12 Jun La lucha de Silicon Valley por un mundo mejor
Por Héctor M. Guyot
Mark Zuckerberg supo surfear en la cresta del tsunami formado por las dos olas que han barrido con el viejo mundo para fundar el nuevo. Una de ellas, la globalización, es visible, mientras que la otra, la digitalización, está transformando no sólo lo percibido sino también la misma materia gris con la que percibimos. Parecen la misma cosa, pero hoy estas dos olas son algo así como el software y el hardware que mueven al planeta (sepan los entendidos disculpar la metáfora). El premio de Zuckerberg por semejante prodigio resulta entonces merecido: su creación, Facebook, se ha impuesto como la plataforma dominante entre las redes sociales y lo ha convertido en uno de los hombres más ricos del orbe: lleva acumulados 36.000 millones de dólares.
¿Qué hace un ser humano cuando está sentado sobre una fortuna semejante? Pues no le queda otra alternativa que disponerse a arreglar los males del mundo, misión que después de lo ya obtenido parece una tarea menor, subalterna, pero la única al fin que merece la atención del genio. Para esto, el joven programador aplica la misma receta que tan buenos resultados le ha dado, o la única que conoce, y hoy está empeñado en expandir el acceso mundial a Internet con la energía de un evangelizador que difunde la palabra de Dios. En definitiva, se trata de salvar almas. Según un estudio de Deloitte encargado por el empresario devenido filántropo, en la India, por caso, llevar el acceso a Internet al 75% de penetración que tienen los países más desarrollados permitiría evitar decenas de miles de muertes de niños al año, disminuir un 28% los casos de pobreza extrema y crear 65.000.000 de puestos de trabajo.
Los escépticos ponen en duda las intenciones de Zuckerberg. “Facebook está interesado en la «inclusión» digital de un modo muy parecido a como lo están los prestamistas en la «inclusión» financiera: por el dinero”, señaló Evgeny Morozov, editor senior de The New Republic. “Hay que mirar lo que las compañías petrolíferas y los bancos han estado haciendo en los últimos dos siglos y extrapolarlo a Silicon Valley.”
Puede que Morozov se equivoque. El cambio sobrevenido es tan veloz que quizá los ojos del experto siguen detenidos en el mundo que existía antes del tsunami, hoy un espejismo. Pero concedamos que ciertas cosas no cambian. En el mundo, el de ahora y el anterior, siempre hubo para todos, sólo que mal distribuido: lo que sobra de un lado produce vacío en el otro. Se trata de un principio tan imperecedero como la codicia humana. Los bienes inagotables y la abundancia de tenedor libre sólo se consiguen en el mercado espiritual. La materia suele ser más dura y escasa.
De cualquier modo, nada detendrá el entusiasmo de la elite de Silicon Valley. Los mueve una fe religiosa. Según su evangelio, la redención no llegará con la revolución ni con la venida del mesías, sino que se extenderá sobre la faz de la Tierra de la mano de la tecnología. En esto Zuckerberg no está solo. Ray Kurzweil, director de ingeniería de Google, una mente brillante, cree que está cerca el día en que las máquinas y los seres humanos se parecerán tanto que la civilización dará fatalmente un salto tras el cual será posible detener el envejecimiento. Hay muchos más como ellos.
“Entre los nuevos amos del universo y sus predecesores de Wall Street hay una diferencia fundamental: para los primeros, lo más importante no es el dinero -dice el periodista Thomas Schultz en una nota publicada en El País-. No quieren dictar simplemente lo que consumimos, sino también cómo vivimos. Los visionarios de Silicon Valley pretenden sanar a la humanidad.”
La única utopía que queda en pie es la tecnológica. Al menos hay gente que cree y vive por ella, que es todo lo que necesita una utopía para existir. Sin embargo, hay algo inquietante en esa fe en el progreso tecnológico como única llave de acceso a un mundo mejor. Los convencidos de la utopía digital son los profetas de lo que advendrá, pero también quienes mueven la palanca del futuro desde sus incansables usinas. Sentados sobre sus éxitos y sus millones, saben lo que le conviene al resto de la humanidad. En este punto no son diferentes de otros fanáticos que no conocen la duda y creen ser dueños de la verdad revelada. La diferencia es que estos nuevos utopistas, según Schultz, dictan lo que consumimos. Así les será más fácil llevarnos al mundo feliz que nos espera a la vuelta de la esquina.
LA NACION