Karl Ove Knausgård: “La razón es la superficie de algo profundo e insondable”

Karl Ove Knausgård: “La razón es la superficie de algo profundo e insondable”

Por Pablo Maurette
Aquí termina Nueva York. O al menos ésa es la sensación cuando uno baja del Water Taxi que cruza el East River desde la punta de Manhattan. A mediados de la década de 1920, en este espacio híbrido, mezcla de puerto y cinturón industrial, vivió H.P. Lovecraft y escribió un cuento, “El horror de Red Hook”, en el que describe su lúgubre geografía de oscuros y “dickensianos” callejones. Vine a este rincón de Brooklyn porque esta noche, en Sunny’s, una taberna regenteada por la misma familia desde 1890, el escritor noruego Karl Ove Knausgård tocará con Lemen (“Lemmings”), la banda de su juventud. Knausgård es conocido como el autor de Mi lucha, una obra mastodóntica en seis volúmenes y tres mil seiscientas páginas, cuyo tercer libro, La isla de la infancia (Anagrama), que se acaba de publicar en español, llegará en junio a la Argentina. Pero cuando la gente de The Paris Review se enteró de que, hace más de dos décadas, Knausgård había incursionado fugazmente en el mundo de la música, se les ocurrió organizar una serie de recitales en el marco del Festival Literario Noruego-Americano. La idea de tener a Knausgård tocando en vivo es la expresión literal y, por qué no irónica, de una realidad metafórica: para muchos de sus lectores, Knausgård es una estrella de rock del mundo literario. A principios de mayo, el autor noruego leyó pasajes del cuarto volumen, recién publicado en inglés, y convocó a mil doscientas personas en una pequeña librería de SoHo.
Karl Ove Knausgaard
Son las seis y Sunny’s, un reducto minúsculo, se empieza a llenar de un público heterogéneo e internacional. Como era de prever, abundan los hipsters. En la barra, un traductor de literatura noruega que vino desde Atlanta para el festival me dice: “Knausgård en vivo en un bar de pescadores en Brooklyn? Esto es la utopía del hipsterismo”. A las siete, Knausgård y James Wood, de The New Yorker, suben al humilde escenario y conversan sobre música durante una media hora. Wood ha preparado una lista de preguntas, frente a algunas de las cuales Knausgård se muestra abiertamente confundido: “¿No te parece que la buena literatura, como la música, debería darnos ganas de bailar?”. “No sé,” responde el noruego. Luego llegan las preguntas del público. Knausgård habla de sus gustos musicales, que se limitan casi exclusivamente al rock de fines de los años 70 y comienzos de los 80, y un joven de bigote decimonónico, con sombrero fedora y bermudas de jean, lo interpela: “¿No escuchás blues o jazz?”. “No, la verdad que no,” sentencia el escritor. A la larga, las preguntas viran hacia el tema de la literatura, hasta que el organizador del festival interviene irritado y dice que Knausgård sólo va a responder preguntas sobre música. Algunos ríen sin saber si el hombre habla en serio o no. Minutos después Wood da por concluido el extraño prólogo y los Lemen se preparan para tocar.
Unas horas antes del concierto en Red Hook, me encontré con Knausgård en un bar de SoHo y hablamos de música, de literatura y de otras cosas.
-Una de las diferencias más notables entre los volúmenes tercero y cuarto, y los dos primeros, es que ya prácticamente no hay momentos de reflexión del Karl Ove adulto. Te sumergís en el tiempo de tu infancia y adolescencia, y casi no subís a la superficie a respirar.
-Recién cuando empecé a escribir el tercer volumen me di cuenta de que esto iba a ser un proyecto sobre toda mi vida. Entonces decidí centrarme en ciertos períodos y evitar construir puentes con el presente para estar lo más cerca posible de la experiencia de aquellos años, o de mi recuerdo de la experiencia, mejor dicho. Fue por eso que establecí ciertas reglas: ya no podía reflexionar, a menos que fuese desde la perspectiva del chico de diez años o del chico de diecisiete años. Igual, alguna que otra vez lo hago y mi editor me dijo (como decís vos), ¿por qué no salís a respirar de vez en cuando? Pero lo que quería era estar lo más cerca posible del personaje. Soy consciente de que eso hace que los volúmenes tres y cuatro sean más débiles literariamente, pero para mí los seis libros son un solo libro, y esto es apenas un movimiento, una parte de la obra.
-El tercer volumen trata sobre tu infancia y transcurre en la isla de Tromøya, un mundo pequeño y cerrado. Hay una sensación de la que hablás en el segundo volumen, pero también en el artículo que acaba de publicar The New Yorker (sobre los crímenes de Anders Behring Breivik): la sensación de que el mundo se está volviendo cada vez más chico y cada vez más homogéneo. Frente a esta sensación tendés a huir hacia el pasado. Hacia el pasado de tu propia vida, por supuesto, pero también hacia pasados más remotos, como el Renacimiento, un período sobre el que escribís bastante en el primer volumen y en el segundo, y sobre el que trabajaste en tu segunda obra, Un tiempo para todo (2004). ¿Qué te atrae de los siglos XVI y XVII?
-Es difícil saber. Cada uno tiene cosas que lo fascinan y a mí me fascina ese período. Quizás porque fue entonces cuando comenzó este tiempo que vivimos hoy. Me interesa muchísimo el choque de cosmovisiones. Tenés a Isaac Newton, padre de la ciencia moderna, que además era alquimista y tenía valores propios de un mundo que hoy es totalmente obsoleto, como la Edad Media. También me interesa la idea de la ciencia racional porque creo que la razón es la superficie que esconde algo profundo e insondable. Creo que en aquellos tiempos todo era diferente. En qué consistía ser un ser humano era algo distinto. Y resulta muy difícil entender cómo era aquello, pero si uno lo intenta, lo que termina encontrando es lo que está por debajo de la superficie de la razón, que es uno mismo. También me encanta el Barroco, por ejemplo, y la alternancia complejísima entre lo elevado y lo mundano. En Las palabras y las cosas, Foucault empieza con esa cita de Borges sobre la naturaleza arbitraria y ridícula de las distintas maneras de catalogar y ordenar el mundo. Bueno, en los siglos XVI y XVII el mundo estaba siendo reorganizado. Y quizás los nuestros sean tiempos similares en los que estamos reordenando nuestra concepción del mundo. Tengo la sensación de que las cosas están cambiando radicalmente y nos cuesta verlo porque, obviamente, desconocemos cuáles serán las consecuencias. Pero sí, me interesan todos los momentos de grandes cambios, la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, o la Revolución industrial, aunque, es verdad, siempre termino volviendo al siglo XVI.
-En Un tiempo para todo hay referencias a Thomas Browne, una figura que ilustra perfectamente el momento de transición del siglo XVII. Browne decía que el hombre era una criatura anfibia que vive en dos mundos a la vez, el material y el espiritual. Y él mismo era un intelectual “anfibio”, a caballo entre el paradigma medieval y el moderno?
-Sí, Browne me parece fascinante. Era médico y la medicina es uno de los aspectos más interesantes de esa época. Tengo un amigo, Espen Stueland, que escribió un libro de ochocientas páginas sobre las disecciones en la modernidad temprana. Pienso en esos hombres que estaban en Padua, en el siglo XVI. ¿Por qué empezaron a abrir cadáveres y a nombrar y a clasificar cada parte del cuerpo? ¿Por qué pasó eso? No había pasado nunca antes. Las representaciones pictóricas de las lecciones de anatomía registran esto de una manera que me interesa particularmente.
-En un momento del segundo volumen se cuenta que te hubiera gustado ser pintor y que la pintura es la única forma de arte que realmente captura la realidad concreta de las cosas. Tu prosa parece tener el mismo objetivo, captar y reproducir lo concreto de modo minucioso y quizás exasperante a veces.
-Sí, en ocasiones trato de lograr eso deliberadamente, aunque, claro, son medios tan distintos que es imposible. Pero de la pintura admiro, sobre todo, la concentración. El proyecto en el que estoy trabajando ahora consiste en escribir cada día sobre una cosa concreta, ya sea un objeto o una palabra. Puede ser un vaso o un par de anteojos, lo que sea. Lo que busco es ejercitar una máxima concentración y destilar todo lo que salga de eso. Y para lo que sale, francamente, no hay palabras. Es muy difícil hablar de lo que uno siente cuando ve un cuadro y, sin embargo, esos sentimientos son lo más importante de la experiencia. El Renacimiento es tan enigmático también por los cambios que se dieron en la representación pictórica del mundo. Por ejemplo, Giotto y el cambio radical que inicia en la manera de representar personas y espacios. O, si no, pensá en Rembrandt y La lección de anatomía, con esa mano desproporcionada del cadáver. Mi amigo poeta, Espen, escribe magníficamente sobre ese cuadro en su libro.
-Este apego a lo concreto está relacionado, me parece, con la crisis que tuviste con la ficción, que fue el origen de Mi lucha, ¿no? En el segundo libro decís que la ficción te provocaba náuseas y que las únicas formas de escritura que rescatás son el diario y el ensayo, porque son formas que logran transmitir una voz y establecer un vínculo interpersonal. En el ensayo sobre los crímenes de Breivik, se dice que este señor es absolutamente incapaz de sentir empatía, de ver al otro, de escuchar la voz del otro. Lo de Breivik es un caso extremo, por supuesto, pero tu idea de la escritura pareciera ofrecer un antídoto contra la enfermedad cultural que hace que no podamos establecer vínculos auténticos.
-Sí, es verdad. Eso es algo con lo que nuestra cultura, que es fundamentalmente una cultura de la imagen, va a tener que lidiar tarde o temprano. Breivik es la expresión más terrible del individuo vacío, despojado de toda personalidad real. Breivik es un hombre obsesionado con su imagen y con las imágenes, un hombre que es pura superficie y que, por eso, no es nadie, no hay nada consistente ni concreto en él. Uno se transforma en persona, en alguien, siempre en relación con los otros. El psicótico es la persona que no puede lograr esto porque no puede construir puentes hacia los otros. Por eso termina siendo una entidad totalmente fragmentada, una suma de partes, más que una unidad.
-En una de las frases de Consideraciones intempestivas, Nietzsche dice que el hombre, aunque se quite la piel setenta veces siete, jamás puede llegar a un punto en el que dice: “Ya no hay más envolturas, éste soy yo?”
-Es muy cierto y, cuando escribís sobre vos mismo, llegás a esos momentos en que, como en un sueño, no tenés idea de cómo se conecta nada con nada y te deshacés completamente en el sinsentido. Ficción o no ficción es lo mismo, porque todo viene del mismo lugar. Desde que terminéMi lucha he escrito cientos de páginas de ensayos, notas para diarios y muchas otras cosas, pero me siento estancado. Creo que es hora de un cambio, de hacer algo distinto. Creo que voy a hacer de nuevo el esfuerzo de escribir ficción.
-Hablando de esfuerzo, en Un tiempo para todo decís que el Antiguo Testamento es un texto que trata sobre el esfuerzo constante y la repetición: construimos algo y ese algo es destruido, y hay que construirlo otra vez, y así ad infinitum. Y todo esto mientras lidiamos con -en tus palabras- una “oscuridad que desciende sobre nosotros una y otra vez”. Mi lucha también es un libro sobre el esfuerzo constante, sobre la repetición, la rutina. Es un libro de verbos y de acciones, ¿verdad?
-Sí, un tema central en Mi lucha es el esfuerzo que implica un día cualquiera en la vida. Y la obra nació, entre otras cosas, de una tensión entre el anhelo de reposo, de dejarse estar y abandonarse, y la necesidad de combatir esta tentación mediante el esfuerzo. Por eso empieza con mi padre, que se dejó seducir por el canto de las sirenas. Pienso en mis abuelos, que eran muy pobres, y en sus vidas, vidas realmente esforzadas, nada que ver con las dificultades que tiene la clase media hoy, y me convenzo de que la civilización es un proceso de organización de las tareas y las vidas diarias para que se subsista cada vez con menos empeño. Pero es inútil, porque vivir es puro esfuerzo. Al reconstruir mi vida, o el recuerdo de mi vida, vi cómo todo fue cambiando. Mi padre hoy, luego de escribir este libro, no es el mismo que era cuando empecé a escribir Mi lucha. Y antes, en mi infancia, como se ve en el tercer volumen, era una presencia absolutamente dominante en mi vida. No creo que fuera una mala persona, tengo amigos que tenían padres mucho peores que el mío, pero ejercía un enorme poder sobre mí y era muy impredecible. Su impredecibilidad era lo peor. Todavía estoy lidiando con la relación que tuve y tengo con mi padre, y con lo que esa relación hizo de mí. A veces pienso que tuvo su primer hijo cuando tenía veinte años y eso fue muy difícil para él.
-Supongo que tu padre debe ser uno de los temas que más surgen en las entrevistas, así que hablemos mejor sobre algo que, según dijiste una vez, es sobre lo que te gustaría que te preguntasen y nunca nadie te pregunta: el fútbol. El año pasado escribiste un libro sobre el Mundial de Brasil.
-Sí, lo escribí con un amigo, Fredrik Ekelund. Antes de escribir sobre fútbol pensé que sería muy complicado y, al hacerlo, me di cuenta de que era todo lo contrario. El fútbol está ahí, sucede, y escribir sobre él me resultó sorprendentemente sencillo. Empezamos mandándonos cartas. Fredrik estaba en Brasil, yo estaba en mi casa, en Suecia, y en las cartas comentábamos el mundial. Hay tanto para decir, pero lo que no quería era convertir al fútbol en otra cosa mediante metáforas: decir que es arte, o poesía, o que tiene algo metafísico, etcétera. Porque, es cierto, hay algo de eso, pero cuando uno lo dice así le quita su cualidad más propia, su verdad. Lo cierto es que me encanta el fútbol e hincho siempre por la Argentina, es mi equipo y lo ha sido desde que tenía nueve años. Cuando Higuaín quedó solo con el arquero en la final y no marcó, no lo pude creer; luego la Argentina perdió y estuve muy enojado durante uno o dos días. Creo que Alemania mereció ganar, a fin de cuentas, ¡pero la Argentina jugó de manera tan inteligente todo el mundial! Messi, como siempre, fantástico, aunque para mí Mascherano fue, sin duda, la estrella del mundial. ¡Qué bien que jugó! Sí, me gusta hablar de fútbol, ver fútbol, jugar al fútbol y escribir sobre fútbol. Escribí como diez páginas sólo sobre la derrota estrepitosa de Brasil y otras tantas sobre la mordida de Suárez. Fue un mundial fabuloso, la verdad.
-¿Por qué la Argentina? ¿El título de lo que hoy es Mi lucha iba a ser Argentina?
-Por el mundial del 78. Fue el primer mundial que vi y seguí con atención y plena conciencia. Obviamente no sabía nada de política, tenía nueve años, pero me fascinaba el espectáculo que transmitía la televisión. Los estadios, los papelitos, Kempes, Ardiles. Por esos años en Noruega sólo veíamos fútbol inglés, todos los sábados, de modo que ver el espectáculo de colores de todos esos equipos fue una novedad para mí. Todos mis amigos lo veían religiosamente y hablábamos de eso y queríamos ser los jugadores. Ahí empezó mi amor por la Argentina. Y luego empecé a leer autores argentinos. Borges y Cortázar son dos de mis más grandes héroes literarios. Hace poco tuve que elegir un cuento para leer en público y elegí uno de Cortázar. Y Borges, bueno, como dijo alguien, para un escritor leer a Borges es como afinar el instrumento. “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” es mi cuento favorito, y así volvemos a Thomas Browne. Ah, y los diarios de Gombrowicz en la Argentina. Nunca fui a la Argentina y la verdad es que no sé mucho sobre el país, pero es como un sueño para mí, o más bien un lugar que no existe sino en los sueños. Por eso quería ponerle Argentina al libro, porque es un libro sobre anhelos que nunca se concretaron, y la Argentina es uno de ellos. Pero, claro, no era un buen título.
-El título, obviamente, generó polémica, pero otros aspectos de Mi lucha también te causaron problemas, ¿no?
-Sí. Ahora mismo estoy involucrado en un debate gigante en Escandinavia. Alguien me atacó públicamente de la manera más horrible. Fue una feminista, y yo, luego de pensarlo, decidí que tenía que responder. No escribí sobre ella ni sobre el feminismo, sino que escribí sobre Suecia en general. Es algo así como un cuento de hadas que transcurre en “la tierra de los cíclopes”, que es Suecia. El artículo fue compartido por Internet como veintitrés mil veces el día mismo en que salió, y generó un revuelo enorme. Es que Suecia está viviendo una crisis de identidad, algo está pasando. El partido antiinmigrantes creció muchísimo en muy poco tiempo y no hay posibilidad de diálogo con la izquierda. No se puede hablar de casi nada. En particular, hay dos temas tabúes: las cuestiones de género y la inmigración. En Noruega la situación es muy distinta. Aunque uno odie la posición del otro, se puede discutir, se respetan las posturas. A la vez, es un país muy naíf y con una movida cultural muy pequeña. Pero en Suecia es distinto (imagino que debe haber grandes diferencias entre la Argentina y Uruguay, por ejemplo). En Suecia uno tiene que tener mucho cuidado con lo que dice porque te demonizan por cualquier cosa. La gente tiene miedo de hablar y no se puede decir nada que sea controvertido. Mucha gente está enojadísima conmigo porque hablo de estas cosas. Me atacan porque escribí sobre un docente que se enamora de una alumna de trece años. Eso es machista, eso es pedofilia, dice esta mujer y me acusa de ser un “pedófilo literario”. Esta mujer (Ebba Witt-Brattström) es una líder feminista en Suecia y tiene una teoría: dice que yo uso esa historia para esconder mi homosexualidad reprimida y que lo hago para distraer la atención de la realidad, que es que yo estaba de novio con mi amigo Geir. Y eso salió en los diarios suecos más importantes, yo como el pedófilo de la literatura, el homosexual reprimido. Por eso decidí responder. Pero no hablé del artículo en que se me atacaba, sino que hablé en general de esta tendencia perversa que tienen algunos progresistas a ubicarse en una posición de superioridad moral y, desde allí, juzgar con ira. Y, cuando no están juzgando, callan, no dicen nada. Es una cosa o la otra, ira o silencio, no hay nada en el medio, no hay posibilidad de diálogo, ni de matices, ni de complejidad alguna en los análisis, ni nada. Por eso los llamo cíclopes, porque tienen un solo ojo y, cuando se enojan, te tiran piedras. La literatura es lo contrario de esto, por eso hoy en Suecia no hay literatura. También estoy metido en un debate porque mi editorial (Pelikanen) va a publicar a Peter Handke y, según mucha gente, Handke era un fascista y un nazi porque, en su momento, defendió a Serbia. Para mí un escritor debe poder decir lo que se le antoje, por horrible, equivocado y espantoso que sea. Creo que coartar la libertad de expresión de un autor es la muerte de la literatura. Por eso también me atrae la literatura de ciertos momentos del pasado, y la cultura del Renacimiento en particular, cuando había tantas maneras distintas de pensar y de ser una persona. Y hoy, en Suecia, pero también en otras culturas del Primer Mundo, veo que se reducen cada vez más las posibilidades para pensar. La idea de lo multicultural, de la que tanto se jactan los suecos, es una mentira porque, en el fondo, lo que están logrando es una cultura absolutamente homogénea.
-Hablemos un poco de música. Hoy vas a tocar en vivo con tu banda de la juventud.
-Sí. Hace veinte años que no tocábamos juntos. Las canciones que vamos a tocar las compusimos cuando teníamos veintitrés años. Y ensayamos sólo dos veces antes de venir. Soy muy malo como baterista, pero tocar es lo que más me divierte en el mundo. Cuando éramos chicos no me podían echar de la banda porque mi hermano, Yngve, era el líder. Y ahora no me pueden echar porque gracias a mí consiguen venir a tocar a Nueva York. Pero soy muy, muy, muy malo. Mis amigos me dicen que, cuando escribo lo hago como una estrella de rock, y cuando toco la batería lo hago como un escritor. La música fue una parte importantísima de mi juventud. Y debo confesar que hoy escucho la misma música que escuchaba entonces, no he evolucionado en lo más mínimo. Sigo escuchando los mismos discos de Talking Heads y The Police, aunque hace poco descubrí los Basement Tapes de Bob Dylan, contra quien siempre tuve fuertes prejuicios. Cuando escribo escucho los mismos discos una y otra vez, a veces todo el día el mismo disco. Escuchar música sigue siendo una parte fundamental de mi vida. Pero tocar es distinto. Los únicos momentos en que realmente descanso de mí mismo y no pienso en nada son cuando juego al fútbol, cuando voy a pescar y cuando toco la batería.
-¿Y cuando leés?
-A veces. Ah, ¿me podrías anotar los nombres de tres buenos escritores argentinos vivos?
-Sí, claro, y suerte esta noche.
-Gracias.
Cuando empieza el recital compruebo inmediatamente que Knausgård no es tan mal baterista como dice. Era obvio, desde luego. Se nota que ha practicado con ahínco, es un hombre aplicado. Hace sus redobles y sus acentos de manera mecánica y algo aparatosa, pero con absoluta corrección y perfecto tempo. La mirada fija en un punto, los brazos tensos golpeando tambores y platillos con una violencia sorprendente, las gotas de sudor que van perlando su frente, Knausgård parece ir entrando, de a poco, en un estado de trance al ritmo de la percusión. Al cabo de un par de temas se afloja apenas, sonríe incluso. Entre canción y canción, le pide cerveza a su hermano Yngve, uno de los guitarristas, y toma largos tragos. Desde el público, chicas de vestidos floreados y brazos tatuados, peinadas con rodetes altos, lo miran embelesadas, sacan fotos y las suben a Instagram. Cuando termine el concierto y Knausgård salga al patio del bar a fumar un cigarrillo tras otro, lo irán a buscar, le harán preguntas sobre sus rutinas y rituales de escritor, y querrán saber qué otras bandas le gustan. Knausgård responderá en forma escueta, pero con amabilidad, siempre mirando de reojo, quizás con anhelo, hacia donde está su hermano con los otros miembros de la banda, que fuman y toman cerveza y se ríen del hecho absurdo de que, a los casi cincuenta años, están cumpliendo el sueño de su juventud: son estrellas de rock en Estados Unidos.
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