Cómo decir “te amo” en chino

Cómo decir “te amo” en chino

Por Laura Reina
” Chamuyero. ” Ésa fue la primera de las palabras que Miri Koide, una japonesa de 24 años, aprendió al llegar al país en 2010 para estudiar español, y lo primero que le dijo a Jorge Luis Bravo, publicitario de 34 años, cuando la encaró en un pub crawl nocturno -punto de encuentro por excelencia de argentinos y extranjeros- por los bares de Buenos Aires.
Miri llegó al país con la idea de viajar antes de ponerse a trabajar en serio -en Japón hay muy pocos días de vacaciones y después casi se hace imposible recorrer grandes distancias- y eligió la Argentina, atraída por un documental sobre Córdoba que vio por la televisión de su país. Pero en estos tres años, Miri nunca viajó a esa provincia. Se enamoró de Jorge y se quedó en Buenos Aires. Con él no sólo formó una pareja, sino también una familia, porque a los pocos meses de conocerlo, cuando faltaba muy poco para terminar sus estudios y volverse a Japón, quedó embarazada. Entonces, sus vidas se unieron y cambiaron para siempre.
“Le dije que era la mujer más hermosa que había visto en mi vida y me respondió eso, que era un chamuyero. Pero yo se lo dije en serio”, asegura Jorge, mientras busca a Miri y a Hana, su pequeña hija de 2 años, por el Jardín Japonés, donde su mujer trabaja en el área de comunicación y deja a la niña en la guardería del parque.
Lo de Hernán Acevedo, 25 años, encargado de hacer el check-in de pasajeros en el puerto de Buenos Aires y la china Zhufen Li (prefiere no revelar aquí su edad, porque en China dar esa información a desconocidos no está bien visto) fue mucho menos exprés. Desde que Hernán tipeó ” Hello ” en un chat y Zhufen le contestó casi de inmediato hasta que lograron verse cara a cara, pasaron dos años. Dos largos años en los que se enamoraron a la distancia, hasta que él pudo reunir el dinero para el pasaje y viajar a la aldea, en el interior del país, donde ella vivía y conocerla.
Después de tres años en los que Hernán logró trabajar dando clases de español e inglés, haciendo de modelo y aprendiendo chino para acceder a una visa de estudiante, decidieron que era hora de probar cómo sería la vida juntos en la Argentina. Hace un año y medio echaron raíces -aunque no saben si definitivas- en Buenos Aires.
Las parejas interculturales son un signo de época. Aunque existieron siempre, nunca se habían visto tantas como ahora, en parte, porque la tecnología, con Internet como principal herramienta, favorece estos intercambios y otro tanto porque los prejuicios con respecto a lo diferente han cambiado.

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Según datos aportados por el Registro Civil porteño, el 13% de los matrimonios celebrados en la ciudad de Buenos Aires durante 2012 correspondió a parejas conformadas por un argentino y un extranjero. De las 12.637 parejas que formalizaron el año pasado su vínculo ante la ley, 1612 eran pluriculturales, cifras que se mantienen más o menos estables desde 2007, con alguna leve variación anual.
En países como España la tendencia es más o menos la misma. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE) de ese país, en 2010 el porcentaje de matrimonios formados por un español y un extranjero era del 15% por ciento. Y el informe agrega un dato de color: ellos se casan con brasileñas, y ellas, con marroquíes. El 67,5% de las esposas de matrimonios mixtos eran sudamericanas.
Pero tanto en la Argentina como en Europa hay que sumar a esas cifras muchas más parejas que, como Jorge y Miri y Hernán y Zhufen, no han pasado todavía por el Registro Civil, aunque, aseguran, lo harán en algún momento y respetando el rito del país donde se celebre la boda.
“No bien nos enteramos de que Miri estaba embarazada, ella quería casarse ya. Y yo le dije que obvio, que quería casarme con ella, pero no así, a las apuradas -cuenta Jorge-. Después entendí por qué: en Japón, el hijo de la pareja que no está casada no puede llevar el apellido del padre, sólo lleva el de la madre. O sea que Hana ahí no sería mi hija. Pero Miri se tranquilizó cuando le expliqué que acá no es así.”
De todas maneras, cuando viajaron a Japón para conocer a los padres de la novia, como regalo de parte de la familia Koide recibieron una especie de ceremonia nipona en la que se pusieron la vestimenta típica -él con un traje de samurái y ella con un kimono especial de seis capas, una peluca y la cara pintada de blanco- que retrataron en una sesión de fotos que duró más de una hora.
Hernán y Zhufen también saben que algún día darán ese paso, pero no saben cuándo ni dónde. “Si es en China, será de acuerdo con sus ritos: en un templo budista, con un vestido de novia rojo y cara cubierta por un velo; si es en la Argentina, en una iglesia, de blanco”, imagina Hernán.
La de Carolina y Tom Snijders -ella argentina hija de madre belga, él nacido en Bélgica- es una historia de amor intercultural pre-Internet. Están casados desde hace casi 20 años -en julio celebran dos décadas de matrimonio-, y la relación creció y se afianzó por carta, después de que ella viajara con su madre a visitar a su familia.
Tras un romance durante el que casi no se vieron, se casaron en la Argentina y se fueron a vivir a Amberes, donde hicieron una recepción en la que Carolina volvió a usar su vestido de novia. Seis años pasaron en Europa hasta que Carolina tuvo al primero de sus tres hijos y quiso volver. “En Bélgica conseguí trabajo y me puse a aprender flamenco porque si uno no aprende el idioma del país en el que vive, te marginan -dice-. Para mí era importante comunicarme con la gente, toda la familia de mi esposo me ayudó mucho.”
Pero el clic llegó con el nacimiento de Mats. “En Bélgica el clima es malo, llueve 300 días al año con esa garúa finita que no es lluvia, y pensé que iba a ser muy duro criar a mis hijos ahí. De la Argentina extrañaba el clima, las veredas rotas, las bocinas, todo lo que uno suele odiar. Y ya con un hijo quería tener a mi familia cerca.”
Lo que Carolina describe es nada más ni nada menos que la añoranza del migrante, un malestar silencioso, difícil de explicar para el que lo siente y difícil de entender para el otro, pero al que conviene, según diversos especialistas, prestar especial atención. Después de la idealización que suele venir acompañada de lo que es un extranjero, con el enriquecimiento cultural que siempre implica establecer un vínculo con una persona de otro país, sobrevienen las sorpresas o malos entendidos, producto del choque cultural.
La psicóloga y antropóloga Fabiana Porracin explica que cuando hay parejas mixtas, conformadas por un nativo y alguien que emigró, suele darse un desbalance en la pareja, que no se da cuando se vive en un lugar neutro, distinto a los países de procedencia de ambos. “Los primeros son los casos a los que aquejan mayores exigencias, dado que al estrés sustantivo que es el fenómeno migratorio se suma el desbalance que aporta esa asimetría.”
Según Porracin, a todas las dificultades que aquejan a las parejas modernas (vida doméstica, economía, sexualidad, formación de los hijos, relación con la familia de origen, vida social, entretenimiento, religiosidad, por nombrar sólo algunas de las áreas que suelen presentar más conflicto), se les suma la pérdida de pertenencia, el esfuerzo que representa volver a empezar y el desgaste de tener que reconstituir la trama laboral y social.
Por eso, para los que han migrado y se han establecido en un lugar distinto al de su país de origen, es importante seguir manteniendo algunas costumbres, relacionarse con coterráneos en su misma situación o trabajar en un lugar que tenga que ver con su procedencia. Como Miri, que trabaja en el Jardín Japonés, o Zhufren, que estuvo en la caja del restaurante de cocina china Pekín, o Tom, que repara equipos de computación para una empresa belga. Eso les permite, unas horas al día, estar cerca de sus raíces.
Pero más allá de esto, es fundamental el apoyo de sus parejas en favorecer la continuidad de ciertas costumbres, como Jorge que incorporó el arroz a todas sus comidas. “En Japón el arroz es como el pan, se come a todo hora. Cuando viajamos para allá, Miri se trajo una máquina para cocinarlo, que sale listo para comer. Si no, creo que no venía -suelta la carcajada, y agrega:- lo único que no como son unos porotos literalmente podridos, que son muy feos.”
Carolina no sólo adoptó la papa como acompañamiento principal de todas las comidas y la sopa como entrada casi obligada, aunque en verano se puede obviar, sino que almuerzan un sándwich y cenan a las 18.30, como se acostumbra en Bélgica. “Los amigos de mis hijos no pueden creer que cenemos tan temprano, les causa gracia. Y, además, vemos películas belgas; para mí es fundamental acompañarlo en eso.”
A Zhufen le encanta la comida occidental, en especial las pastas y las pizzas. Pero el asado es algo que todavía no disfruta en toda su plenitud. “Muy grande”, dice, y hace un gesto con sus manos. “En China comen poco y porciones muy chicas”, traduce Hernán, que se comunica con su novia principalmente en chino -que aprendió mientras vivió allá- o inglés.
En este desafío de llevar adelante una pareja intercultural siempre hay renuncias de uno y otro lado, como la de descalzarse al entrar en una casa, algo que Miri cedió, o darse un beso en la calle, una acción que en Japón es inviable y que Jorge comprendió.
“Hemos tenido choques culturales, un montón. Desde cómo vestirse para ir a una fiesta, hasta cosas de la crianza de nuestra hija”, reconoce Jorge. Pero no duda de que el amor todo lo puede.
LA NACION