Elogio del lobo vulnerable

Elogio del lobo vulnerable

Por Diana Fernández Irusta
Será por los lobos, me digo.
Porque pese a los vaivenes en la tensión narrativa, algún que otro personaje cuestionable o el exceso de cuerpos mutilados, decapitaciones y sangre profusamente derramada, caí, un año más, en esa tentación llamada Juego de tronos.
Será por los lobos, vuelvo a decirme, como buscando alguna explicación. Aunque poco o nada piense en aquello del “lobo del hombre”, ni en corderos, ni en el villano oficial, mirada acerada y vozarrón de trueno, de tanto cuento infantil. Más bien recuerdo el bello poemario que la escritora Elena Eyheremendy tituló Lobo vulnerable, aclarando, en una nota al pie, los sentidos contrapuestos que alberga el latín vulnerabilis: “vulnerable” y “que hiere”.
Porque si el formato de las series, con sus nuevos modos de crear y disfrutar el relato audiovisual, captura a multitudes en todo el planeta, en el caso de Game of Thrones (Juego de tronos), al menos en lo que a mí respecta, el imán viene del lado de esos lobos -tal es la figura de su blasón-desgarradoramente vulnerables: los hombres y mujeres de la familia Stark. En el reparto de tierras de esta ficción épica, a ellos les han tocado las gélidas comarcas del Norte. Son parcos, por momentos toscos, criados en medio de la rudeza del frío, la nieve, las austeras viviendas de piedra, la severidad de un mundo en el que nada resulta ni blando, ni suave, ni fácil.
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Plasman siluetas de lobo en sus escudos; se acompañan con lobos -criados desde lobeznos- que son bastante más que tibias mascotas. Y cuando alguno de ellos muestra un temple llamativamente intenso, se dice que en él (o en ella) anida el “espíritu del lobo”. Por terco, por decidido. Un poco por salvaje. Mucho por noble.
Conmueven, los Stark. Espanta un poco, también, el modo en que la adhesión a ciertos principios, los modos cristalinos, la defensa tenaz de la palabra empeñada, los arrastra, una y otra vez, a la tragedia. En el tablero feroz de los reinos que compiten entre sí en Juego de tronos -¿en el tablero de cualquier disputa por el poder?-, quienes carecen de dobleces son rápido material de descarte, piedra sacrificial, familia devastada.
Por eso, aunque nada tenga que ver con la fantasía medieval que alimenta la serie, pienso en los Stark al descubrir El último lobo, film que el francés Jean-Jacques Annaud presentó en Europa y China a principios de este año. Basado en la novela Tótem Lobo, cuenta la historia de dos estudiantes que a fines de los años sesenta, durante la Revolución Cultural china, se instalan en una aldea de mongoles nómadas, con la misión de brindarles educación. Pero al vincularse con los habitantes de la estepa, se vinculan también con el lazo que éstos mantienen con las manadas de lobos: una interacción marcada por el temor, cierto misticismo y, por sobre todo, la supervivencia mutua. Nómadas y lobos se necesitan, forman parte un mismo entorno y una misma lógica. A su modo, se respetan.
Con estrechos primeros planos e imponentes panorámicas, la cámara de Annaud se fascina ante esos seres majestuosos a los que los mongoles consideran cercanos a la divinidad. Mientras tanto, transcurren las peripecias de un cortocircuito cultural que deviene en catástrofe: los mandatos modernizadores que llegan de Pekín imponen medidas que destrozan el delicado equilibrio de la estepa. Matanza de lobeznos, alteración de los ritmos de caza, ocupación de territorios agrestes por las nuevas prácticas de la agricultura. Pronto escaseará el alimento para nómadas y animales salvajes, y la medida oficial para paliar la crisis será tajante: exterminar a los lobos esteparios.
Aunque el contexto histórico y los principales hechos que la sostienen son reales, El último lobo se sigue casi como una leyenda. El relato, inevitablemente cruel, de los últimos días de un pequeño mundo (y cómo no recordar a esa pequeña maravilla del cine de animación, La princesa Mononoke, con sus dioses-lobo aceptando, resignados y trágicos, la caída del universo sobre el que habían reinado).
Hay mucho de todo esto en la ruda dignidad de los Stark. En su modo de saberse solos en un mundo del que los dioses huyeron hace rato. En su empecinada entereza, inmune a intrigas palaciegas y especulaciones políticas. La suya es una nobleza tosca, quizás simple, probablemente anacrónica. Así y todo, subyugante.
LA NACION