01 Jul Paliza histórica: 6-1 a Paraguay y a la final con equipo completo
Por Elías Perugino
“Ohhhh, soy argentino, es un sentimiento, no puedo parar…” La música de los hinchas perfora la bruma que pende sobre el estadio Ester Roa. Sobre el césped bendecido de un rocío gélido, hay un equipo caliente de fútbol que devuelve la ofrenda levantando las manos. Con sonrisas serenas talladas en los rostros. Con abrazos calmos pero intensos. Con ese placer que recorre las venas cuando un equipo se muestra en su máxima expresión y consuma una paliza futbolera como la que Argentina le propinó a Paraguay para zambullirse en la final del domingo frente a Chile. Un 6-1 fulminante. Un set de belleza. Una lección futbolera que, en el segundo tiempo, tuvo los condimentos que más deleitan al paladar de los argentinos: toque, circulación, cambio de ritmo, verticalidad y gol. Una sinfonía bajo la batuta de dos maestros como Messi y Pastore, cada día más socios, cada vez más determinantes como lo que son: talentos complementarios que cuando sintonizan la frecuencia son capaces de pulverizar cualquier esquema de neutralización. Arte futbolero en estado puro. De ese que llena el alma y el corazón. De ese que da licencia para aferrarse a las ilusiones con las dos manos y dejarse llevar como un barrilete por el viento.
Ganó, goleó, gustó, aniquiló Argentina. Con una autoridad que se le intuía en el terreno de lo potencial, pero que todavía no había mostrado en el torneo. Con zarpazos de una ofensiva salvaje. Un ataque demoledor, implacable, que apareció cuando más se lo necesitaba: en la recta final del torneo. Zarpazos feroces de un equipo que, hasta aquí, se ha ahorrado al Messi goleador. Porque Argentina creció en la competencia y mostró sus garras afiladas en la semifinal prescindiendo del Leo terminador de jugadas. Se conformó –metafóricamente hablando- con el Leo que imagina y asiste. Pero que cuando asiste e imagina puede ser el torbellino arrollador que se paseó por Concepción para depositar a Argentina en otra final. Hace un año, fue en el Mundial; ahora, en la Copa América. Como para ratificar la estatura de este grupo de jugadores que el sábado, en Santiago, intentarán sacarse la foto del póster que todos vamos a guardar.
SEGUNDAS PARTES…
“Los dos evolucionamos con el correr de la competencia”, radiografió Martino en la previa. No abría el paraguas -¡cuac!- ni mucho menos. Describía la parábola exacta de Argentina y Paraguay tras aquel debut frenético en La Serena, el ya lejano 13 de junio.
Un tal Heráclito –filósofo griego de Efeso- graficó su teoría del cambio constante con la imagen de un río: “No podemos bañarnos dos veces en las mismas aguas, porque fluyen constantemente”. Con el fútbol sucede lo mismo. No hubo ni habrá dos partidos iguales, aunque dos equipos se enfrenten en la primera y en la quinta jornada de una misma Copa. Aquel Argentina 2-Paraguay 2 pareció un combo de oferta: dos partidos en uno. Un primer tiempo de dominio absoluto de nuestra Selección, que terminó 2-0 con sensación térmica de 4-0. Y un complemento loco, de palo por palo, en el que Paraguay, perdido por perdido, abandonó su postura ultradefensiva para proponer un ida y vuelta que Argentina aceptó con gusto y pagó con un disgusto: el empate.
Desde ese debut, la Selección incrementó sus minutos de posesión y dominio en cada nueva presentación. Galvanizó su identidad y no desembarcó más holgadamente en semifinales porque alcanzó mínimos niveles de efectividad en relación con las situaciones que generó.
Desde ese debut, Paraguay comprendió que defenderse y nada más no era un negocio rentable. Desterró la idea de atacar con un solo punta y, sin perder el fuego temperamental que es marca registrada de la Albirroja, les soltó las amarras a jugadores con vuelo y proyección como Derlis González. Mantuvo su pericia para lastimar con la pelota parada, pero cada vez acompañó las excursiones defensivas con más volantes. Y llegó a semifinales con tres remontadas importantes en su haber: arrancó perdiendo frente a Argentina, Uruguay y Brasil, y fue capaz de recomponerse.
Encarnadas las evoluciones de ambos, ¿se daría un partido idéntico al de la rueda inicial? Heráclito hubiera apostado a que no. Y habría ganado unos buenos pesos…
Esta vez, Paraguay adoptó otra postura. Se paró más adelante, intentó pelear el predominio en el medio, incluso a discutir la posesión. Messi, que en choque anterior había arrancado como wing derecho definido, se internó hacia la franja central, con la sombra intermitente de Piris. Y la Selección, si bien tuvo las riendas del desarrollo, de arranque no fue ese torbellino de La Serena. Le costó armar fases de juego con varios pases, incluso con un Pastore activo. Tampoco se asociaba con frecuencia Di María. Y las apariciones del Kun también eran a cuentagotas.
Así y todo, Argentina era más. Y lo que no pudo plasmar a través del juego asociado, lo cristalizó en una pelota parada. Un tiro libre de Messi que derivó en una segunda jugada dentro del área, y Rojo, cual si fuera un nueve pescador, la impactó de media vuelta para poner el 1-0 que tranquilizó a Argentina. Y cuando Argentina se tranquiliza y piensa, brota el juego. Y si brota el juego es porque aparece Messi, que a los 27 advirtió un callejón desnudo entre los centrales y se la sirvió a Pastore para que estampara el 2-0 con un derechazo cruzado. Igual que en La Serena. Dos goles arriba y… ¿a disfrutar? Eso parecía, porque a Paraguay se le cayeron dos soldados por lesión: Derlis González y Roque Santa Cruz, casi al mismo tiempo. Y sus reemplazos –dos argentinos nacionalizados paraguayos- provocaron una mutación táctica que le nubló cierto funcionamiento a la Selección: Lucas Barrios y Raúl Bobadilla.
Cuando el partido parecía deslizarse por una meseta hacia el final de la etapa, cuando el árbitro Ricci parecía haber depuesto su postura de amarilla fácil y nuestros jugadores cargados dominaban la situación con mediana suficiencia, un error de salida depositó el partido sobre arenas movedizas. Intentó salir jugando Romero, se la devolvió Otamendi, el uno dividió con un pelotazo que no pudo interceptar Pastore, anticipó Bruno Valdez y, como los centrales estaban abiertos por la jugada de salida, la bola le quedó picando en la medialuna a un goleador serial como Lucas Barrios. Y cuando eso sucede, sacás del medio.
Sintió la mano, Argentina. Y en los tres minutos finales casi cae el empate por… ¿adivinen? Por supuesto: Bobadilla, el otro argentino de nacimiento. Que luego de hacerle cepillar el césped a Rojo en un cierre la tiró por arriba. Pitazo de Ricci y a descansar. Y a pensar.
BELLEZA, NENE… ¡BELLEZA!
Los nubarrones de ese final se esfumaron en menos de dos minutos. Argentina bordó una jugada magistral, que arrancó con Zabaleta en su posición de cuatro y terminó con Di María venciendo a Villar en la quintita del once, luego de lujosas intervenciones de Biglia, Leo y Pastore, de deliciosa asistencia con tres dedos. Y esa pincelada de belleza fue el principio de un segundo tiempo celestial. Con Messi y Pastore dibujando fantasías. Con Di María y su botín caliente para estampar en 4-1 antes de los 10 minutos, luego de otro tiki-tiki de Leo y el Flaco. Con la circulación y la posesión como tesoros innegociables para fagocitarse al adversario. Y con los espacios abiertos para hundir la daga del contraataque, esa vía con la que Argentina suele ser letal y embriagante. Cayó el quinto –otra jugada pulcra, clínicamente bella- que el Kun rubricó con un cabezazo. Y cuando entró el Pipita, que siempre cumple, clavó el sexto luego de robar una pelota en ataque y asociarse con Leo. Fin de fiesta. Una producción subyugante y abrumadora, a la que solo le faltó el gol de Messi, que pudo darse luego de una combinación fantástica con el Flaco, pero que se quedó enredada en los guantes de Villar, acaso para que el diez siga juntando sed de revancha y pueda saciarla en la final…
Ultima parada del sueño: Santiago. El sábado, a la hora del té, la Selección puede beberse la gloria. Lo esperará Chile, que también ansía el mismo elixir. Argentina pugnará por cortar la maldita racha de 22 años sin títulos. Chile querrá levantar la Copa América por primera vez en su historia. Una tremenda final. Nadie más capacitado que ambos para protagonizar el partido potencialmente más atractivo del torneo. ¿O acaso alguien los equiparó en protagonismo, en intenciones ofensivas, en destellos de jerarquía individual? Se recibieron de finalistas con los méritos acumulados en los cinco partidos anteriores. Y les falta saltar la última valla para anotarse definitivamente en la historia. Que sea para Argentina. Lo merecen largamente estos jugadores por lo que eslabonaron en Chile, y por tantos años de búsqueda noble en torneos continentales y mundiales. Que sea para Argentina. Por su generosidad sin límites, por su búsqueda constante, por ese juego que siempre apuesta por la belleza, por esa identidad que va echando raíces. Que sea para Argentina. Que sea.
EL GRAFICO