23 Apr ¿Somos racionales en nuestro comportamiento estratégico?
Extracto de Psychonomics, de Martín Tetaz (del capítulo Psicoeconomía aplicada).
Por Martín Tetaz
Es 2 de julio de 2010 en Johannesburgo, Sudáfrica. La selección uruguaya viene de derrotar a Corea del Sur y se enfrenta a los africanos de Ghana, que acaban de vencer a los Estados Unidos en tiempo de descuento. No cabe un alma en el estadio. Los jugadores batallan durante noventa minutos y lo siguen haciendo durante los treinta del alargue, pero la pasión africana no puede evitar el empate en un tanto que condena la definición al azar de los penales. Ahora bien, reflexionemos un momento. ¿Es efectivamente una cuestión de azar la definición por penales? Si Von Neumann viviera, contestaría que sí. Se trata de un juego estratégico entre el jugador que patea y el arquero. El ejecutante debe decidir si pateará a la izquierda, a la derecha o al medio. Puesto que la corta distancia que hay entre el arco y el punto de penal hace imposible que el arquero pueda mirar hacia dónde se dirige el disparo antes de tirarse, el guardavallas debe adivinar, enfrentando por tanto un dilema similar al del otro jugador: o se queda inmóvil en el centro del arco, o vuela hacia la derecha o se lanza hacia la izquierda.
Obviamente, en un juego de estas características lo mejor que puede hacer el jugador que patea es elegir aleatoriamente el lugar adonde piensa colocar la pelota, pues si tuviera una marcada predilección por alguna ubicación (supongamos que siempre pateara a la derecha) esta sería rápidamente detectada por los arqueros, quienes en el momento de decidir podrían anticipar la jugada, reduciendo de manera drástica las chances de que el penal resulte en gol.
La misma situación enfrenta el arquero, pues si no alternara sus elecciones con suficiente frecuencia (tirándose más veces hacia la izquierda, por ejemplo), los jugadores notarían rápido la tendencia y aprovecharían esa información, maximizando así las chances de convertir el gol.
Si, en cambio, ambos jugadores eligieran aleatoriamente la ubicación hacia la cual patear o lanzarse para atajar, según el caso, dejando de lado los remates dirigidos por encima del travesaño o al costado de los palos, una de cada tres veces el arquero debería acertar el palo del ejecutante, dependiendo así la conversión del gol de la prestancia o fuerza de la ejecución y de la habilidad del guardavalla.
En un famoso trabajo, Steven Levitt y colegas analizaron 459 penales ejecutados entre el año 1997 y el año 2000 en las ligas italianas y francesas. De manera interesante, observaron que un 75 por ciento de los penales fueron convertidos. Sin embargo, la ubicación elegida por los encargados de patear no fue aleatoria: sistemáticamente (un 44% de las veces) eligieron el palo contrario a la pierna con la cual patearon, mientras que un 38 por ciento de las veces eligieron el otro palo. Solo un 17% de los penales se dirigieron al centro del arco.
Volvamos a Sudáfrica. Estamos en la definición por penales y empieza pateando Uruguay. Los dos equipos convierten los dos primeros tiros. Luego Scotti marca el tercer tanto para Uruguay pero Mensah falla su tiro. Maxi Pereyra erra también para la celeste, y la misma suerte corre el africano Adiyiah con el cuarto disparo para Ghana. La definición está 3 a 2. Sebastián Abreu, apodado “el loco”, sale caminando desde la mitad de la cancha con paso tranquilo en medio del ensordecedor ruido de las vuvuzelas. Richard Kingson, el arquero, sabe que debe atajar sí o sí, porque si “el loco” convierte, Uruguay habrá pasado a las semifinales de la copa mundial y será el final para los ghaneses, quienes deberán regresar a su tierra.
Lo que sigue rebasa la historia de las definiciones importantes en un mundial y empequeñece la potencial fantasía del más soñador de los realizadores cinematográficos de Hollywood: “el loco” Abreu, con toda la responsabilidad del pasaje a semifinales sobre sus hombros, con una nación completa conteniendo la respiración y todos sus compañeros al borde de un infarto, toma una decisión en el centro de la cancha que sellará su apodo a sangre y fuego: “pica” el penal y patea despacito al centro del arco, casi como si estuviera jugando a errarlo. Nadie podría haber imaginado tanta locura, tampoco el simpático arquero ghanés que se arroja hacia su derecha y nada puede hacer para detener el agónico ingreso de la pelota en la meta.
Supongamos ahora por un segundo que usted piensa que las definiciones por penales no son una cuestión de suerte, o que, como sostenía Louis Pasteur, el azar solo favorece a las mentes preparadas. Puede ser que usted se llame Jens Lehmann, es decir, que usted sea el arquero de la selección alemana de fútbol, haya estudiado las tendencias de los pateadores argentinos, las haya escrito en un papel, las tenga guardadas bajo una media, las consulte antes de cada ejecución y termine atajando dos penales para asegurarse el pasaje a semifinales en el mundial de 2006.
O puede que usted sea “el loco” Abreu, haya leído el paper de Levitt y haya descubierto que solo en el 2 por ciento de los penales el arquero elige quedarse en el centro del arco sin moverse ni jugársela hacia ninguno de los palos. Incluso, puede que todos piensen que usted está loco y seguramente no le creerán si les dice que esa decisión no fue una locura, sino el resultado obvio de un análisis basado en la teoría de los juegos: un equilibrio de Nash.
La paradoja: Uruguay clasificó porque Abreu fue el único cuerdo en un mundo de locos, repleto de sujetos que sistemáticamente se apartan de las predicciones de la clásica teoría de los juegos. El motivo por el cual la mayor parte de las personas se comportan de ese modo es que han desarrollado reglas heurísticas para lidiar con los complejos cálculos que de otro modo deberían hacer.
En lo que respecta a los penales, es posible mencionar otro estudio que arroja resultados similares, pero utiliza otra base de datos. En ese trabajo Michael Bar-Eli de la Universidad de Néguev, Israel, muestra que los arqueros son presa del sesgo de acción y que por eso siempre tienden a tirarse hacia alguno de los palos (…). Este sesgo se produce porque, ante malos resultados, las personas se sienten peor si consideran que no han hecho el máximo esfuerzo posible para evitarlos. En cambio, no se sienten tan mal si creen que esos resultados se han producido aun a pesar de haber intentado evitarlos.
Para la mente de un arquero resulta imperdonable que la pelota ingrese por uno de los palos habiéndose quedado él parado en mitad del arco, porque el razonamiento del guardavalla es que podría haber evitado ese desenlace lanzándose hacia uno de los lados. En cambio, si se tira hacia uno de los lados y la pelota se dirige al centro del arco, al menos le quedará el consuelo de pensar que él realizó el máximo esfuerzo posible, y creerá que solo fue cuestión de mala suerte el no haber acertado.
En economía y en la vida en general, muchas veces la mejor opción estratégica es, paradójicamente, no hacer nada, pero quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones sienten sobre sus espaldas el peso de tener que demostrarles al resto de las personas que para algo se los ha elegido, y por lo tanto son más propensos a la acción, que lo que los principios de racionalidad sugerirían.
Otro juego estructuralmente muy parecido al de los penales es el famoso “piedra, papel o tijera”, que todos hemos jugado desde pequeños para zanjar disputas triviales y otras no tanto. Nuevamente, aquí lo mejor que puede hacer cada uno de los participantes es elegir de manera aleatoria su movimiento, pues cualquier secuencia que tenga alguna lógica será fácilmente detectable por los adversarios, quienes podrán adaptar sus respuestas para explotar la respuesta previsible de su oponente y derrotarlo.
Sin embargo, como ya se imaginará el perspicaz lector, las personas no juegan a “piedra, papel o tijera” de manera aleatoria.
A tal punto esto es así que incluso existe un campeonato mundial de este pasatiempo, y hay personas que se dedican profesionalmente a jugar, como el canadiense Mark Julien. Incluso, algunos jugadores debaten cuáles son las mejores estrategias en You Tube.
Si bien no he podido acceder a datos estadísticos fuertes, en los foros se comenta que las mujeres tienen una mayor tendencia a optar por tijera en la primera ronda, mientras que los hombres suelen comenzar eligiendo piedra. Es posible pensar que esto tiene que ver con la mayor familiaridad que cada uno de los sexos tiene con esos objetos. Otra estrategia habitual consiste en elegir piedra contra quienes van perdiendo en las rondas finales del juego, pues se dice que quien va atrás en el tanteador busca elementos agresivos (una roca o una tijera) y no pasivos (como un papel) para descontar la ventaja de su rival.
Lo que sí ha sido suficientemente probado en varias investigaciones (por ejemplo, los trabajos de Rapoport y Budescu, y el estudio de Falk y Konold) es que somos particularmente malos para producir o generar secuencias aleatorias.
Por ejemplo, mientras que una ruleta de un casino puede arrojar diez veces seguidas números de la segunda docena y no es raro que las docenas salgan en secuencias repetidas, la mayoría de los seres humanos cree que para que un fenómeno sea aleatorio las alternativas deben estar intercaladas prácticamente sin repeticiones. Así, es muy poco probable que quien comenzó el juego con tijeras, por ejemplo, vuelva a elegirlas en la segunda ronda, por lo que cualquier jugador más o menos experimentado podría explotar esa tendencia y ganar simplemente eligiendo papel en la siguiente ronda.
Los sesgos en el comportamiento estratégico no se reducen al campo de los juegos que técnicamente se denominan “no cooperativos con equilibrios de estrategias mixtas”, como los penales o el “piedra, papel o tijera”, sino que emergen una y otra vez en todos los juegos. El artículo seminal al respecto es el que escribió Colin Camerer para el Journal of Economics Perspectives. Allí se exploran varios efectos del framing (encuadre) que tienen que ver con el modo en que el juego se presenta a los participantes, y con las palabras que se eligen para explicitar las posibles estrategias y las pérdidas o ganancias asociadas a cada elección.
Por ejemplo, en el juego del ultimátum se llega a resultados muy diferentes si al jugador que reparte inicialmente el dinero se le plantea que debe elegir cuánto le ofrecerá al otro participante (el que tiene el poder de veto) o si se le dice que debe decidir cuánto le quitará al otro. En este último caso los repartos suelen ser mucho más equitativos, porque parece ser que el framing del primer escenario lo ubica a quien reparte en una posición de generosidad (elige cuánto da) mientras que el del segundo escenario lo coloca en una situación de “robo” (cuánto le quita).
De manera interesante, cuando las personas interaccionan estratégicamente en la vida real también tienden a responder en forma diferente según el marco de la situación, aun cuando las consecuencias de sus acciones bajo uno u otro encuadre sean equivalentes.
En un famoso experimento, Dan Ariely, experto en Economía del Comportamiento, dejaba un pack de seis latas de Coca Cola en las heladeras comunitarias de distintos campus universitarios durante una semana, y en otras oportunidades dejaba un plato con seis monedas de u$s 1 (el costo aproximado de cada lata) sobre el refrigerador. Sistemáticamente desaparecían las latas de gaseosa, pero nada les sucedía a las monedas, que nadie se atrevía a tocar. Parece que en nuestra mente robar está asociado con tomar dinero que no nos pertenece, pero nos permitimos más licencias cuando se trata de tomar objetos materiales no monetarios.
Así, los experimentos de Ariely nos enseñan que cuando tenemos que interactuar con otras personas en la vida real no computamos las consecuencias esperadas de nuestros actos de manera neutral, sino que hacemos una traducción mediada por una escala de significados de nuestras acciones. De este modo, tomar una gaseosa de la heladera o útiles de la oficina no se considera un robo, y quedarse en el medio del arco cuando hay que atajar un penal o mantenerse callado en una discusión son elecciones que en las representaciones mentales de los sujetos no presentan el mismo estatus que lanzarse hacia uno de los palos o esgrimir un argumento. También en la interacción estratégica con otros aparece el sesgo de confianza ya mencionado. Un juego que ejemplifica bien este sesgo es el denominado chicken game, en el cual los participantes buscan determinar quién tiene más agallas.
En la famosa película de James Dean, Rebelde sin causa, Jim (el personaje de Dean) y Buzz (su rival en la escuela secundaria) se retan a duelo para dirimir quién es cobarde (chicken). El reto consiste en encarar un precipicio con un auto y ver quién logra resistir más tiempo dentro del vehículo antes de saltar para no caer al abismo. En una versión diferente del mismo desafío, que puede verse en muchas películas, dos jóvenes colocan sus autos enfrentados en una carretera y aceleran al máximo, uno frente al otro. Pierde aquel que demuestra tener menos agallas al torcer el rumbo del rodado para evitar la colisión.
El juego puede parecer artificial, pero la vida real está repleta de situaciones en que se producen disputas que ponen en riesgo a ambos contendientes, las cuales se dirimen mediante el abandono de uno de ellos. Esto ocurre cuando un gremio poderoso persiste en sostener una huelga y la patronal se niega a hacer concesiones, o cuando dos empresas oligopólicas compiten ferozmente por un mercado a tal punto que, a riesgo de quebrar, deciden vender a valores menores al costo. Los ejemplos anteriores remiten a casos con relevancia nacional, pero también es posible mencionar otros más cotidianos y triviales: la misma situación se repite cuando dos autos se encuentran en una bocacalle y ambos conductores intentan pasar primero.
En el programa de televisión que emite la Televisión Independiente de Inglaterra, los productores han recreado un juego que tiene las mismas características, pero en este caso se juega por dinero de verdad. En Divided, los participantes trabajan mancomunadamente contestando preguntas y sorteando diversas instancias para engrosar un pozo común y llegar a la final, en que deben repartírselo. El problema es que el pozo no se reparte en partes iguales, sino que la producción separa las porciones y los participantes deben pujar para determinar quién se quedará con cada una de ellas. En uno de los programas del ciclo, los participantes debían dividirse aproximadamente £ 115.000 (unos u$s 200.000).
La producción propuso la siguiente repartija: £ 69.400 para el participante que se llevara la mayor parte, £ 11.655 para el participante que se llevara la menor parte, y £ 34.700 para el que obtuviera el premio intermedio.
Obviamente, todos querían llevarse a casa las £ 69.400 y ninguno quería aceptar el monto menor. Para hacer las cosas más interesantes aún, la producción les da cien segundos a los participantes para que negocien entre ellos y acuerden quién se quedará con cada una de las porciones.
El truco es que, mientras los jugadores deciden, el pozo común se va achicando como un reloj de arena a medida que pasan los segundos, de suerte que si transcurren más de cincuenta segundos sin que los participantes hayan arribado a un acuerdo, como efectivamente sucedió en el programa citado, la mitad del dinero a repartir se evapora.
La realidad es que en la mayoría de los episodios del programa más de la mitad del dinero se termina perdiendo antes de que los participantes hayan logrado arribar a un acuerdo (…)
En casi todos los casos ocurre lo siguiente: cuando finalmente se arriba a un acuerdo ya se ha perdido tanto dinero durante la discusión que quien recibe la porción más grande termina quedándose con menos plata de la que habría obtenido en caso de haber aceptado el segundo premio en el primer instante de la negociación (…)
Ahora bien, desde el punto de vista teórico el mejor modo de ganar en el chicken game es convencer al otro de que uno no dará el brazo a torcer de ninguna manera. En el caso de los autos que se enfrentan, uno puede lograrlo simplemente atándose las manos, o arrancando el volante de su lugar.
En el juego televisivo Divided, la mejor estrategia es anunciar rápidamente que uno solamente aceptará el premio mayor y luego taparse los ojos y los oídos, a fin de pasar la presión al resto de los contendientes, quienes comprenderán que no tiene sentido dilatar el debate mientras el botín se achica cuando no existe ninguna posibilidad de hacer cambiar de opinión a un participante que ha decidido no ver ni escuchar, aislándose así de la discusión (…)
El problema del juego se produce cuando por efecto de los mencionados sesgos cognitivos cada una de las partes tiene más confianza en su propia capacidad para persistir en la posición inicial que la que ha sido capaz de transmitirle a su contrincante en la negociación, y también cuando las partes subestiman la capacidad de perseverar del otro. En estos casos se incrementa la posibilidad de que los autos choquen, o de que un conflicto se prolongue indefinidamente (…)
Obviamente, el choque entre los dos autos (o el dinero que se evapora en el concurso) no representa el equilibrio de Nash predicho teóricamente, por lo cual si el conductor de uno de los dos vehículos se dirige indefectiblemente al choque, el otro siempre tendrá una estrategia mejor que consistirá en desviar el curso y evitar la colisión para salvarse. En la realidad, estos errores de cálculo por exceso de confianza (o por fallas de comunicación) harán que el juego no alcance en la práctica el equilibrio de Nash que postula la teoría, sino que derive en una situación de no cooperación.
El desafío de un buen negociador consiste en averiguar cuánto es lo máximo que estaría dispuesta a ceder su contraparte, hacerle esa oferta y generar una tecnología de compromiso tal que no exista margen para torcer el rumbo que uno mismo ha establecido una vez que la propuesta está sobre la mesa.
EL CRONISTA