La desmesura y la redención

La desmesura y la redención

Por Cristina Pérez
¿Existieron los años 20 con su languidecer crujiente del 29, o los inventó Scott Fitzgerald con El gran Gatsby? ¿Existieron acaso porque él osó documentarlos en esas burbujeantes páginas de opulencia y caída, de fortuna fácil, especuladores glamorosos y crack financiero y moral? La espumante desmesura de una época se encarna en el sueño americano del ascenso, del mérito y de la oportunidad. Esa esperanza de filosofía positivista, embriagada con el oro especulativo de Wall Street, tiene un hombre para representarla y ese hombre se llama Jay Gatsby.
La ficción estadounidense por excelencia del siglo XX retorna no sin perfume a déjà vu, casi como un eco de otro crack financiero, el de 2008, con sus marcas aún sangrantes. El Hamlet americano que alguna vez fue Robert Redford vuelve reencarnado en Leonardo DiCaprio, siempre vigente por las materias que le han dado origen. Esa mezcla combustible de aspiraciones, deseos y voluntad irrefrenable aparece como eje temático en un juego de espejos. Si un hombre que sabe aprovechar la oportunidad puede ser millonario de la noche a la mañana, multiplicando el dinero como los panes y los peces, ¿por qué le será imposible reparar su propio pasado con el sólo impulso de su convicción? Todo se puede en esa rueda de la fortuna. ¿Por qué será imposible redimirse, colorear la biografía y competir con blasones del pedigree de la aristocracia, si se tiene ese poderoso lubricante llamado dinero?
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La versión de Baz Lurhmann agrega sus propias extravagancias a la extravagancia. La década que culminó en la Gran Depresión de los años 30 tiene colores estridentes y jazz con fantasía animada en la película de Lurhmann, que sabe contrastar la bonanza pictórica con los tiempos grises del declive personal, de la bancarrota de los corazones, de la comodidad de los hipócritas. El “don de la esperanza”, la “imaginación irresistible”, “la inagotable variedad de la vida” se consumen en ese personaje capaz de tocar con la punta de sus dedos el cielo buscado, para perderlo en el mismo segundo en que lo alcanza. Nunca es fácil competir con la ávida imaginación de un lector, con su modo de completar una historia que además brilla en la cima de un canon literario. El mérito de Lurhmann radica tal vez en la caricaturización de esos excesos lujuriosos: con estridencias, con colores, con experiencia visual tridimensional. Pero también en dar su lugar, descarnado y sin disimulo, a la muerte que no escapa a ser objeto de exhibición. El cartel comercial de un oculista, que también es la mirada de Dios que todo lo ve y que se alza como elemento surrealista en la película, fielmente extrapolado de la novela, es el símbolo de ese show off impúdico. Esos ojos en la marquesina gastada de la ruta que es paso obligado a todos los que van o vuelven de la gran Nueva York es la mirada perpetua e impiadosa de ascensos y caídas.
El Jay Gatsby de Fitzgerald llevado al cine tiene notorias reminiscencias y ecos de esa otra leyenda de la big screen: Citizen Kane. Es curioso que las historias de redención personal, de hombres que se hicieron a sí mismos a partir de la nada, de inventores de la oportunidad, tengan un corolario de desmesura y soledad tras el cielo de las conquistas. Ese trineo llamado “Rosebud” que devela el enigma de Kane bien podría haber sido el juguete del pequeño Jay Gatz antes de ser Gatsby.
En esas cumbres también se halló a sí mismo el novelista que, inmerso en sus propias inseguridades y con temor a haber escrito una historia impopular, se atrevía sin embargo a gozar de su proeza. El mismísimo Scott Fitzgerald reconoció que escribir El gran Gatsby fue un trabajo “laborioso y cuesta arriba”, pero que definitivamente significó “encontrar su línea”, ésa a partir de la cual prosigue todo lo demás. Ésa sin la que él mismo “es nada”.
LA NACION