Morir esclavo

Morir esclavo

Por Evangelina Himitian
Tenían nombre y apellido. Los dos chicos que murieron hace once días en un taller clandestino se llamaban Rodrigo Menchaca, de 10 años, y Rolando Mur Menchaca, de 6. Vivían en el sótano de Páez 2796, en el fondo de ese taller que había sido denunciado por los vecinos en septiembre último. Vivieron allí durante todo el último año.
Su historia es la de cientos de niños que viven en esta ciudad y que crecen en las sombras. Que nacen libres y que mueren esclavos.
Rodrigo y Rolando iban a la escuela N° 4 Provincia de La Pampa, en el turno mañana. Por la tarde, tenían algunas tareas en el taller, según dicen los vecinos, que prefirieron el anonimato, como cortar hilos, pegar botones de los buzos o apilar los jeans que se producían a puertas cerradas. Nadie debía verlos trabajar. Ni a ellos ni a las otras personas que pasaban larguísimas jornadas sobre esas máquinas de coser. El día de trabajo en el taller era de ocho de la mañana a diez de la noche. Quienes gerenciaban el taller habían tapado las ventanas y puertas con ladrillos y clausurado las salidas. Sólo una puerta daba a la calle y ellos tenían la llave.
La mañana en que murieron Rodrigo y Rolando, los bomberos debieron demoler con una maza la pared de ladrillo que tapiaba la abertura que llevaba aire al sótano. La otra boca de respiración también estaba tapada con una pared. Tras los ladrillos encontraron una persiana. Tras la persiana una reja y por último una puerta con sus cerraduras soldadas. Por esa razón, cuando comenzó el fuego en el sótano, los niños no tuvieron escapatoria. La escalera era la única entrada de oxígeno y ardía.
Hasta anteayer, antes del segundo incendio que se sospecha que fue intencional, en la planta alta del taller, una montaña de buzos color bordó se había salvado del fuego. Mezclados entre la ropa para coser permanecían los juguetes que los niños solían llevar al taller cuando les tocaba hacer su parte. En una foto que tomó después del incendio Lucas Manjón, miembro de La Alameda -la ONG que denunció ante la Justicia hace ocho meses que allí funcionaba un taller clandestino- se ve un dinosaurio morado y una lunchera amarilla abandonados entre la ropa a mitad de hacer. Los juguetes dan cuenta de que la presencia de chicos en el taller no era infrecuente. Algunos vecinos indicaron que los niños hacían tareas menores en el taller, aunque Esteban Mur, el padre de los menores, que ayer apareció en los medios por primera vez, dijo que no era cierto.
La familia había llegado al barrio de Flores hace seis años, desde Bolivia. Rodrigo, que es hijo de Corina, tenía cuatro años. Al poco tiempo nació Rolando, el hijo de los dos. “Vinimos a trabajar a Flores porque nos quedaba cerca de la escuela de los chicos”, contó a la agencia Télam Mur, el papá de los niños, que ayer participó de una marcha de la CTA en el centro porteño, para pedir la renuncia de un funcionario porteño por el incendio.
Desde que llegaron al barrio, en 2009, los papás trabajaron en un taller que estaba a media cuadra de Páez y Terrada. Trabajaban unas catorce horas diarias y obtenían un salario que rondaba los 4000 pesos. No tenían documentos argentinos y eso les dificultaba conseguir un mejor empleo. En Bolivia, Esteban trabajaba en un taller de electrónica. Pero lo que ganaba a veces no llegaba a ser unos 50 dólares. Y no les alcanzaba para vivir. Entonces, escuchó por la radio un anuncio en el que se promocionaba trabajo en la Argentina, con casa, comida y posibilidad de enviar dinero al país de origen. Pero al llegar se encontró con otra realidad.
Corina, su mujer, también trabajaba en el taller. Había aprendido a manejar una máquina especial. Pero con las largas jornadas se lastimó la vista y ya no pudo seguir. Tiempo después nacieron otros dos hijos, un niño y una niña que hoy tienen dos y tres años.
Luego de la tragedia, en el barrio, los vecinos son esquivos para contar cómo eran los niños que murieron. Algunos dicen que no los conocían, que jamás los habían visto. Otros, incluso los que pertenecen a la comunidad boliviana, se muestran renuentes a hablar, por miedo a no saber quién es quién en esa compleja trama de impunidad y esclavitud, en una tragedia que parece haberse politizado.
“Es indignante que el gobierno de la ciudad no inspeccione y permita la explotación de inmigrantes”, dijo el padre de los chicos.

CRECIMIENTO
Desde hace una semana, la esquina del taller se convirtió en un santuario. Tras la misa que se celebró a cuatro días del incendio, la gente pasa y deja velas debajo de un mural que hicieron los vecinos y que retrata a un niño con alas, bajo dos leyendas “Ni un pibe menos” y “Basta de trabajo esclavo”.
En la última década, los talleres clandestinos se multiplicaron en el barrio de Flores. Los vecinos cuentan que saben que están allí porque ven que entra y sale gente con mercadería o porque dejan bolsas con retazos en la puerta. Pero que durante la semana, a los costureros no se los ve. Como si fueran fantasmas.
Trabajan a puertas cerradas y tienen turnos de 14 o 16 horas. Viven allí, comen allí, duermen allí. En algunos casos, como en un video que filmó La Alameda en otro taller, los niños son obligados a dormir en piezas enanas, de sólo un metro de alto. Los domingos son el único día en que los costureros suelen salir a la calle y son vistos por el barrio. Emprenden el camino hacia el Bajo Flores o a los parques de Villa Soldati para volver al anochecer.
“¿Por qué son esclavos? La Organización Internacional del Trabajo define que una jornada laboral de más de doce horas es reducción a servidumbre. En estos casos, tenemos jornadas de 14 y 16 horas, en donde se les retiene el documento de identidad, se les paga parte del salario con cama y comida y se los hace vivir en el mismo lugar de trabajo. Los chicos que viven en estos talleres también son obligados a trabajar, algo que está completamente prohibido por la ley”, explica Gustavo Vera, director de La Alameda.
Ése fue un domingo atípico, por las elecciones en la ciudad. Rodrigo se pasó la tarde jugando a la pelota en la Plaza del Periodista, que está en diagonal a esa vieja casona en la que funcionaba el taller.
Rodrigo y Rolando no vivían con sus padres, sino con Amparo y Víctor, que eran sus tíos y que, según contaron los vecinos, tenían a cargo el taller de costura.
Rolando, con 6 años, iba a salita roja de la escuela N° 4 Provincia de La Pampa. Rodrigo estaba en quinto grado del turno mañana, en un aula amplia y vidriada que mira hacia la calle Caracas. Amaba su colegio. Se llevaba bien con sus compañeros. Tanto que hace poco más de un año, cuando los padres se mudaron a Villa Celina para trabajar en otro taller de costura, Rodrigo se les plantó. Les dijo que él no se iba. Lloró, pataleó. Les rogó que se quedaran o, aunque sea, que a él lo dejaran viviendo con sus tíos. Los padres accedieron. Él y Rolando se quedarían hasta terminar séptimo grado. Así fue como los niños se instalaron a vivir en el oscuro sótano de la casa de Páez y Terrada.
Casi siempre se quedaban dormidos para ir al colegio. Una vecina que lleva sus hijas a la misma escuela pasaba todas las mañanas por la puerta y llamaba. Como las ventanas están tapiadas, con frecuencia no la oían. Ella sabía que los chicos dormían en el sótano, entonces insistía hasta que ladrara Pipa, la perrita de Rodrigo que dormía a los pies de la cama. Entonces, se despertaban y se preparaban lo más rápido que podían para no llegar tarde.

LA ÚLTIMA MAÑANA
La mañana en la que empezó el fuego, sólo Rodrigo se había despertado. No había clases, porque en la escuela había una jornada de limpieza luego de las elecciones. La noche anterior, se habían quedado a jugar hasta última hora en la plaza. Allí habían aventurado con sus amigos resultados para el próximo superclásico. Rodrigo era fanático de River y sus amigos, los hijos de Irma Castillo, de Boca.
Los tíos de los chicos se quedaron despiertos hasta tarde. A la mañana siguiente, una vecina cuenta que vio al tío sentado en la vereda. “Adiós, paisa. ¿A dónde vas tan temprano si no hay clases?”, le gritó el hombre.
“Voy a comprarme mi pancito”, respondió la vecina. Cuando volvió con la bolsita de las compras, vio que la pareja estaba afuera, en la vereda y que se disponía a entrar al taller.
La vecina no sabe cuánto tiempo pasó. Calcula que fueron apenas unos minutos hasta que oyó los primeros gritos. “Hay llamas en la esquina”, le advirtieron.
Corrió y se encontró con que los tíos gritaban y se agarraban la cabeza, aturdidos, atontados y sin saber qué hacer. Los otros vecinos ya habían llamado a la policía y a los bomberos.
Por la escalera que baja al sótano subían las llamaradas y los gritos de Rodrigo. A Rolando no se lo escuchaba, por lo que todos creen que cuando lo alcanzó el incendio todavía estaba dormido.
“Tía, ayudame. Por favor, ayudame”, vociferaba Rodrigo.
La vecina que acababa de llegar, que pidió no ser identificada, porque también trabaja en un taller textil, no encontró cómo llegar hasta él. Aturdida por el humo y los gritos, intentó adentrarse por la escalera, pero era tarde. Ya no había cómo.
Desde el fondo de ese taller esclavo que se había convertido en un infierno, Rodrigo desesperaba. Rolando dormía.
El niño clamó dos veces más, con la voz ronca, naufragando en la desesperanza. “¡Ayúdenme!”, el grito sagrado de la desesperación.
El calor que subía de esa hoguera en la que ardían rollos de tela, prendas, máquinas y colchones no dejaba pensar. Las largas lenguas de fuego abrían las fauces de ese dragón que era el sótano y que intentaba tragarse todo lo que había en la superficie.
Los tíos explicaban que a la noche se había cortado la luz, que habían usado velas. Sin embargo, los investigadores policiales oyeron versiones de vecinos que indican que hubo una explosión previa, aunque todavía no se ha determinado fehacientemente cómo se inició el fuego.
“Rodrigo gritó otra vez y después se calló. No lo oímos más”, cuenta la vecina, con los ojos enrojecidos. Desde aquel día, la mujer no pudo volver a dormir. Cada vez que cierra los ojos siente el llamado desesperado de Rodrigo en su cabeza.
El sonido ensordecedor de las llamas prenunció el final.
Cuando llegaron los bomberos, confirmaron lo que todos temían. Los niños que durante años vivieron en las sombras habían muerto en medio del fuego.
Las llamas no los alcanzaron. En cambio fue el humo negro el que les quitó el aire y los llevó hasta su muerte.
Cansado de gritar, Rodrigo volvió a la cama donde dormía Rolando a esperar el fin. Los bomberos los encontraron allí, abrazados. Pipa, perra fiel, murió acurrucada a los pies de la cama.
Los tíos debieron ser atendidos en el hospital Álvarez, con algunas quemaduras y por haber aspirado el monóxido de carbono. Pocas horas más tarde fueron dados de alta.
Una semana después, en la zona, los vecinos dicen que no los han vuelto a ver. Los maestros de la escuela que participaron de la misa hace una semana no quisieron hablar de sus alumnos con la nacion. Pocos días después, una vecina, que en la misa había denunciado que los padres de los niños estaban desaparecidos, dijo que la pareja había sido encontrada. Que hubo una reunión en la villa del Bajo Flores, en la que un líder boliviano explicó los pasos a seguir. “Nosotros no somos esclavos. Queremos que nos dejen trabajar en paz”, apuntó la mujer.
LA NACION