16 Jun El granadero, el hijo, un nene de nueve años y el técnico que se negó a volar
Por Diego Igal
Héctor Javier Sosa tenía 20 años cuando la casualidad lo puso a recorrer los 1217 kilómetros que separan su ciudad natal, la tucumana Río Seco, con Buenos Aires, donde sería uno de los protagonistas involuntarios de una jornada histórica. El hecho fortuito era el 1,83 metro que lo conminó a resultar elegido para cumplir el servicio militar obligatorio en el Regimiento de Granaderos con asiento en el barrio porteño de Palermo. Se iniciaba 1955 y faltaban seis meses para que la vida de este hijo de un obrero del ingenio azucarero La Providencia quedara marcada con un acontecimiento trágico para millones de argentinos.
Otro suceso inopinado hizo que Juan Carlos Marino saliera del trabajo en la Aduana porteña para volver a casa en el subte A. No imaginaba, seguro, que cuando comenzaba a bajar a la estación Plaza de Mayo encontraría la muerte ni que sería por la metralla artera de un Gloster Meteor de la Fuerza Aérea creada apenas diez años antes por el entonces presidente Juan Domingo Perón. Marino sería una de las centenares de víctimas fatales de aquel jueves frío, nublado y con pronóstico de lluvia, y a su hijo, que entonces tenía 16 años le llevaría el resto de la vida intentar sin éxito identificar y enjuiciar a los responsables de que le arrebataran al padre.
Pese a lo impiadoso de la mañana, Domingo Figueiras, de nueve años, salió a jugar a la pelota en el potrero de Independencia y Bolívar, a 300 metros de la Confederación General del Trabajo. Pasado el mediodía, todos pensaron que escuchaban truenos y que no tardarían en ser llamados a meterse a casa, pero un mensajero improvisado dijo en cambio “están bombardeando Plaza de Mayo”. La alerta los hizo correr hacia ese lugar ubicado a siete cuadras y ser testigos impávidos de un horror de cuerpos ensangrentados o mutilados, cadáveres inertes y carbonizados, autos en llamas, bombas sin explotar clavadas en la calle y adultos, niños y niñas que llegaban, huían o gritaban cuando escuchaban volver los aviones.
El granadero Sosa había logrado acomodarse en el casino de oficiales y suboficiales, lo que le permitía zafar de las guardias y escuchar infidencias entre jerarcas. Tenía como rutina diaria llevar almuerzo y cena a la Rosada, donde solía cruzarse con un carismático Perón que le preguntaba cómo estaba mientras le levantaba el pulgar. El primer signo de que ese 16 de junio era diferente fue cuando, antes de salir del regimiento hacia la sede oficial, le ordenaron que vistiera fajina y pasara por la armería. “Parece que hay problemas y grandes, andá con cuidado flaco, porque parece que esto va en serio”, le recomendó un suboficial. Dentro la Rosada vio ventanas tapadas con bolsas de arena y al personal militar en actitud de combate. Había francotiradores en techos vecinos que disparaban hacia el edificio y algunos infantes avanzaban desde el Ministerio de Marina, en Cangallo y Eduardo Madero (hoy sede de Prefectura Naval).
Hasta que apareció un oficial y, pese a que Sosa aclaró que él era del casino, lo mandó a la terraza para ocupar una de las ametralladoras dispuestas hacia afuera en la que ya había otros pares. “Dispara a todo militar que se mueva sospechoso”, le ordenaron. “Bueno Sosita apretá los dientes y el culo porque acá vas a volar como un pajarito”, pensó cuando escuchó el primer sonido agudo de las hélices de los aviones que soltaban bombas y metralla.
La CGT había convocado a darle apoyo al gobierno y este llamó a la plaza para realizar un acto de desagravio a la memoria del general San Martín porque cinco días antes habían ocurrido incidentes dentro la Catedral metropolitana donde descansaban los restos del Libertador. Estaba previsto un desfile aéreo, pero también se aprovechó para materializar la conspiración de marinos y aviadores contra el orden constitucional. Los golpistas mataron civiles como Marino, y atacaron algún trolebús, como el que vio Sosa abrirse como lata sobre Paseo Colón para que de él cayeran cadáveres de hombres, mujeres y niños vestidos con guardapolvos. Cinco horas después Sosa pudo volver al regimiento, pero nueve pares habían caído en combate. Tres meses más tarde, Perón sería derrocado por la autoproclamada Revolución Libertadora y al mes siguiente llegaría como jefe del regimiento Agustín Lanusse, quien venía de cumplir una condena por haberse sublevado contra Perón en 1951, intentona que también involucró a las tres armas. El granadero Sosa quiere denunciar ahora, casi 60 años después, algo que considera no muy conocido. Él y otros 50 pares de la clase 34 que habían defendido el gobierno democrático fueron confinados en el Velódromo Municipal para no peronizar a los colimbas que se incorporarían entonces. Sufrieron condiciones de presos en ese predio hasta que les dieron la baja en febrero del ’56.
También habría cárcel o el pase a retiro de oficiales y suboficiales de simpatías públicas por el peronismo, como recuerda Teobaldo Altamiranda, técnico aeronáutico que se había negado a participar de la asonada del ’51 y que hoy asegura que quienes volaron el ’55 eran una secta. Altamiranda, recluido un año en el penal de Magdalena, fue testigo de las divisiones internas que existían en la fuerza, “pero jamás pensé que se iba a cometer semejante atrocidad que ni se compara con el bombardeo de Guernica en plena Guerra Civil Española porque entonces los aviones los piloteaban los alemanes”. “No estábamos para matarnos entre nosotros, faltaba poco para las elecciones. Esto para mí se hizo para matar al pueblo que apoyaba a Perón, al peronismo. Cuando Perón se fue, se olvidaron y empezaron a meterse con el pueblo peronista, lo nacional y popular.”
Altamiranda –quien comenzaría a militar en el peronismo al caer preso– no tiene dudas en decir “con todo el dolor del alma” que el bautismo de fuego de la Fuerza Aérea no fue el 1º de mayo de 1982 como hoy celebra la institución castrense, sino aquel 16 de junio.
Más de 40 años después, el abogado Miguel Ángel Marino, hijo de aquel empleado de Aduana ametrallado en la boca del subte A, iniciaría el camino para reclamar justicia y reparación económica. Primero buscó ser beneficiado con los alcances de la ley 24.411 (de 1994) que otorga una indemnización “a los causahabientes o herederos de personas que se encuentran en situación de desaparición forzada o hubieran fallecido como consecuencia del accionar del terrorismo de Estado, con anterioridad al 10 de diciembre de 1983”. Y aunque logró un fallo de Cámara favorable, la Corte Suprema lo revirtió. Era el único reclamo vinculado a los bombardeos de la Plaza. Marino recurrió entonces a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que aceptó la petición. Pero Marino falleció en 2002 y sería su hija Daniela quien continuaría como un legado con el planteo mientras buscaba una norma específica, que llegó en 2009, con la ley 26.564. El trayecto no fue fácil. No había bibliografía ni demasiadas investigaciones; tampoco lista oficial de víctimas y a Marino le llevó unos años dar con víctimas vivas, familiares de fallecidos y de casualidad con un expediente secreto, la causa abierta por orden de Perón y cerrada cuando vino la Libertadora, que tenía una primera nómina de muertos y heridos. También pudo interesar a las autoridades judiciales y políticas y, al final, a la Secretaría de Derechos Humanos, que bajo la gestión de Eduardo Luis Duhalde terminó de encaminar la investigación (en 2010 se publicó un libro que puede consultarse en <http://anm.derhuman.jus.gov.ar/otras_public.html>) y determinar con identidades y documentación respaldatoria un total de 309 muertos, aunque se calcula que fueron más de mil.
Para Marino -quien formaría con los años una comisión de familiares de las víctimas de los bombardeos-, “no hay dudas de que este fue el hecho de terrorismo de Estado que abrió las puertas a todo lo que vino después”, y un crimen de lesa humanidad (en 2008 el juez Rodolfo Canicoba Corral archivó una causa que buscaba así declararlos). Desde la comisión trabajan para que se reconstruya la historia, se siga investigando y haciendo justicia, “mientras haya consecuencias que sigan estando presentes en los familiares y heridas que siguen abiertas. No podemos no hablar del pasado que nos sigue marcando como argentinos. Son heridas muy profundas que no se repararon”.
Sosa y otros compañeros de camada fueron homenajeados recién un cuarto de siglo después, pero según el granadero, la placa que pusieron en el regimiento tiene la mitad de los de la clase ’34. “Nunca recibimos nada. Me hubiese gustado que alguien se interesara, se preguntara qué fue de estos muchachos, cómo viven. Hay algunos que murieron en la última miseria”, dice en su casa cercana a la base aérea de El Palomar. Por eso se escucha el rugir de un avión que ya no trae bombas ni metralla, pero si recuerdos para algunos.
TIEMPO ARGENTINO