“El alcohol y las drogas siempre han tenido un prestigio inmerecido”

“El alcohol y las drogas siempre han tenido un prestigio inmerecido”

Por Hugo Beccacece
El último libro de Antonio Muñoz Molina, Como la sombra que se va (Seix Barral), tiene dos protagonistas: James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, y el propio autor. En verdad, podría decirse que se trata de dos novelas. ¿Por qué Muñoz Molina enlazó su historia personal, la de su aprendizaje como novelista y el proceso de escritura de esa misma novela que está escribiendo con la historia de Ray? ¿Acaso no los separaba casi todo? ¿Qué podía haber de común entre ellos?
Todo se debió a una casualidad. El autor de Sefarad pasó dos noches, en enero de 1987, en la capital portuguesa, una ciudad que no conocía cuando empezó a escribir El invierno en Lisboa, el primer libro con el que obtuvo éxito. Se dijo que le resultaba imprescindible recorrer la ciudad en la que ubicaba la acción de su novela y, por eso, resolvió viajar. A esa narración, le siguieron títulos tan notables como El jinete polaco, Ardor guerrero, Plenilunio, Sefarad y La noche de los tiempos, que lo convertirían en uno de los principales autores de las letras en español, en miembro de la Real Academia Española, además de ser distinguido con el premio Príncipe de Asturias. Pero en aquel lejano comienzo, Muñoz Molina era un funcionario de poca jerarquía en el Ayuntamiento de Granada. Estaba casado, tenía dos hijos, uno nacido un mes antes del viaje a Lisboa, lo que hacía de su ausencia del hogar casi un acto de abandono o de desamor. Hasta entonces escribía en sus horas libres y se entregaba a una doble vida: la familiar y la que llevaba por las noches en los cafés y en las juergas flamencas, donde frecuentaba a los músicos de jazz y a los cantaores mientras consumía drogas y alcohol con la esperanza de una revelación. El novelista incipiente viajó en 1987 a Lisboa no sólo para documentarse, sino también con la esperanza de rellenar en sus paseos por calles y plazas zonas cruciales de la trama que aún no había resuelto.
Muchos años después, en 2013, Muñoz Molina descubrió, leyendo un libro sobre Martin Luther King, que James Earl Ray, el asesino del líder negro, había pasado nueve días en Lisboa en 1968 en su huida posterior al crimen. Ese dato fue la chispa que hizo nacer en el novelista el deseo de saber más sobre el fugitivo. Los dos habían coincidido en épocas distintas en la misma ciudad. La intuición de que allí había algo por desarrollar lo llevó a viajar de nuevo a Lisboa en busca de más información y también a cruzar el Atlántico para conocer Memphis, la ciudad donde Ray mató a Martin Luther King. Hizo esos viajes acompañado por su segunda esposa, la escritora y periodista Elvira Lindo, que durante todo ese itinerario tomó fotografías del proceso de escritura y documentación de la novela. Ese material dio origen al álbum Memphis-Lisboa, que complementa La sombra que se va con fotos y textos de Lindo. Entre tanto, Lisboa había adquirido aún más importancia para Muñoz Molina, porque allí vivía el hijo menor al que él había dejado en Granada cuando era un bebé de un mes. Ese recién nacido se había transformado en un hombre de veintiséis años.
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La estructura de la novela es simple: los capítulos impares están dedicados a la historia de Ray; los pares, a la vida de Muñoz Molina y a sus reflexiones sobre la literatura y la novela que está escribiendo.
-Hay dos motivos que me llevaron a interesarme por Martin Luther King y su asesino. Por un lado, estaba el interés cívico y político. Por otro, la curiosidad por Ray, ese personaje tan extraño, pero lo que produjo el clic decisivo en mi imaginación fue la estancia de éste en Lisboa, sobre la que yo no sabía nada. Ese punto hizo que Ray pasara de ser un tema de interés y de curiosidad a convertirse en un asunto literario para mí. Pensé primero en una novela corta, sintética, sobre Ray, pero abandoné el proyecto. Después de un tiempo retomé aquella idea cuando hice un viaje a Lisboa para visitar a mi hijo, que vivía allí junto a su novia, un episodio que aparece en la novela. Y entonces mi propia historia se sumó a la de Ray.
-Según el libro, Ray fue un asesino solitario, que no formó parte de una conspiración. Sin embargo, hacia el final de la novela también te ocupás del tema de las conspiraciones sobre las que el propio Ray escribió en la cárcel. En esos escritos inconclusos, él menciona al misterioso personaje de Raoul, jamás identificado ni ubicado, que le habría encargado el asesinato.
-La información que hay sobre todo lo que hizo Ray es muy pormenorizada. No surge de ella ninguna posibilidad de que hubiera existido una conspiración. Ray actuó solo. Lo interesante de esto literariamente es que él, ya en la cárcel, construye su propia ficción. En el capítulo que tú mencionas, cuando Ray cuenta la historia del misterioso Raoul que le encarga el “trabajo”, es decir, el asesinato, lo hace como si fuera una ficción literaria con patrones de género. Ray no era escritor, no tenía nada que ver con la literatura, aunque era lector de policiales, sobre todo de las novelas de James Bond; pero la literatura es algo tan intuitivamente integrado en la conciencia humana, que ese hombre poco cultivado, encerrado en una celda, crea su propia ficción a lo largo de los años, la elabora como un novelista que se pasa la vida perfeccionando una única obra, con la diferencia de que esa novela, de acuerdo con él, ha ocurrido.
-Es curioso cómo en los últimos tiempos han aparecido novelas cuyos protagonistas son personajes antipáticos, con rasgos negativos y, a veces, horribles, como el nazi de Les Bienveillantes, de Jonathan Littell, o el Heydrich de Laurent Binet. ¿A qué atribuís esa tendencia?
-En primer lugar, son grados de maldad distintos. Heydrich y el personaje de Littell son monstruosos. Ray cometió un magnicidio, pero mató a una sola persona. La novela como género no admite fronteras morales, quiere ingresar en la mente de cualquiera. Es como cuando Nabokov en Lolita decide ponerse en la conciencia de un pederasta: se trata de un ejercicio ético y estético enorme. Una de las tareas fundamentales de la novela como arte es explorar todas las posibilidades de lo humano. Pensemos en los canallas de Céline. Esos seres son monstruosos, pero también frágiles, han vivido vidas espantosas, en los márgenes de la sociedad, han ido a la cárcel por veinte años, como Ray, por robar ochocientos dólares. Todo lo empujaba hacia el delito. Pero él no había matado hasta que mató a Martin Luther King. De todos modos, no es cuestión de tout comprendre, tout pardonner. La comprensión no absuelve. Cuanto más improbable es el otro, el novelista se siente más tentado de explorarlo por dentro.
-En sordina, establecés ciertos lazos y similitudes entre dos personajes tan distintos como el del asesino y el del escritor, es decir, vos mismo. Los dos llegan a Lisboa como fugitivos; uno escapa del crimen que cometió; el otro, de la mediocridad. Ray lleva desde siempre una vida sórdida. En cuanto al escritor, pasa en sus comienzos por un período de angustia, de incertidumbre sobre el valor de lo que escribe, además se ve atrapado en una situación familiar que no lo convence, todo eso lo arrastra a una doble vida, en la que el alcohol y las drogas lo hacen caer en un mundo oscuro.
-Hay una serie de simetrías en mi libro. Cuando una novela está hecha de cosas tan distintas como ocurre con ésta (piensa que, por un lado, estoy contando la vida de un asesino y, por otro, la mía), la forma de darle cierta unidad en el sentido musical es poner el acento en detalles que creen correspondencias entre esas partes. Esos episodios de alcoholismo y drogas por los que pasé y a los que te refieres me han hecho reflexionar sobre la leyenda romántica tan tóxica de los paraísos artificiales. Ese mito está vigente aún hoy: lo veo en los estudiantes con los que trabajo en Nueva York. El alcohol y las drogas siempre han tenido un prestigio inmerecido, esa creencia de que el desarreglo de los sentidos, provocado por el consumo de ciertas sustancias, lleva a una iluminación es falsa. Dizzie Gillespie, del que fui amigo, me decía que John Coltrane sólo reveló con plenitud su talento cuando dejó la heroína. En verdad, el acto mismo de escribir genera su éxtasis. En lo real cotidiano, hay posibilidades de aventura y de exaltación extraordinarias. Siempre me viene a la cabeza lo que decía Borges acerca de su juventud, Cito de memoria: “Cuando era joven buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha, ahora las mañanas, el centro y la serenidad”. Borges, con ironía, resume muy bien el aprendizaje de un escritor. El joven novelista de mi novela cree en los atardeceres, los arrabales y la desdicha, y tarda muchos años en darse cuenta de que las mañanas, el centro y la serenidad también son muy atractivos.
-¿Cómo se manifiesta hoy el racismo en los Estados Unidos?
-Lo más importante es que han cambiado las leyes y eso ha tenido efectos beneficiosos en muchos sentidos. El presidente es afroamericano, pero no es descendiente de esclavos. Ése es un matiz muy importante. Es hijo de africanos de África. Hay una gran presencia de la comunidad negra en muchas cosas, pero existe un racismo económico y social tremendo. Las estadísticas de población carcelaria, de condenados, de muertes violentas, de abandono escolar, de pobreza son mucho más altas entre los negros de lo que correspondería de acuerdo con el porcentaje que representan dentro de la población de los Estados Unidos. Son negros el doce por ciento de los habitantes de los Estados Unidos, pero también es negro el sesenta por ciento de la población carcelaria. La desaparición de los trabajos industriales, de los blue collars, los puestos que antes ocupaban los negros, sobre todo en el Oeste (Chicago, Cleveland, Detroit), donde hubo una industria del automóvil muy potente, ha generado mucha desocupación. Un ejemplo de ese tipo social es el padre de Michelle Obama, la esposa del presidente: era un inmigrante del Sur, que llegó al Norte y consiguió un buen trabajo. Eso, en gran medida, ha desaparecido. Por otra parte, Estados Unidos es una sociedad muy punitiva. The New York Times publicó un reportaje hace poco que contaba cómo unos oficiales blancos de prisiones habían golpeado sin ningún motivo, casi hasta la muerte, a un preso negro.
-En la novela señalás que la niñez de James Earl Ray, a pesar de ser blanco, había sido mucho más difícil que la de Martin Luther King, porque Ray era un blanco pobre del Sur.
-Martin Luther King pertenecía a la clase media negra, que era un establishment segregado. Su padre era un ministro de una iglesia importante en una zona próspera de Atlanta. La suya era una familia cultivada, con lazos muy estrechos, con mucho cariño mutuo y una gran preocupación por la cultura. Martin Luther King y su hermano tuvieron una educación de primera calidad en una época de segregación. Paradójicamente Ray, el blanco, pertenecía a una clase tan pobre que era la carne de cañón del racismo. Eran los blancos que sólo podían jactarse de estar por encima de los negros.
-Todos los personajes de Como la sombra que se va son reales; sin embargo, no se trata de una crónica, tampoco de un libro de no ficción.
-Cada vez me gusta más tomar conciencia de las posibilidades de la novela como artefacto. Piensa en cómo Cervantes usa en el Quijote las cosas contemporáneas que están alrededor de él, en cómo incluye la aparición real de un Quijote apócrifo en el Quijote que él está escribiendo; o en cómo Daniel Defoe en Robinson Crusoe finge que no es una novela, sino un testimonio de algo que ha ocurrido. La novela siempre está jugando con esa ambigüedad. En mi caso, todos los personajes son reales, sin embargo la narración no es una crónica. Hay una diferencia fundamental: un cronista no puede ponerse en la conciencia de los personajes sobre los que escribe. Hay muchísima información sobre Martin Luther King, pero nadie sabe lo que había en su mente, eso es lo que yo, como novelista, tengo todo el derecho a crear: la corriente de conciencia de ese hombre.
-En las últimas décadas, los personajes de las novelas han sido construidos con tal abundancia de información, con tal detalle, que podrían salir de la página a la vida real, perfectamente vestidos, peinados y equipados. Los detalles son tan abundantes que terminan por resultar arbitrarios. Me acuerdo del rechazo que el grupo de Bloomsbury tenía a principios del siglo XX por ese tipo de escritura.
-Es la fascinación por lo concreto. El novelista tiene la ambición de que sus criaturas de ficción sean tangibles, quieres hacer un personaje que sea lo más sólido y perfilado que se pueda, producir la impresión de la realidad con elementos que no son de la realidad. En esta novela, los detalles a los que recurro son reales, pero pueden resultar chocantes y, por supuesto, arbitrarios. Una cosa que me subyugaba en Ray era su afición a matricularse en cursos de baile. Eso no se lo atribuyes en una novela a un personaje de ficción, tú te pones a inventar un asesino de ficción y ese detalle no lo inventas, porque es muy raro. A mí me atraen esas rarezas, por ejemplo, saber los libros que lee una persona. Cuando fui a Memphis y vi expuestos todos los objetos sobre los que había leído tanto, me causaron un efecto tremendo. Me estremecí. Como un lector de Cervantes que llegara a una venta y viera a un caballo y le dijeran que ese caballo es Rocinante.
-Cuando escribís sobre la visita que hiciste en Memphis al hotel Lorraine, donde fue asesinado Martin Luther King y que ahora está convertido en museo, decís que el pasado se ha convertido en un parque temático. ¿A qué atribuís la necesidad actual de convertir todo en un espectáculo?
-Es muy difícil traer al presente la sensación del pasado. ¿Cómo transmites la sensación del dolor, de la humillación, de la barbarie? Ahora los museógrafos quieren que todo sea atractivo, interactivo. Eso crea una cercanía engañosa. Si tú tienes una foto, un documental en blanco y negro, hay una austeridad ahí, sabes que hay una distancia, que debes hacer un esfuerzo intelectual y emocional para entender. Y eso te permite tomar conciencia de la gravedad de lo ocurrido. Ahora bien, si tú permites el ingreso de visitantes a la celda de Ray y agregas grabaciones con la voz de los guardias, estás montando un teatro. Yo he puesto en la novela a los niños que se sacan fotos en la celda de Ray. La experiencia horrible y difícilmente transmisible de estar en una celda subterránea temiendo que vengan a lincharte o a matarte, rodeado de insectos, esa experiencia ha sido sanitarizada, embellecida. Colgada de una pared, tienes una foto de tamaño natural de King, tomada en 1965, en la que aparece en una de sus célebres marchas, te pones al lado y te haces una selfie. Es casi obsceno. A costa del sufrimiento espantoso de otros, te permites la emoción halagadora de formar parte de algo heroico.
-Cuando hablás de la escritura de El invierno en Lisboa decís que lo escribiste en un estado de “lúcido sonambulismo”.
-Ése es el estado de la creación, es la sensación de que algo sucede sin esfuerzo, de un modo exterior a ti, la idea antigua de la inspiración platónica. Es el momento, común a todas las artes, en que el artista parece llevado por algo que no es él mismo hacia un descubrimiento.
-Proponés la música como modelo estético y ético de todas las artes, sobre todo te referís al jazz.
-Lo más importante en la creación, particularmente en la música, es el contraste entre la disciplina y el arrebato. Para ser buen músico tienes que tener una disciplina de muchos años y, al mismo tiempo, puede ocurrir que haya un momento en que te olvides de todo e introduzcas una cuota de azar. Cuando Charlie Parker estaba tocando, los que lo conocían dicen que todo lo que lo rodeaba entraba en su música. Si, de pronto, se oía la sirena de los bomberos de Nueva York, Parker, en vez de sentirse fastidiado, la incluía en su improvisación. Eso también le sucede al escritor. A veces tiene la sensación de que todo lo que pasa en torno a él cabe dentro del libro. Cuando se termina una novela, los personajes que estaban en ella parece que siguen existiendo.
-Hay un pasaje muy curioso en tu libro. Durante tu estada en Lisboa junto a tu segunda esposa, apenas habías empezado a escribir sobre Como la sombra que se va, de la que no le habías hablado a nadie, te levantaste de la cama, de noche, con mucho cuidado para que ella no se despertara y fuiste a continuar tu investigación en la computadora. Lo llamativo es que, según tus propias palabras, lo hacías con mucha vergüenza. ¿Por qué?
-Escribir es algo tan íntimo, tan frágil, no sé cómo decirlo, que confesar que uno lo hace resulta difícil. ¿Cómo atreverse a decirle a alguien que a uno se le ha ocurrido una idea, cuando esa idea puede ser ridícula y uno puede desecharla al día siguiente? Es hablar de algo que todavía no existe y que, sin embargo, nos empeñamos en que exista sin saber a ciencia cierta su valor. Levantarse a las tres de la mañana para consultar el archivo del FBI no es serio. Produce una incertidumbre total. Uno se dice: hay tantos libros, ¿por qué sumar otro a lo que ya está? Hay timidez y arrogancia en esos primeros momentos de escritura.
-El cine está muy presente tanto en la vida del asesino como en la tuya.
-El cine es una máquina de fabular tan poderosa que todos estamos contagiados de él, aunque no lo queramos. Ray se ve a sí mismo como en una película. Le gustan los libros y las películas de James Bond. Tanto los unos como las otras responden a una idea estrafalaria de lo masculino. Yo no creo que el varón haya disfrutado de una época dorada de tanto privilegio como la del período que va de 1950 a 1970. Las novelas de James Bond son de un machismo romántico tan exagerado que es casi naïf. Ray quiere ser un personaje de esas películas. Por mi parte, hay un elemento generacional muy importante. Cuando yo me educaba como escritor, al desaparecer la dictadura de Franco, llegaron a España todos los films que habían estado prohibidos. Veías El último tango en París, La naranja mecánica, las películas de Visconti, y todo eso te hacía una enorme impresión. Tenía un efecto euforizante.
-Hay una serie de homenajes en el libro a la literatura latinoamericana. Todo lo que escribís sobre el jazz es inevitable que haga pensar en “El perseguidor”, de Cortázar, también está el relato conmovedor de tu despedida de Juan Carlos Onetti, que se estaba muriendo. Por supuesto, aparecen Bioy y Borges. Hasta usás un adjetivo borgeano en un capítulo; hablás del “fulgor unánime”. Imposible no pensar en “la noche unánime” de “Las ruinas circulares”.
-Borges es una gran escuela de adjetivación de la que uno no se olvida jamás. Ésta es una novela, entre otras cosas, de formación. La irrupción de los grandes escritores latinoamericanos durante la dictadura franquista tuvo para mí la misma fuerza, la misma importancia, que lo que te contaba acerca del cine. Una cosa es la admiración, otra es el amor. Yo siento amor por Onetti, por Borges, por Bioy. Ellos me ayudaron a encontrar mi voz en una época en que para un español joven era muy difícil hacerlo. La lectura de los escritores latinoamericanos nos incitaba a evitar las palabras, el lenguaje, los temas de la época franquista y sus escritores emblemáticos.
-En uno de los capítulos, decís que Martin Luther King no tendría el estatus actual de ícono, si no hubiera sido asesinado, porque en los últimos años de su vida era muy atacado.
-Hace poco vi un documental donde aparece Taylor Branch, su principal biógrafo, y le preguntaron qué habría sido de Martin Luther King de no haber muerto como murió. Y él dijo que probablemente habría sufrido un colapso nervioso porque pasaba por una época muy dramática y contradictoria. Esas afirmaciones están basadas en los testimonios de quienes más cerca estuvieron de él. Era un hombre de 39 años, que llevaba catorce de soportar la presión de la militancia y de la violencia; a todo eso se sumaba la sensación de que las cosas, en el fondo, no cambiaban. Lo habían afectado mucho los disturbios de Detroit del año anterior, de 1967. La violencia no paraba de crecer. Su postura contra la guerra de Vietnam le había quitado el apoyo de una gran parte de la clase media blanca que lo había ayudado hasta entonces, también había perdido el apoyo del presidente Johnson. Padecía una obsesión morbosa por la muerte, por el martirio. Su situación conyugal era muy difícil. Tenía amantes y eso se sabía, pero también se ocultaba. Era una persona muy gastada.
-Hacés una observación literaria muy interesante. ¿Qué pasa con los personajes de un libro cuando el libro termina? Das como ejemplo el caso de la hija de Emma Bovary, a quien todos olvidan. Señalás que, para la mayoría de los lectores, Madame Bovary se termina con la muerte de Emma; sin embargo, la novela sigue. Después de leer Como la sombra que pasa, pensé cuál era el personaje olvidado de tu novela. Para mí, es el de tu primera esposa, una figura lateral, una sombra, de la que no se sabe casi nada. Después aparece tu segunda mujer, Elvira Lindo, que recibe toda la luz del amor, que te acompaña, que te filma y fotografía y con la que compartís un proyecto, como el de esta novela. ¿Quién era o quién es aquella sombra?
-En este caso, a diferencia de Madame Bovary, los personajes sobre los que escribo son reales. Uno tiene responsabilidades respecto de ellos. No puedes decir ciertas cosas que afecten la vida de esas personas. Este asunto es muy delicado, porque además están mis hijos, que son adultos. Fui muy cauteloso en ese aspecto. Debía guardar un equilibrio muy difícil entre la integridad de la confesión y el pudor. Lo que ocurre es que esas personas que están en la sombra dejan de formar parte de tu vida y se quedan fuera. Están ahí, sin embargo. La novela sugiere que hay muchas más cosas que no se cuentan. Esa pregunta que tú haces y que se puede hacer el lector queda sin respuesta dentro de la novela; en la vida real, esa persona tiene afortunadamente una profesión y una vida estupenda, perfectamente autónoma; vive probablemente mucho mejor que si yo me hubiera quedado con ella.
-Una de las enseñanzas que se desprende de Como la sombra que se va es cómo la vocación de escritor te lleva a cortar ciertos vínculos y a ser cruel para realizar una obra. Por otra parte, te exponés y exponés a tus seres más queridos con una franqueza muy poco frecuente en el mundo de la literatura en español.
-En A la recherche du temps perdu, al final, cuando el narrador tiene la iluminación de la novela que va a escribir, comprende que debe renunciar a la vida social y también a la bondad. Son cosas inquietantes, sobre las que no todo es tan claro. De todos modos, hay algo que sí tengo claro: yo no creo que haya que sacrificar todo a la literatura. Creo que hay cosas más importantes que la literatura. Hace unos años, estaba leyendo una biografía de V. S. Naipaul, un escritor al que amé mucho. Él conscientemente fue un canalla. Puso su futuro por encima de todo. Yo no sería capaz de hacer un sacrificio tan grande, no podría sacrificar a los seres que quiero. Proust se mató para terminar su novela, pero no perjudicó a nadie. Era un hombre solo.
-¿Cuál fue la reacción de tus hijos respecto de este libro?
-Leyeron el manuscrito antes de que se publicara. Creo que esa lectura, por momentos. les puede haber resultado dolorosa; pero no hizo que me quisieran menos.
-Hay dos momentos que funcionan como un espejo en la novela: el encuentro en Lisboa con tu hijo adulto, el hijo que habías dejado con un mes de vida cuando viajaste a Lisboa por primera vez; y el encuentro con Onetti. En el primero, sos el padre biológico de tu hijo menor; en el segundo, sos el hijo literario de Onetti.
-Quizá esos dos encuentros sean un eje de la historia. Uno puede ser padre o hijo biológico, pero también literario o espiritual. En El invierno en Lisboa, hay una relación de ese tipo entre el pianista joven y el pianista viejo. El vínculo entre un maestro y un discípulo es raro, misterioso, fundamental, enriquecedor, pero también puede ser dañino. Uno conoce bien la vida; el otro se asoma a ella. Cada uno está en el extremo opuesto de la experiencia humana. Son relaciones tan importantes como las amorosas. Vi a Onetti sólo una vez, la que cuento en la novela. Nos escribíamos, nos hablábamos por teléfono. Pero en esa ocasión, se dio la oportunidad de que nos encontráramos. Él ya estaba muy enfermo y yo, que lo adoraba, guardaba un secreto: unas horas antes había conocido a una mujer de la que me había enamorado profundamente y que se convertiría en mi esposa. Fue un momento inolvidable por dos razones distintas que tenían que ver con dos amores distintos. De todo ese material vivido, está hecho mi libro.
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