“Desde siempre me he protegido de la nostalgia”

“Desde siempre me he protegido de la nostalgia”

Por Lucía Álvarez
Es una crónica de viajes y un ensayo sobre la intensidad de los viajes. Es el retrato de una época, de una generación y de un continente, una América latina casi irreconocible. Es también una biografía, pero la intimidad de su protagonista sólo se expone a través de otros, de un grupo de personas misterioso, indefinido. Es el relato de una experiencia como fue vivida y una elaboración conceptual décadas después. Beatriz Sarlo publicó Viajes y conversó con Tiempo sobre este primer salto autobiográfico.
–Es su primer libro en primera persona, ¿por qué decidió narrarse a través de sus viajes de juventud?
–Lo primero fueron los viajes, no hubo un movimiento autobiográfico. Una de las personas que viajó conmigo empezó a mandar las fotografías. Al principio eran enigmáticas para mí, pero después empecé a ver que había algo en ellas que me convocaba. Ese momento fue el último capítulo del viaje latinoamericano, porque después vinieron las guerrillas y se volvió imposible. Entonces me planteé el problema de cómo narrar esos viajes construyendo una primera persona del plural. Salvo el primer capítulo y el último, el grueso del viaje es una primera del plural. Ese fue un problema, no quería empezar contando que éramos un grupo conformado de un modo u otro porque eso sí acentuaba el sello autobiográfico. El grupo es un grupo misterioso, no se sabe cuál es la relación que nos une o su composición de género. Yo quería construir un colectivo que tuviera la candidez en la mirada que tuvo ese colectivo, y en lo posible quería evitar convertirnos en viajeros sabihondos porque éramos un colectivo que no sabía qué iba a pasar, ni dónde estaba, ni cómo se llamaban los pueblos originarios que iba encontrando.
–Un grupo que se entregaba a la experiencia…
–Sí, éramos estudiantes con una visión empirista ingenua: trasladarse por un lugar era conocer. No había demasiadas mediaciones intelectuales, teóricas ni conceptuales. Al verlo, lo conocíamos. Una especie de epistemología radical. Eso nos impulsaba a los mayores sufrimientos. Caminar y sufrir en la Puna, quedarse sin aire valía la pena porque uno recibía, sin tocar la hoja de un libro, algo que iba a quedar para siempre como conocimiento. Esa era una idea que nos impulsaba incluso a los menos intelectuales, los que eran populistas no en el sentido político, sino en el sentido cultural. Creíamos que para conocer una canción popular, una fiesta, bastaba estar ahí. Pero no como etnógrafos, sino emborrachándonos. Valorábamos la experiencia de una manera absolutamente radical como fuente de conocimiento y eso también era algo que nos daba fuerzas para avanzar.
–¿Hay en la construcción de esa primera persona del plural una crítica generacional, a su fe casi ciega en la revolución?
–Nosotros nos comportábamos como si hubiésemos leído a Rousseau, pero no habíamos leído a Rousseau, nuestro nivel de lectura era bajísimo. Pensábamos que cualquiera que encontráramos cerca de la naturaleza o del trabajo, de la materialidad de la vida –aunque por supuesto que Rousseau no dice esto– iba a ser bueno. No importaba si se trataba de un minero, un campesino, un vendedor callejero. No esperábamos de ellos ninguna amenaza. Esa era nuestra confianza más radical. Y no habíamos leído ese convencimiento en ninguna parte. Eran como estratos de ideologías, de una concepción latinoamericanista, de la idea de que América latina era una epopeya a cumplirse en algún momento. Sin duda se trataba de una creencia ingenua.
–¿Se esforzó para que no hubiera rastros de melancolía?
–Si hay un sentimiento del cual carezco es el de la nostalgia. Me he operado la zona del cerebro donde se aloja. Carezco de objetos, no soy coleccionista de libros. No miro fotografías. Se podría decir que es porque estoy invadida por la nostalgia y es para defenderme de ella, quizá temo a una bola de nostalgia que me lleve directamente al sepulcro. Pero me he protegido desde siempre de ella. De esos viajes, todos traían una panera tejida, un pedacito de manta, yo también debo haber traído algo, pero no sé donde está. De ahí la incomodidad que sentí cuando llegaron las fotos. Me decía: de dónde viene esto, no tengo interés en verlo, no me produce ningún reflejo narcisista verme joven. Pero después descubrí que lo que habíamos hecho era interesante, a partir del texto sobre Brasilia, un texto que me encargaron para una revista. Habíamos estado en Brasilia seis, siete años después de su fundación. Brasilia no era un lugar abierto a los visitantes, no porque estuviera cerrado sino por su novedad, era el lugar de los políticos que ni siquiera vivían en Brasilia. Hoy ese paisaje está ocupado, por gente, banderas, comitivas, manifestaciones. Pero nosotros vimos la avenida que lleva a los ministerios completamente vacía. Esa Brasilia es excepcional y no existe más. Otros acontecimientos tampoco pueden pasar del mismo modo. Eso de que uno vaya al centro de estudiantes de una universidad y diga “quiero dormir acá”, es imposible. Nosotros íbamos a un sindicato y decíamos: “Quiero bajar a la mina”. Caíamos de manera descabellada y caíamos bien. Pero ¿por qué entrábamos con esa seguridad? ¿Qué nos daba esa seguridad? Había algo en Latinoamérica, un espíritu, que no sólo teníamos nosotros, jóvenes ignorantes, sino también ellos, los patriarcas de esa revolución todavía incumplida.
–Dice en el libro que después de viajar a Bolivia soñó con volver y sumarse al gobierno de Juan José Torres porque “pensaba que siempre había lugar en un proceso revolucionario”.
–¿De dónde sacábamos eso? ¿Por qué yo quería volver a Bolivia? ¿Porque había visto a esa gente desfilando en las calles, mineros y campesinos, pidiendo más al general Torres? ¿Porque había entrado al Palacio Quemado como no podés entrar hoy a ningún edificio público en América latina? Eso es completamente irrepetible. Del mismo modo que es irrepetible la historia de que un ministro de Torres, cuando llega el golpe de Estado, haya tenido como único contacto a un grupo de estudiantes pobres y desharrapados en Buenos Aires. El ministro de Torres vino a tocarnos el timbre y nosotros le conseguimos una maternidad para que su mujer tenga a su hijo. Eso es inverosímil hoy. No podría pasar con un ministro de Evo ni de nadie.
–¿Y qué pasó?
–Pasó la caída de Torres y luego, años después, el golpe contra Allende. Ese fue el fin de un ciclo. Por un lado, un fin de ciclo de la guerrilla, pero también de los gobiernos antiimperialistas y revolucionarios, o antiimperialistas y profundamente reformadores. De parte de esos jóvenes revolucionarios vino, por un lado, la crítica de esa radicalización. Muchos otros dejaron eso atrás como quien entierra el cráneo de Voltaire niño, como dice Louis Althusser. Todo eso se cierra para siempre, todo lo que se cuenta en este libro, salvo el capítulo de Malvinas, quedó clausurado para siempre. América Latina hoy es un continente con contingentes de europeos que se van trasladando en condiciones que, aparentemente, uno podría pensar que son similares, van con sus mochilas y borceguíes, pero que, en verdad, recorren otro mundo. Los Viajes marcan el último momento en que el continente no es un continente turístico, sino un continente de la política, de la revolución, de un horizonte.
–Usted menciona que la posibilidad de conocer de esa manera ya no es posible porque además “la originalidad ya no existe”. ¿Qué quiere decir?
–El turismo de masas liquida esa experiencia. Por más fantasiosa que fuera, vivir una semana en el Amazonas era vivir una semana con los jíbaros. Esos jíbaros, por suerte, hoy tienen representación en el parlamento y lo más probable es que hayan comercializado todo lo comercializable de su producción. El turismo de masas vive desgarrado entre la comodidad y la seguridad, y la idea de que el turismo también es llegar a ese lugar otro que nadie ha llegado. De ahí que haya un capítulo del turismo contemporáneo que es el turismo de aventuras, la gente que se mata por subir tal montaña o tal otra. Eso comienza en el siglo XIX. El padre de Virginia Woolf hablaba de la ansiedad de los ingleses por subir. Empezaron a hacerlo en Escocia, y luego en algunas montañas del continente europeo. Cualquiera que haya subido sabe que es una experiencia físicamente intensa por la falta de oxigenación. Pero no creo que haciendo trekking por el territorio argentino se pueda descubrir nada que no haya sido descubierto.
–El libro está encabezado por la teoría del “salto de programa”, ¿en qué consiste y por qué esa necesidad de pensar en términos conceptuales los viajes?
–Porque ya soy así, pienso la política, la literatura en esos términos, es difícil que mi cabeza funcione de otra manera. No iba a poder hacer un libro sobre viajes como uno de esos viajeros ingleses. No es mi registro. Empecé a pensar los viajes conceptualmente y leí muchísimo. Ahí me di cuenta de que faltaba ese elemento que aparece en el discurso de todo viajero y que yo empecé a pensar a partir del verbo “descubrir”. Todo viajero cuenta un viaje usando esa palabra: dice, por ejemplo, “sabés que descubrimos en el medio de París, un restaurancito…” ¡Es imposible! No se puede descubrir nada en el medio de París, y mucho menos un restaurancito. ¿Por qué aparece así? Porque el viajero, aún el más pautado, el que tiene todos los vouchers de despegar.com, quiere ver el principio de originalidad, un principio que está en el origen de los viajes, históricamente. El principio de que vas a un horizonte desconocido pervive como fósil en la utopía, también fósil, de nuestros viajes normalizados. La idea del salto de programa me ordenaba todos los textos.
–En el libro, el diálogo con esos otros es siempre imperfecto; usted es todo el tiempo, incluso en la Argentina, una extranjera. Está claro lo que ustedes reciben de esa experiencia, ¿pensó si hubo algo que ustedes también hayan dado?
–¿Qué quedó de nosotros en esa mirada, en esas personas con las que vivimos, hablamos, en esa gente que nos tuvo en sus ranchitos, su casa de caña? Es misterioso. No podría contestarlo por dos razones: porque no volví y porque esa gente no tenía un dispositivo ideológico para ubicarnos. Hoy sí lo tienen. Es probable que sepan distinguir si les gustan más los turistas americanos, los alemanes o los argentinos. Pero a nosotros les costaba identificarnos como viajeros. No sabían si vendíamos cacerolas, si éramos peregrinos. Quizá les haya quedado el recuerdo de que algunos jóvenes alguna vez pasaron por ahí. Pero no sé porque no había dispositivo para meter el recuerdo, para procesarlo. Eso queda muy claro en la respuesta que me da el dueño de la casa en donde viví en Malvinas. Yo le pregunté si se sentían aislados en las islas y contestaron: “De ningún modo, mis hijas hoy te conocen a vos, mañana a otros, vienen geógrafos, fotógrafos, pintores, yo mismo viajo a Londres”. Ese hombre tiene todo el dispositivo del turismo contemporáneo.
TIEMPO ARGENTINO