21 May De los grandes films a las grandes series
Por Belauza
El muy buen primer capítulo de Wayward Pines, dirigido por el cineasta M. Night Shyamalan, alimentó la pregunta de por qué aumenta la cantidad de directores de cine que dirigen series, las producen o filman el piloto. Más allá de las varias razones que dan respuesta a ese interrogante, lo que inquieta a la industria y también a espectadores es el derrotero que seguirá el relato audiovisual.
El director de Sexto sentido y Señales, entre otras, no está solo con su Wayward Pines. Entre 2015 y 2016 harán su incursión en series televisivas Guillermo del Toro (El laberinto del fauno) con The Strain; David Fincher (El club de la pelea, La habitación del miedo, Perdida) dirigirá la adaptación norteamericana que HBO hace de la británica Utopía; Sam Mendes (American Beauty) completa la segunda temporada del éxito del terror, Penny Dreadful; Darren Aronofsky adapta, también para HBO, MaddAddam; el director de Doce años de esclavitud, Steve McQueen, trabaja con la BBC en dos series sobre la esclavitud de negros africanos. Se pueden seguir enumerando casos, aunque eso llevaría el artículo entero. Para completar el botón de muestra, se puede decir que Wes Craven, Gus Van Sant o Lee Daniels pusieron o pondrán su impronta en Los 10 Mandamientos, que Steven Soderbergh sigue tan entusiasmado con su The Nick, que por el momento abandonó proyectos cinematográficos y que la semana pasada se confirmó que Woody Allen tendrá su serie escrita y dirigida por él mismo, como suele hacer en el cine.
ALGO DE HISTORIA. Lo novedoso no es la relación entre los directores de cine con la antaño llamada “caja boba”, que tiene numerosos antecedentes; lo llamativo es la cantidad de cineastas que cruzan la línea.
El primero que hizo historia, como en otras tantas cosas en el mundo del cine, fue Alfred Hitchcock, que con los 250 episodios de Alfred Hitchcock Presenta (1955-62) llenó la pantalla chica de historias que parecían tener cabida sólo en el cine. De ellos dirigió 20, y alimentó la idea de que la televisión no era ni buena ni mala de por sí, sino que dependía de quién la usara. El mensaje era tan sólo el mensaje, y del otro lado del Atlántico varios europeos, entre ellos Roberto Rossellini con su extraordinaria La toma del poder de Luis XIV (1966) hecha para televisión, lo corroboraba.
Sin embargo, ese fue el canto del cisne. El filósofo canadiense Marshall McLuhan entendió primero que nadie que la televisión había transformado radicalmente el mensaje (idea que sintetizó en “el medio es el mensaje”), y fue imponiendo sus propias normas, que por lo general no comulgaban con las de los cineastas, que hacían de la libertad creativa su insignia. Pese a que grandes como Steven Spielberg daban sus primeros pasos con telefilms o dirigiendo episodios de series allá por 1971, lejos estaba el tiempo en el que una serie de televisión se promocionara a partir de que un realizador y una una productora volvieran a trabajar juntos, como es el reciente caso de The Alienist (director y productora de True Detective).
Precisamente fue Spielberg el que hizo una gran tarea para volver a poner a la televisión en el candelero con sus geniales producciones de Cuentos asombrosos (1985), aunque sin mejores resultados: pese al éxito de crítica y público, la cadena NBC sólo financió dos temporadas. El camino se abriría por otro lado.
Sería otro gran director, no tan popular aunque sí de mucho prestigio, quien abriría un nuevo camino (largo por cierto) para los cineastas en televisión: con su genial Twin Peaks (1990), David Lynch anunciaba que el camino era la independencia total si se quería hacer algo de calidad en televisión. El culto creado alrededor del leitmotiv de la serie, “¿Quién mató a Laura Palmer?”, abrió los ojos de los productores de televisión, que comenzaron a convocar a directores consagradas para dirigir algunos episodios de series de renombre.
LAS RAZONES DEL SIGLO XXI. La explosión de Internet con su intercambio de archivos entre usuarios, la subida de series y películas a YouTube, la banda ancha cada vez más veloz que dio la posibilidad del reciente streaming, el abaratamiento del costo de conexión en relación con los beneficios en entretenimiento que ofrecía al usuario, desdibujaron los claros límites de los terruños. El desarrollo tecnológico con respecto a la calidad del registro que se venía experimentando desde el siglo pasado achicó aun más las distancias, y así como numerosos debutantes (y no tanto) cinematográficos recurrían a filmaciones en alta definición, productores y realizadores comenzaron a ver la televisión como una posibilidad tanto o más promisoria que la pantalla grande. Después de todo, el cine era y sigue siendo un negocio incierto, donde asegurar la ganancia, no tan paradójicamente como se cree, aumenta la necesidad de invertir onerosas sumas. La segmentación del público de televisión prometía sortear ese paso: con los cineastas independientes jugados a sus propios proyectos sin necesidad de mayor financiación debido a las bajas en los costos de producción, la televisión garantizaba minorías numerosas y en una de esas, intensas, como para ensayar nuevas respuestas a los nuevos problemas.
A eso hay que sumarle la proliferación de canales de cable con el consecuente aumento de horas de programación a llenar (recuérdese que en aquellos tiempos de Hitchcock sólo había canales de aire y no emitían las 24 horas del día) para tener el mejor de los cócteles: el que permite que la necesidad, además de convertirse en hereje, aguce el ingenio.
Y el ingenio se aguzó con Los Soprano y 24; cada una en su estilo impuso nuevas formas narrativas ya no sólo en la televisión, sino en el audiovisual en general; el corte de pantalla que 24 usaba como recurso un contador en tiempo real, recurso que el cine tomó prestado para experimentar en su narración; por su parte Los Soprano introdujeron los temas cotidianos en un espacio que nunca fue pensado en esos términos: el mafioso. El resultado, la posibilidad de combinar lo que hasta hacía muy poco se consideraba el agua y el aceite (en El Padrino, el relato mafioso por antonomasia, los personajes no van al baño, y mucho menos al analista). Ambas terminaron oficiando de cabeceras de playa para el desembarco posterior de los grandes del cine.
La herejía fue pergeñar historias comúnmente no tenidas en cuenta para la televisión, y a eso sumarle esfuerzos de producción a los que tampoco se acostumbraba. El caso más paradigmático: Game of Thrones. Si El señor de los anillos se tomaba un par de años para hacer dos de los tres films de la saga y así maximizar el rendimiento de los costos de producción, Game of Thrones se “instalaba” en la producción continua de escenas y secuencias, como si fuera un sinfín en el que hacer constantemente, resulta más económico que producir y parar, producir y parar.
La oportunidad de contar historias sin cesar con un alto umbral narrativo y de realización pero con lo posibilidad cercana, cuando no inmediata, de levantar la puntería, no había existido en otros tiempos de la era televisiva. Además, ahora múltiples fuentes acrecentaban el fenómeno e inauguraban nichos sin cobrar un peso: los incansables foros, sitios de Internet y redes sociales vertiendo opiniones sin que nadie los consulte dan idea de cuánta aceptación o rechazo se concita (un hashtag en Twitter puede dar mejores resultados que un costoso minuto a minuto).
Nada nuevo, se podría decir: toda creación y todo cambio estético están íntimamente asociados a sus condiciones de producción; cuando estas cambian, aquellas dan nuevas respuestas. Sí, queda más lindo y sobre todo da más crédito (y contrataciones) atribuir todo el mérito al talento personal.
Las series parecen resultar el ingreso al paraíso para los realizadores de todo tipo. Es de desear que la industria no lo convierta en la Caja de Pandora.
TIEMPO ARGENTINO