Apasionante pesquisa de una novela perdida

Apasionante pesquisa de una novela perdida

Por Oscar Conde
La primera vez que oí hablar de La muerte del Pibe Oscar fue en una conferencia de José Gobello a mediados de los años 80, es decir, tres décadas atrás. El gran lunfardólogo explicaba que la palabra colimba no tenía nada que ver con la etimología popular que se le endilgaba (corre-limpia-barre), fraguada en los cuarteles por oficiales arrogantes y suboficiales resentidos. Gobello decía que colimba es simplemente el vesre de milico y que originariamente se decía colima y se aplicaba más a policías que a soldados o conscriptos, tal como se encuentra usada más de una vez en la primera novela lunfarda, La muerte del Pibe Oscar, de Luis Contreras Villamayor. Anoté el dato y la evolución del vocablo, que acabó incorporando una b epentética (como la de lamber) para transformarse en colimba.
Con los años, sobre todo luego de mi ingreso a la Academia Porteña del Lunfardo en 2002, muchas otras veces escuché a Gobello hablar de esa novela, a la que le atribuía un lugar mítico en la historia de la literatura lunfardesca. Mi preocupación era, por entonces, registrar los lunfardismos “nuevos”, es decir, los surgidos a partir de la década de 1970 -no incluidos hasta entonces en ninguno de los diccionarios existentes-, y no le presté demasiada atención al asunto, en el que, suponía, ya no quedaba nada que aportar. Sí, en cambio, comencé a indagar sobre Luis C. Villamayor (1876-1961), teniente del Cuerpo de Guardiacárceles de la Nación y autor de un valioso diccionario de lunfardo publicado en 1915 bajo el título El lenguaje del bajo fondo. Su apellido paterno era Contreras, pero se conjetura que habría preferido el de su madre por la nombradía de su primo hermano, el mayor Aníbal Villamayor, jefe de las tropas sublevadas en Bahía Blanca durante el fallido alzamiento radical de febrero de 1905.
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Hace cuatro años buscaba un dato en un libro de Luis Soler Cañas y me topé con un breve capítulo dedicado a Villamayor, en el que se incluían unas treinta líneas de su legendaria novela. Fueron suficientes para interesarme como lector y para que comprendiera de inmediato la importancia de ese texto, tanto desde el punto de vista lingüístico y literario como historiográfico y sociológico. La literatura lunfardesca es un amplísimo corpus, nunca justipreciado, de obras breves: poemas, letrillas, relatos, cuadros de costumbres, sainetes, letras de tango. Obras que no están escritas en lunfardo -como habitualmente se dice- sino con lunfardo o, para ser más preciso, con lunfardismos. Esa práctica llevada a una novela podía volverse una proeza lingüística. Unos pocos autores habían escrito novelas bajo la misma premisa: Arturo Cerretani (El deschave, 1965), Julián Centeya (El vaciadero, 1967), Jorge Montes (Jeringa, 1984), pero todas muy posteriores. Consideré imperdonable no haber leído aún La muerte del Pibe Oscar.
Al otro día, con la mayor tranquilidad del mundo, le estaba pidiendo el libro a Marcos Blum, nuestro querido bibliotecario de la Academia Porteña del Lunfardo. “Nunca lo tuvimos”, me respondió. La noticia me sorprendió ingratamente, pero solo acrecentó el deseo de tener en mis manos ese libro misterioso. En la siguiente sesión de la Academia (primer sábado de mes) pregunté a mis colegas si alguno tenía La muerte del Pibe Oscar. A Gobello, Luis Alposta le había regalado un ejemplar en los años 60, pero creía haberlo perdido -“Hace tiempo que no lo veo en mi biblioteca”, confesó-; Ricardo Ostuni, igualmente, quedó en traerme el suyo. Esperé ansioso la próxima sesión, en la que este último me comunicó la mala nueva: no encontraba el libro por ningún lado. Me pasé el domingo convenciéndome de que no importaba. ¿Para qué están las bibliotecas y los libreros?
El lunes, temprano, fui a la Biblioteca Nacional. Tampoco estaba ahí. Con creciente desesperación me pasé días, semanas y meses persiguiendo aquella novela escurridiza por bibliotecas grandes, medianas y chicas, por sitios de la Web y por librerías de viejo. Nada. No había rastros de un solo ejemplar. Me parecía extrañísimo.
Una descorazonadora tarde leí el estudio preliminar con el que Enrique del Valle abría su impecable edición de El lenguaje del bajo fondo, para ver si encontraba alguna pista. Del Valle contaba algunas anécdotas de Villamayor, mencionaba la novela y me acribillaba las esperanzas al afirmar que la edición había sido “destruida casi totalmente por un incendio producido en los talleres en los que fuera compuesta”. Ésa era la razón por la que se había convertido en un libro invisible. Me pregunté cuántos ejemplares habrían podido sobrevivir a aquella infausta y desprevenida incineración. Yo sabía al menos de dos: el que Soler Cañas había usado para citar en su libro (que quién sabe dónde habría ido a parar después de su muerte) y el que Alposta le había regalado a Gobello.
Había pasado casi un año desde el inicio de mi pesquisa. Me decidí a llamar a Gobello, que ya estaba enfermo y no se levantaba de la cama, y le dije con dramatismo: “Búsquelo bien, José. Si usted no lo encuentra, La muerte del Pibe Oscar se perdió para siempre”. Al otro día me llamó para contarme que su hijo lo había encontrado caído detrás de otros libros en uno de los estantes de su biblioteca y que podía pasarlo a buscar por su casa.
¿Con qué me encontré esa misma tarde? Con una novela vertiginosa que narraba -más que la muerte- la vida de un “lunfardo” llamado Oscar Gache en la primera década del siglo pasado en Buenos Aires. Una vida signada por el hurto de dos quesos en un almacén, que a los once años lo llevó al Correccional de Menores por seis meses. Seis meses que, por “mala conducta”, se extendieron -con un infierno de maltratos, vejaciones y abandono- a ocho años, cuando el Pibe Oscar salió de allí convertido en un perfecto delincuente. A partir de entonces, se cuenta cómo este temible joven accede al liderazgo y al respeto de sus colegas. Hay persecuciones por tejados, romance, secuencias de robos, fugas carcelarias, asesinatos, y hasta un duelo a cuchillo en medio de una rutina de tango en una romería de Villa Santa Rita. El escenario de sus aventuras se desplaza desde el centro hasta el Mercado de Abasto, desde La Boca hasta el actual Parque Ameghino, desde el sombrío Paseo de Julio (hoy, Leandro N. Alem) hasta el mítico Barrio de las Ranas, adyacente al Depósito de Basuras (La Quema), donde el Pibe se esconde de la Policía.
Villamayor construye a su protagonista, devenido delincuente por no quedarle otra -como les sucede a Fierro y a los “gauchos malos” de Gutiérrez-, en estrecha relación con el imaginario social porteño acerca de la delincuencia, que no excluía del todo una construcción literaria en cierto sentido melodramática y a la vez robinhoodesca. Se narra allí el “hondo bajo fondo” del 900, donde además del crimen hay espacio también para la nobleza, el amor y la valentía.
Cuanto terminé de leer la novela, ya había decidido reeditarla, estudiarla y anotarla. Tanto Luis Villamayor como ese temible y admirable Pibe Oscar se merecían una segunda oportunidad.
LA NACION