El día en que el país se vistió de odio

El día en que el país se vistió de odio

Por María Sáenz Quesada
El 16 de junio de 1955 es seguramente el más luctuoso de la historia argentina del siglo XX, por los hechos de violencia y de venganza que tuvieron lugar entre el mediodía y las primeras horas de la noche en el centro histórico de Buenos Aires: sucesivos bombardeos efectuados por militares, con el objetivo frustrado de asesinar al presidente Perón, provocaron más de doscientas muertes y unos ochocientos heridos. Las víctimas fueron civiles desprevenidos, obreros convocados a la Plaza de Mayo para defender a su líder, personal naval y granaderos que libraron un largo combate en torno a la Casa Rosada.
Apenas concluido el bombardeo comenzó el incendio de la Curia Metropolitana. La quema se extendió a los templos vecinos de San Ignacio, San Francisco, Santo Domingo, San Juan y La Piedad. Policías y bomberos asistieron de brazos cruzados a los atentados.
La trágica jornada remitía a imágenes de la Guerra Civil española que los argentinos sólo conocían por referencias, pero no habían vivido en carne propia. Recuerdo vivamente ese día en que mi casa se estremeció cuando dos bombas cayeron en un edificio vecino donde presuntamente podría haberse refugiado el presidente. Recuerdo también el sonido insistente del teléfono, con versiones confusas, y finalmente los incendios. Esa misma noche, las religiosas del colegio donde estudiaba, ubicado en pleno centro, se estaban trasladando vestidas de civil a casas de familias amigas, en previsión de la ola de detenciones que llenó las cárceles de sacerdotes.
¿Qué había sucedido para que las armas destinadas a la defensa común fueran dirigidas contra compatriotas? ¿Qué había producido la parálisis de las fuerzas del orden para que asistieran al saqueo de los templos sin inmutarse? La oposición ¿no halló otro modo de expresar su desacuerdo?
casa-de-gobierno-610x240

Transcurría la mitad del segundo mandato constitucional del general Perón, pero aunque el sistema republicano mantuviera las formalidades, todo se había subordinado, desde tiempo atrás, al Poder Ejecutivo: la Corte Suprema, los tribunales de justicia, la cámara de Diputados, que contaba con una representación opositora reducida al mínimo. Un opositor o un simple disidente no podía hablar por radio para expresar su opinión; si estudiaba en la universidad, precisaba el certificado de buena conducta policial; si era docente, debía afiliarse al partido gobernante.
Tal situación constituía el caldo de cultivo del golpismo. Hasta 1954 eran pocos los militares dispuestos a todo para acabar con el régimen y muy escasos los políticos civiles que los acompañaban. Pero ese año Perón destruyó dos de los pilares que lo habían acompañado en su llegada al poder. La firma del contrato con la petrolera estadounidense Standard Oil para la explotación de un vasto territorio de Santa Cruz (lo que permitiría solucionar el problema de la energía) lo enemistó con los partidarios del nacionalismo económico. El segundo, mucho más grave, la ruptura con la Iglesia Católica, fue consecuencia del afán del gobierno de constituirse en el único poder capaz de tomar la iniciativa en todos los aspectos de la vida de los argentinos y, en particular, en relación con la juventud.
La Iglesia, que estaba agradecida a Perón por su compromiso de mantener la enseñanza religiosa en las escuelas, se fue alejando del gobierno, disgustada por iniciativas tales como la creación de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). Un prelado de avanzada proyectó la creación de un partido político católico moderno, sobre el modelo de la democracia cristiana, todo un atrevimiento. Y el conflicto inexplicablemente creció. Cuando la pugna alcanzó un alto voltaje y se sucedieron leyes destinadas a afectar la relación entre la Iglesia y el Estado (entre ellas algunas tan acertadas como la del divorcio vincular), la oposición dura conquistó nuevos adeptos. Así se generaron sorprendentes alianzas que más tarde revelaron su carácter coyuntural. Unidos por el afán de combatirlo a Perón había católicos de misa diaria y laicistas que siempre habían reclamado la vuelta de la ley 1420.
De este modo se engrosaron las filas de los comandos civiles que fueron convocados el 16 de junio. Dichos comandos venían de los partidos políticos, radicales y socialistas, que se habían acostumbrado a contar con jóvenes aguerridos para protegerse de las redadas policiales en los actos partidarios. Después se sumaron los nacionalistas, como consecuencia del conflicto que ya se venía agudizando entre Iglesia y gobierno. Paralelamente, desde parroquias, conventos y casas particulares se puso en marcha un eficaz aparato de panfletos que suplió la falta de información oficial y preparó los ánimos. En el hipotético caso de que el golpe triunfara, se habría hecho cargo del gobierno el triunvirato formado por el radical Miguel Ángel Zavala Ortiz, el demócrata Adolfo Vicchi y el socialista Américo Ghioldi.
El frustrado golpe del 16 de junio se precipitó cuando los jefes de la conspiración advirtieron que estaban siendo seguidos. Sus principales gestores fueron los almirantes Toranzo Calderón y Benjamín Gargiulo, que más tarde se suicidó en la cárcel. El general nacionalista Bengoa, que había comprometido su apoyo, no actuó. Por su parte, el general Eduardo Lonardi, ajeno a la conspiración, presenció el bombardeo de la Plaza de Mayo vestido de civil, en la vereda del Banco Nación. Regresó a su casa conmovido, pero esa tarde, cuando empezó a salir humo del vecino templo de San Nicolás, entendió que el incendio de las iglesias era lo único que haría que los indecisos se plegaran al golpe contra Perón, y se alegró.
Así ocurrió. Luego de aquella jornada de sangre y cenizas, el gobierno hizo intentos de reconciliarse con la oposición, pero se quedó a mitad de camino. El discurso presidencial del 31 de agosto agregó más leña al fuego y aceleró los planes que desembocaron en el alzamiento cívico-militar de septiembre de 1955, que derrocó a Perón.
Entonces, la fractura que dividía a los argentinos entre peronistas y antiperonistas se profundizó y durante décadas pesó sobre el devenir del país y afectó la convivencia política. Y si en 1983, cuando se recuperó la democracia, tuvimos la ilusión de que aquellos viejos antagonismos quedaban atrás, hoy es difícil afirmarlo. Porque el virus de la intolerancia, aquella “ley del odio” de la que hablaba Joaquín V. González en 1910, en referencia a las guerras y las interminables rencillas políticas del siglo XIX, goza todavía de buena salud. Quizás sea la historia una buena manera de ayudar a pensar el pasado, a distribuir responsabilidades y a comprender que el principio de la tolerancia y el respeto del otro son inseparables en el ejercicio de la democracia republicana.
LA NACION