegar a los destartalados estudios Egrem para recorrer de nuevo las teclas con sus dedos largos, que se revelaron tan ágiles y sensibles como en sus mejores tiempos. Era un reencuentro. Con el piano. Con la música. Con aquel chico.
Los dos locos de la propuesta también eran músicos, pero el cubano Juan de Marcos González y el norteamericano Ry Cooder no habían llegados solos. Los acompañaba el cineasta Wim Wenders. Sus cámaras demostrarían que los cuentos de hadas no necesitan de jardines palaciegos ni de reyes o princesas. Ocurren a veces en ciudades en ruinas, entre hombres y mujeres curtidos, sin oropeles ni brillos. Sólo hace falta que lleven dentro un tesoro escondido que aflora, si se produce la magia, justo cuando parecía condenado a morir en el olvido.
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Rubén González murió recién en 2003, a los 84 años, luego de volver a grabar discos y de triunfar en el mismísimo Carnegie Hall. Esa yapa se la regaló, claro, el Buena Vista Social Club, la orquesta de viejas glorias que nació de aquella idea descabellada y que hizo bailar, en la fiesta del adiós, al público que colmó el Gran Rex la semana pasada. Porque el Buena Vista, que ha llevado la música cubana por el mundo desde 1997, se despide de los escenarios con esta gira en la que convoca el espíritu de los fundadores. Además de las imágenes de González, se proyectaron también las de Ibrahim Ferrer, Orlando “Cachaíto” López y Compay Segundo, que murió cantando y amarrado a su guitarra a los 95 años, en 2003. Acompañaron la evocación los aplausos del público y la música de la orquesta, en la que revistan figuras ya legendarias como Omara Portuondo, Barbarito Torres, Elíades Ochoa y Guajiro Mirabal, y que volvió a dar, en su paso por aquí, una última gran lección que va más allá de sus maravillosos sones, rumbas y guajiras.
Los viejos de ese dream team de última hora siempre han sido jóvenes. Hombres que en la recta final han sabido mantener la llama encendida y preservar eso que llevaban dentro, aun mientras el mundo los olvidaba. Ellos ya estaban allí, perdidos en la isla de Cuba, y Ry Cooder no los resucita, sino que los convoca. Es entonces, en ese reencuentro de viejos camaradas de la vida y los escenarios, cuando se produce el milagro que conmovería a público de todas las latitudes y transformaría la existencia de aquellos músicos retirados que, después de haber andado lo suyo, ya no esperaban sorpresas de la vida.
Ibrahim Ferrer, una voz aterciopelada que había integrado la orquesta de Beny Moré, se ganaba la vida como lustrabotas y también vivía retirado de la música cuando lo convencieron de sumarse al proyecto. Fue el cantante emblemático de Buena Vista, y en 2000, a los 72, seis años antes de morir, recibió el Grammy latino al mejor artista nuevo. Una broma del destino, porque él había empezado a cantar a los 12, para ganarse el peso tras quedar huérfano.
A pesar de haber alcanzado la gloria cuando el partido ya parecía jugado, Ferrer, como el resto de sus compañeros, mantuvo la sencillez y la alegría de hacer música. Esto parece haberse preservado a lo largo de los años en la cambiante conformación de la orquesta. De algo puedo dar fe: hoy en el escenario sigue vivo el mismo espíritu de aquel encuentro que registró Wenders. Ahí están el milagro y la lección. “Sentí que me había entrenado toda mi vida para esta experiencia, que fue una bendición -dijo Ry Cooder-. Son los mejores músicos vivos del planeta. En el grupo no hay egos, sino un ensamble perfecto.”
¿Qué habría pasado si no llegaban Ry Cooder y Wenders a Cuba? ¿Se habrían llevado a la tumba, González, Ferrer y compañía, todo aquello que les quedaba por dar? ¿Cuántos otros tesoros se pierden sin dejar huella porque no aparece alguien que los reconozca y los rescate?
LA NACION