La literatura y Santa Teresa, a sus 500 años

La literatura y Santa Teresa, a sus 500 años

Por Pablo Gianera
La iglesia de Santa Maria Della Vittoria no es la más visitada de Roma. Suele haber poca gente, que apenas se distingue en la penumbra. Entre los que van, la mayoría lo hace por una razón: ver El éxtasis de Santa Teresa, de Gian Lorenzo Bernini.
Al margen del prodigio artístico, el trabajo del jesuita Bernini se destaca por la elección dramática: es una de las mayores visiones de Santa Teresa, una que se repitió y que ella misma contó en Vida de Santa Teresa de Jesús y que Bernini representa de una manera realista. “Veía un ángel. […] No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece que todos se abrasan. […] Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Éste me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas.”
Santa Teresa de Jesús nació en Ávila, con el nombre de Teresa de Ahumada, hace 500 años, el 28 de marzo de 1515. Fue siempre lectora de “buenos libros de romance” y de caballería. Las epístolas de San Jerónimo la decidieron a tomar el hábito. No había tenido una formación de tipo académica, pero supo sacar partido de teólogos, escritores y maestros espirituales. Santa Teresa fue canonizada por Gregorio XV en 1622, y Pablo VI la proclamó “doctora de la Iglesia” en 1970.
Pero la lectura fue una debilidad indomable. Del mismo modo que San Agustín, admirado sin reticencias por la santa, que había puesto a funcionar su pericia de retórico con fines distintos de los originales, Teresa se sirvió de la literatura. La comparación no es casual. El libro de su vida es una confesión completamente singular, cuyo único antecedente son las Confesiones de San Agustín. Todo se cuenta aquí. De lo poquísimo que sabemos de su padre y su madre hasta sus propios padecimientos físicos: desmayos, fiebres, dolores de cabeza, vómitos.
Teresa es una escritora de la experiencia, de la experiencia del mundo y de la suya propia, muy distinta de la del mundo y casi opuesta a él. “Algunas veces me da gran pena haber de tratar con nadie, y me aflige tanto, que me hace llorar harto, porque toda mi ansia es por estar sola; y aunque algunas veces no rezo, ni leo, me consuela la soledad?”
Las páginas del libro de su vida, y en menor medida también Castillo interioro las Moradas o Libro de las Fundaciones, están llenas de esas visiones, que parecerían fantásticas imaginaciones poéticas si no fueran hendiduras por las que logró entrever el misterio.
La poeta española Olvido García Valdés la estudió en detalle, y el papa emérito Benedicto XVI llamó también la atención sobre estas características: “Teresa hablará de sus lecturas de la infancia y afirmará que en ellas descubrió la verdad, que resume en dos principios básicos: por un lado, el hecho de que todo lo que pertenece al mundo de aquí, pasa; y, por otro, que sólo Dios es para siempre, tema que se reitera en el famosísimo poema: «Nada te turbe/nada te espante;/todo se pasa./Dios no se muda;/la paciencia todo lo alcanza;/quien a Dios tiene/nada le falta/¡Sólo Dios basta!»”.
Una cosa así sólo podía ser dicha en verso. Igual que en otros en los que la primera persona disimula un programa: “Vivo sin vivir en mí,/Y de tal manera espero,/Que muero porque no muero”. Allí se puede leer a la santa, pero quien no quiera puede no hacerlo: el verso se impone por sí solo sin entonaciones místicas.
LA NACION