Lo que esconde una copa de vino

Lo que esconde una copa de vino

Por Violeta Gorodischer
La inspiración llega,a veces, de los lugares más inesperados. En pleno boom gastronómico, cuando los chefs son rockstars, y hay ferias y libros y catas de todo tipo, existen, aún, personas que marcan la diferencia. Es el caso de Agustina de Alba, joven sommelier que, con 27 años, ya es una de las próximas elegidas de Forbes en el ranking de los “35 sub 35” destacados en su profesión.
Quince años tenía el día en que su padre, recién separado, le propuso ir de vacaciones al lugar del mundo que ella quisiera. “Los dos solos, elegí vos”, dijo el hombre, y Agustina no dudó: Mendoza. ¿La razón? Había escuchado, en los pasillos alborotados del colegio, que el chico del que estaba enamorada se iba a ese mismo lugar. San Rafael, para ser exactos. El padre, sorprendido, accedió sin hacer preguntas. Por supuesto, jamás se cruzaron con el muchacho en cuestión y fue así cómo, entre el aburrimiento y la decepción, Agustina terminó en una excursión al Museo del Vino de la Bodega La Rural (casa de Don Felipe Rutini).
Un par de explicaciones del guía fueron suficientes para que decidiera que quería estudiar todo sobre el mundo del vino, esa carrera que, según sus propios cálculos, podría “hacerla viajar por el mundo”. Claro que al llenar el formulario web de la Escuela Argentina de Sommeliers se percataron de que la postulante tenía… bueno, la edad que tenía. “Imposible”, comunicaron secamente por escrito. Agustina no se desesperó. Respiró hondo. Fue paciente. Terminó el colegio, ignoró las burlas que la tildaban de “borracha” en los tests de orientación vocacional, soportó estoica el reclamo paterno y la ofensa que, en aquel entonces, significaba que ella quisiera estudiar algo así. Llegó entonces el día en que cumplió 18 y volvió a anotarse en la carrera, convirtiéndose en la estudiante más joven de la institución.
A los 19, ya graduada con medalla de honor, aceptó un trabajo como camarera en la hostería Los Notros, frente al glaciar Perito Moreno. Dejó Buenos Aires sin mirar atrás. Los tres días en que la sommelier oficial del hotel se tomaba franco, ella tenía el permiso de reemplazarla: tachaba los días como los presos esperando aquel momento glorioso. Fue en una de esas noches, justamente, cuando una pareja de turistas franceses solicitó asesoramiento en el restaurante. “No nos importan los precios -le aseguraron-. Queremos recomendaciones.”
Agustina sonrió y fue directo al Finca Los Nobles, Cabernet Bouchet, 1995, de Bodega Luigi Bosca. Encantados, los turistas le contaron que ellos tenían, también, un viñedo. “Chateau Le Pin”, dijeron, y Agustina se quedó muda. Un segundo después, se largó a llorar.
Sucede que los tres vinos más caros, buscados y renombrados del mundo son Romanee Conti, Chateau Petrus y Chateau Le Pin. Y Agustina, como todo apasionado, lo sabía desde el día en que decidió a qué se iba a dedicar.
El resto es historia: los franceses se conmovieron (no cualquiera llora al escuchar el nombre de un viñedo), la invitaron una temporada a cosechar, le abrieron las puertas para ir a España y a Italia, le presentaron gente importante que aportó su granito de arena para ayudarla a crecer.
Hoy, Agustina de Alba es un orgullo nacional: Mejor Sommelier de la Argentina de los años 2008 y 2012; 5° puesto del continente americano en el concurso Mejor Sommelier de las Américas y una de las más jóvenes promesas del continente: mujer poderosa en un universo masculino por tradición que de a poco, y cada vez más, empieza a mostrarse flexible.
La escuché contar su derrotero hace sólo unas semanas, en plena cata de vinos, mientras degustaba un Angélica Zapata Cabernet Sauvignon de la Bodega Catena Zapata, año 2002. No recuerdo placer semejante y, nobleza obliga, la chica es una narradora excepcional.
En todo relato, dice Bertolt Brecht, existe un “instante perfecto”. Ese momento en la historia, cualquier historia, que lo resume todo: el dramaturgo debe tener la maestría de crear una imagen que condense, en un único gesto, presente, pasado y futuro.
El llanto de Agustina ante los franceses fue ese instante perfecto: allí se pueden leer la perseverancia, la pasión y el arrebato self made que la llevaría lejos. Verla llorar fue para esa pareja de turistas garantía suficiente. Todo indica que no equivocaron. ¡Salud!.
LA NACION