22 Jun Que los poderosos lean a Shakespeare
Por Osvaldo Quiroga
El poder no debería dirimirse a los gritos. Discutir ideas en un medio tono podría ser mucho más productivo para la sociedad. Los políticos que gritan para expresarse deberían leer a Shakespeare para entender que las formas de ejercer el poder determinan también los comportamientos sociales. El baño de sangre que instala Macbeth sólo es posible porque nadie limita su poder. Los crímenes de Ricardo III tienen el mismo origen: la fascinación por el poder convierte al hombre en enemigo de sus semejantes. Pero también en enemigo de sí mismo. En el último acto de Ricardo III, la escena se traslada de un campo de batalla a otro. Ricardo ya perdió todo lo que había conseguido en su borrachera de poder y sólo pide un caballo para salvar su reino. Lo trágico existe si es consciente. Por eso cuando los personajes de Shakespeare pasan de buscar el poder a ensuciarse y matar para conservarlo, ya no son herederos de la tragedia. En esos casos la tragedia se convierte en grotesco y el grotesco denota la locura en la que quedan sumidos. Cuando Macbeth dialoga con los espectros delante de sus invitados; o cuando el padre de Hamlet huye frente a una representación en la que se siente involucrado, los efectos de haber ejercido el poder de manera despótica se hacen visibles. La devastación es el resultado natural de haber gobernado de espaldas a los ciudadanos. La matanza final de la que participa el joven Hamlet es parte de la locura que puede producir el poder, de las ambiciones desmesuradas de gobernantes sin escrúpulos y del deseo de perpetuarse en un trono que nadie está dispuesto a ceder.
El poder debería ejercerse únicamente a través de la palabra. Es más: a partir de la conversación. El que grita no es el que tiene razón. Es sólo que él profiere los alaridos más fuertes. “Por mi fe -dice uno de los personajes de Coriliano- no han faltado hombres poderosos que han alabado al pueblo sin haberle amado nunca, y muchos de ellos que el pueblo ha amado sin saber por qué.” Amar sin saber por qué es el primer paso hacia el fanatismo. Y en el fanatismo las ideas no respiran. “Pelean por un trozo de tierra -reflexiona Hamlet- en el cual de pie no caben. Desde hoy mis pensamientos o serán nulos o serán sangrientos.”
La guerra es siempre el fracaso de la palabra. Todos los días libramos pequeñas batallas, y a menudo sin darnos cuenta. Cuando alguien insulta o denigra al otro porque piensa de otro modo se instala un escenario de confrontación. Cuando no se acepta al que es diferente y se recortan sus derechos, también. Las guerras más atroces, claro, son las que se dirimen con las armas. Pero las que comienzan con las palabras pueden terminar con la sangre. Otra vez Shakespeare nos guía: Otelo mata a Desdémona porque no puede hablar con ella. Se lo impiden sus fantasmas, sus temores ancestrales y su sensación de inferioridad. Él ha sido siempre un guerrero y conoce más de los campos de batalla que de las sutilezas del amor. El poder se ejerce para él matando frente a lo que considera una traición. Su mente enfermiza lo ha ido aislando de la realidad. En un mundo sin leyes precisas, él tiene el poder sobre la vida y la muerte. El feminicidio, que lamentablemente crece en el mundo entero, tiene en Otelo a uno de sus precursores. Una vez más la actualidad de Shakespeare nos deja pasmados. El genial bardo es tan cruel y verdadero como la vida misma.
Rey Lear también considera el poder de manera despótica. Sólo así se entiende que pretenda repartir su trono y sus riquezas de acuerdo con los discursos amorosos que le deben ofrendar sus hijas para dejarlo satisfecho. Y se equivoca. Elige a las hijas que no lo aman, Goneril y Reagan, y destierra a Cordelia, que es la que lo ama en la medida justa, como una hija ama a su padre, ni más ni menos.
En el mundo contemporáneo no reina la calma. Los gritos de Hitler o de Stalin nunca trajeron beneficios para sus pueblos. En la Argentina las luchas por el poder más de una vez dejaron tendales de muertos. La mayoría de los políticos no sólo no ha leído a Shakespeare, sino que no ha leído casi nada. Y el que no lee, de verdad, está condenado a cierta pobreza de ideas que puede resultar contagiosa. Las discusiones políticas que se dirimen en el medio del barullo televisivo o en las peroratas de barricada suelen emular a la nada misma. “Palabras, palabras, palabras”, es el famoso aforismo de Hamlet. Allí Shakespeare se refiere al vacío de la palabra. A la palabra que no se convierte en acto, a la palabra que queda flotando en la imprecisión. El poder que se construye sólo con palabras puede terminar en tragedia. Lo sabía Shakespeare. Y hoy lo sabemos todos.
LA NACION