Grass y Galeano, fin de una época

Grass y Galeano, fin de una época

Por Leonardo Tarifeño
Como todo artista, un escritor no muere cuando muere. Hay algunos, incluso, a los que la muerte se los lleva a sabiendas de que permanecerán vivos para siempre. El lunes 13 de abril, el alemán Günter Grass y el uruguayo Eduardo Galeano se fueron para quedarse, y la coincidencia del día de su fuga de este mundo invita a pensar que con ellos se va una época en la que, como bien demuestran sus ejemplos, la pasión literaria se expresaba en un inocultable compromiso vital e intelectual con la política.
Ambos, Grass y Galeano, creyeron que la misión más elevada del escritor consistía en intervenir en los debates ideológicos de sus respectivos países (y de otros también), y para eso consagraron sus obras al diálogo crítico con las heridas políticas de su tiempo.
En el caso del autor de El tambor de hojalata, su principal interlocutor fue la Alemania de la Segunda Guerra Mundial; en el del escritor sudamericano, sus mejores libros apuntan al despojo colonial e imperial de América latina.
Los dos se sintieron representados por los movimientos de izquierda, polemizaron con propios y extraños y, en distintos momentos de sus vidas, padecieron la intolerancia o la persecución.
Sin embargo, así como hubo situaciones que los unieron, también es cierto que optaron por rumbos éticos y estéticos muy distintos. Y esos caminos que tomaron uno y otro hoy se abren ante la literatura actual, como antecedentes inmediatos a la hora de reinventar los vínculos del escritor con las formas políticas.
La obsesión de Grass por revisar el pasado nazi lo llevó a convertirse, según él muy a su pesar, en algo parecido a la conciencia moral de una sociedad muy poco dispuesta a analizar su propia participación en la que sin dudas fue una de las peores tragedias en la historia de la humanidad. Su monumental “Trilogía de Danzig” (El tambor de hojalata, El gato y el ratón, Años de perro), así como sus textos memorialísticos (Pelando la cebolla, La caja de los deseos, De Alemania a Alemania) indagan una y otra vez en la seducción del mal y en las razones por las que toda una cultura se deja llevar por la sinrazón y el odio. Tan grande fue su obsesión que en Pelando la cebolla (2006) Grass se atrevió a contar sus días como soldado de las Waffen-SS, a las que se unió por unos meses a la edad de 17 años. “Me resultó desagradable hablar con el joven que fui, pero me obligué a hacerlo -le explicó en 2007 al periodista español Juan Cruz-. Mi generación nunca superará este tema, nunca habrá un punto final. Pero yo seguiré escribiendo sobre ello.”
Para Grass, la autocrítica personal era una forma de estimular la otra autocrítica que él siempre esperó: la de su generación, la del resto de la sociedad.
En Pelando la cebolla, el escritor recuerda a un tío “adorable, a quien queríamos mucho”, a los niños con los que jugaba y a su profesor de latín, que fueron fusilados (el tío), desaparecidos (los niños) o detenidos (el profesor) sin que nadie, tampoco él, preguntara por ellos cuando se impuso el horror. “Recuerdo que cuando tenía 16 años, durante la instrucción militar, había un joven entre nosotros que se negaba a tomar las armas, a participar en nada de aquello y aguantaba en silencio las reprimendas y maltratos, algunos infligidos por nosotros mismos, sus compañeros -le contó Grass a Juan Cruz-. Primero fue arrestado y apartado de nuestra sección y, al final, lo enviaron a un campo. Y eso fue todo, así se zanjó la cuestión. Su figura, la de un ser indefenso que con su mudo rechazo no quiso hacer el servicio militar ni la instrucción, permanecerá siempre en mi recuerdo. Por entonces yo creo que ni siquiera reflexioné sobre el asunto. Pero todas esas personas llenan mis recuerdos y encarnan para mí el desasosiego de intentar entender cómo no fui capaz de preguntar. Diría que es un caso muy común entre quienes vivimos aquella época del nacionalsocialismo alemán.”
La incómoda y terrible potencia de la obra de Grass reside en esa tragedia humanista, la derrota de la moral que vibra en un silencio cómplice demasiado ruidoso. A su manera de ver, el protagonismo de la catástrofe alemana en el siglo XX no le corresponde tanto al nazismo como al conjunto de una sociedad que, al igual que el joven que él fue, se dejó fascinar por el autoritarismo, la discriminación y la propaganda. En una reveladora escena de Pelando la cebolla, el por entonces futuro escritor le pregunta a su madre qué fue lo que ocurrió durante los años de la aberración hitleriana. Y ella, que pasó por todos las humillaciones imaginables (incluidos los ataques sexuales de los soldados rusos), le contesta: “Déjame olvidar”. A su manera, los libros de Grass respetan y dignifican ese ruego materno con un paisaje literario que propone enfrentar la catástrofe a través de la vergüenza. Quizás por eso el autor se entusiasmó tanto con la respuesta de los lectores a ese, su polémico primer volumen de memorias, ya que el principal objetivo del libro parece haber sido el llamado social a un autoexamen tan doloroso como urgente. “Nunca había recibido tantas cartas, de ancianos, personas de mi edad o de mi generación, dándome las gracias -dijo-. Y para los jóvenes ha supuesto el impulso necesario para preguntar a sus mayores sobre la guerra que ellos no vivieron. Que el libro haya ayudado a los demás a expresar esa parte silenciada de su vida, de su historia personal, ha sido para mí una gran sorpresa y una experiencia maravillosa.”
De este lado del mundo, la obra de Eduardo Galeano resultó una de las grandes compañeras de viaje en una época en la que el final de la Guerra Fría convirtió a América latina en un botín ideológico, político y, sobre todo, económico. La influencia negativa de Estados Unidos en la región, visible en los sucesivos golpes de Estado y en la consiguiente persecución del activismo de izquierda, despertó una respuesta cultural de resistencia latinoamericanista, que permitía construir una lectura alternativa a la oficial o a la importada. Tal fue el ambiente del que surgieron Las venas abiertas de América Latina (1971), Días y noches de amor y de guerra (1978) y la ambiciosa trilogía “Memoria del fuego” (1982-86), en la que el autor se propuso retratar la historia continental desde el origen planetario hasta la segunda mitad del siglo XX. A diferencia de Grass, cuyos demonios habitaban el corazón de la sociedad de la que él también formaba parte, Galeano construyó su obra alrededor de un enemigo externo cuya larga sombra impedía ver las complejidades de un mundo que la ideología pintaba en blanco y negro. En su madurez, Galeano reconoció que cuando escribió Las venas abiertas… no tenía la formación necesaria, y que muchos años después “sería incapaz de leerlo” porque “esa prosa de izquierda tradicional es pesadísima”. Si se tiene en cuenta que para entonces el libro era considerado un manual de instrucciones ideológico para soñadores e insurrectos, hay que decir que la autocrítica sonó -al contrario del caso de Grass- tardía e insuficiente, ya que buena parte de sus premisas y conclusiones no eran tan certeras como él y sus lectores hubieran querido. Su prosa campechana, a un paso del romanticismo, parece hecha a la medida de un lector joven y rebelde, el tipo de héroe siempre dispuesto a cambiar el mundo aunque esté muy lejos de tener razón. Las sombrías preguntas que se hace la obra de Grass afectan a toda la humanidad; los libros de Galeano, en cambio, proponen más respuestas que interrogantes. Quizás en esa diferencia habita la posibilidad de que el mundo de la política no devore, como parece haber ocurrido con no pocos autores en los años 60 y 70, el de la literatura.
Hoy la política se ha revelado a escala global como el brazo ideológico de la corrupción, y aquí y allá surge un inconformismo popular que reclama la reinvención de la democracia. El colombiano Fernando Vallejo, el salvadoreño Horacio Castellanos Moya y el chileno Roberto Bolaño, entre algunos de los escritores latinoamericanos más lúcidos, construyeron su obra a partir de un rechazo de la política que dista mucho de la confianza que llevó a Grass a escribir los discursos del socialdemócrata Willy Brandy y a Galeano a fundar los semanarios Crisis y Brecha. Sin embargo, algunos desasosiegos permanecen. Al principio de El tambor de hojalata, Grass plantea una escena memorable en la que algunos alemanes lloran en un restaurante donde el olor a cebolla recién cortada lo inunda todo. Se llora por lo que ocurre, sin que parezca que las lágrimas caen por lo que nadie sabe cómo interpretar. Ahora que nadie conoce la alternativa a la decrepitud de la política tradicional, la fuerza de ese lamento dice que en la cocina del mundo alguien no deja de cortar cebollas.
LA NACION